Rebelión en la Granja 3/4

| 25 septiembre 2009 | |
Parte 1
Parte 2

Sin embargo, a fines de enero era evidente la necesidad de obtener más cereales de alguna parte. Por aquellos días, Napoleón rara vez se presentaba en público; pasaba todo el tiempo dentro de la casa, cuyas puertas estaban custodiadas por canes de aspecto feroz.

Cuando aparecía, era en forma ceremoniosa, con una escolta de seis perros que lo rodeaban de cerca y gruñían si alguien se aproximaba demasiado. Ya ni se le veía los domingos por la mañana, sino que daba sus órdenes por intermedio de algún otro cerdo, que generalmente era Squealer. Un domingo por la mañana, Squealer anunció que las gallinas, que comenzaban a poner nuevamente, debían entregar sus huevos. Napoleón había suscrito, por intermedio de Whymper, un contrato de venta de cuatrocientos huevos semanales. El precio de éstos alcanzaría para comprar suficiente cantidad de cereales y comida, y permitiría que la granja pudiera subsistir hasta que llegara el verano y las condiciones mejorasen.

Cuando las gallinas oyeron esto, levantaron un gran griterío. Habían sido advertidas con anterioridad de que sería necesario ese sacrificio, pero no creyeron que esta realidad llegara a ocurrir. Estaban preparando sus ponederos para empollar en primavera y protestaron expresando que quitarles los huevos era un crimen. Por primera vez desde la expulsión de Jones había algo que se asemejaba a una rebelión. Dirigidas por tres gallinas jóvenes Black-Minorca, las gallinas hicieron un decidido intento por frustrar los deseos de Napoleón. Su protesta fue volar hasta los montantes y poner allí sus huevos, que se hacían pedazos al chocar con el suelo. Napoleón actuó rápidamente y sin piedad. Ordenó que fueran suspendidas las raciones de las gallinas y decretó que cualquier animal que diera, aunque fuera un grano de maíz, a una gallina, sería castigado con la muerte.

Los perros cuidaron de que las órdenes fueran cumplidas. Las gallinas resistieron durante cinco días, luego capitularon y volvieron a sus nidos. Nueve gallinas murieron, entretanto. Sus cadáveres fueron enterrados en la huerta y se comunicó que habían muerto de coccidiosis. Whymper no se enteró de este asunto y los huevos fueron debidamente entregados; el furgón del tendero acudía semanalmente a la granja para llevárselos.

Durante todo este tiempo no hubo señales de Snowball. Se rumoreaba que estaba oculto en una de las granjas vecinas: Foxwood o Pinchfield. Napoleón mantenía mejores relaciones que antes con los otros granjeros. Y ocurrió que en el patio había una pila de madera para la construcción, que estaba allí desde hacía diez años, cuando se taló un bosque de hayas.

Estaba bien mantenida y Whymper aconsejó a Napoleón que la vendiera; tanto el señor Pilkington como el señor Frederick se mostraban ansiosos por comprarla. Napoleón estaba indeciso entre los dos, incapaz de adoptar una resolución. Se notó que cuando parecía estar a punto de llegar a un acuerdo con Frederick, se decía que Snowball estaba ocultándose en Foxwood, y cuando se inclinaba hacia Pilkington, se afirmaba que Snowball se encontraba en Pinchfield. Repentinamente, a principios de primavera, se descubrió algo alarmante. ¡Snowball frecuentaba en secreto la granja por las noches! Los animales estaban tan alterados que apenas podían dormir en sus establos.

Todas las noches, se decía, él se introducía al amparo de la oscuridad y hacía toda clase de daños. Robaba el maíz, volcaba los cubos de leche, rompía los huevos, pisoteaba los semilleros, roía la corteza de los árboles frutales. Cuando algo andaba mal se hizo habitual atribuírselo siempre a Snowball. Si se rompía una ventana o se obstruía un desagüe, era cosa segura que alguien diría que Snowball durante la noche lo había hecho, y cuando se perdió la llave del cobertizo de comestibles, toda la granja estaba convencida de que Snowball la había tirado al pozo. Cosa curiosa, siguieron creyendo esto aun después de encontrarse la llave extraviada debajo de una bolsa de harina. Las vacas declararon unánimemente que Snowball se deslizó dentro de sus establos y las ordeñó mientras dormían. También se dijo que los ratones, que molestaron bastante aquel invierno, estaban en connivencia con Snowball.

Napoleón dispuso que se hiciera una amplia investigación de las actividades de Snowball. Con su séquito de perros salió de inspección por los edificios de la granja, siguiéndole los demás animales a prudente distancia. Cada equis pasos, Napoleón se paraba y olía el suelo buscando rastros de las pisadas de Snowball,_ las que, según dijo él, podía reconocer por el olfato. Estuvo olfateando en todos los rincones, en el granero, en el establo de las vacas, en los gallineros, en el huerto de las legumbres y encontró rastros de Snowball por casi todos lados. Pegando el hocico al suelo, husmeaba profundamente varias veces, y exclamaba con terrible voz: «¡Snowball! ¡Él ha estado aquí! ¡Lo huelo perfectamente! », y al oír la palabra «Snowball» todos los perros dejaban oír unos gruñidos horribles y enseñaban sus colmillos.

Los animales estaban completamente asustados. Les parecía que Snowball era una especie de maleficio invisible que infestaba el aire respirable y les amenazaba con toda clase de peligros. Al anochecer, Squealer los reunió a todos, y con el rostro alterado les anunció que tenía noticias serias que comunicarles.

—¡Camaradas —gritó Squealer, dando unos saltitos nerviosos—, se ha descubierto algo terrible! ¡Snowball se ha vendido a Frederick, el de la «Granja Pinchfield», y en este momento debe de estar conspirando para atacarnos y quitarnos nuestra granja! Snowball hará de guía cuando comience el ataque. Pero hay algo peor aún. Nosotros habíamos creído que la rebelión de Snowball fue motivada simplemente por su vanidad y ambición. Pero estábamos equivocados, camaradas. ¿Sabéis cuál era la verdadera razón? ¡Snowball estaba de acuerdo con Jones desde el mismo comienzo! Fue agente secreto de Jones desde siempre. Esto ha sido comprobado por documentos que dejó abandonados y que ahora hemos descubierto. Para mí esto explica muchas cosas, camaradas: ¿no hemos visto nosotros mismos cómo él intentó, afortunadamente sin éxito, provocar nuestra derrota y aniquilamiento en la «Batalla del Establo de las Vacas»?

Los animales quedaron estupefactos. Aquello era una maldad mucho mayor que la destrucción del molino. Pero tardaron varios minutos en comprender su significado. Todos ellos recordaron, o creyeron recordar, cómo habían visto a Snowball encabezando el ataque en la «Batalla del Establo de las Vacas», cómo él los había reunido y alentado en cada revés, y cómo no vaciló un solo instante, aunque los perdigones de la escopeta de Jones le hirieron en el lomo. Al principio resultó un poco difícil entender cómo todo esto se compaginaba con el hecho de estar él de parte de Jones. Hasta Boxer, que rara vez hacía preguntas, estaba perplejo.

Se acostó, acomodó sus patas delanteras debajo de su pecho, cerró los ojos, y con gran esfuerzo logró hilvanar sus pensamientos.

—Yo no creo eso —dijo—, Snowball peleó valientemente en la «Batalla del Establo de las Vacas». Yo mismo lo vi. ¿Acaso no le otorgamos inmediatamente después el «Héroe Animal de Primer Grado»?
—Ése fue nuestro error, camarada. Porque ahora sabemos —figura todo escrito en los documentos secretos que hemos encontrado— que en realidad, él nos arrastraba hacia nuestra perdición.
—Pero estaba herido —alegó Boxer—. Todos lo vimos sangrando.
—¡Eso era parte del acuerdo! —gritó Squealer—. El tiro de Jones solamente lo rozó.

Yo os podría demostrar esto, que está escrito de su puño y letra, si vosotros pudierais leerlo. El plan era que Snowball, en el momento crítico, diera la señal para la fuga dejando el campo en poder del enemigo. Y casi lo consigue: diré más, camaradas: lo hubiera logrado a no ser por nuestro heroico Líder, el camarada Napoleón. ¿Recordáis cómo, en el momento preciso que Jones y sus hombres llegaron al patio, Snowball repentinamente se volvió y huyó, y muchos animales lo siguieron? ¿Y recordáis también que justamente en ese momento, cuando cundía el pánico y parecía que estaba todo perdido, el camarada Napoleón saltó hacia delante al grito de « ¡Muera la Humanidad! », y hundió sus dientes en la pierna de Jones? Seguramente no habéis olvidado esto, camaradas —exclamó Squealer. Como Squealer describió la escena tan gráficamente, a los animales les pareció recordarlo.

De cualquier modo, sabían que en el momento crítico de la batalla, Snowball se había vuelto para huir. Pero Boxer aún estaba algo indeciso.

—Yo no creo que Snowball fuera un traidor al principio —dijo finalmente—. Lo que haya hecho desde entonces es distinto. Pero yo creo que en la «Batalla del Establo de las Vacas» él fue un buen camarada.
—Nuestro Líder, el camarada Napoleón —anunció Squealer, hablando lentamente y con firmeza—, ha manifestado categóricamente, categóricamente, camaradas, que Snowball fue agente de Jones desde el mismo comienzo de todo y en cualquier caso, desde mucho antes de que se pensara siquiera en la Rebelión.

—¡Ah, eso es distinto! —gritó Boxer—. Si el camarada Napoleón lo dice, debe ser así.
—¡Ése es el verdadero espíritu, camarada! —gritó Squealer, pero se notó que lanzó a
Boxer una torva mirada con sus relampagueantes ojillos. Se volvió para irse, luego se detuvo y agregó en forma impresionante—: Yo le advierto a todo animal de esta granja que tenga los ojos bien abiertos, ¡porque tenemos motivos para creer que algunos agentes secretos de Snowball están entre nosotros y al acecho en este momento!

Cuatro días después, al atardecer, Napoleón ordenó a los animales que se congregaran en el patio. Cuando estuvieron todos reunidos, Napoleón salió de la casa, luciendo sus dos medallas (porque recientemente se había nombrado él mismo «Héroe Animal de Primer Grado» y «Héroe Animal de Segundo Grado»), con sus nueve enormes perros brincando alrededor y emitiendo gruñidos que produjeron escalofríos a los demás animales. Todos ellos se recogieron silenciosamente en sus lugares, pareciendo saber de antemano que iban a ocurrir cosas terribles.

Napoleón se quedó observando severamente a su auditorio; luego emitió un gruñido agudo. Inmediatamente los perros saltaron hacia delante, agarraron a cuatro de los cerdos por las orejas y los arrastraron, atemorizados y chillando de dolor hasta los pies de Napoleón. Las orejas de los cerdos estaban sangrando; los perros habían probado sangre y por unos instantes parecían enloquecidos. Ante el asombro de todos, tres de ellos se abalanzaron sobre Boxer.

Éste los vio venir y estiró su enorme casco, paró a uno en el aire y lo sujetó contra el suelo. El perro chilló pidiendo misericordia y los otros huyeron con el rabo entre las piernas. Boxer miró a Napoleón para saber si debía continuar aplastando al perro hasta matarlo o si debía soltarlo.

Napoleón pareció cambiar de semblante y le ordenó bruscamente que soltara al perro, a lo cual Boxer levantó su pata y el can huyó maltrecho y gimiendo. Pronto cesó el tumulto. Los cuatro cerdos esperaban temblando y con la culpabilidad escrita en cada surco de sus rostros. Napoleón les exigió que confesaran sus crímenes. Eran los mismos cuatro cerdos que habían protestado cuando Napoleón abolió las reuniones de los domingos. Sin otra exigencia, confesaron que estuvieron en contacto clandestinamente con Snowball desde su expulsión, colaboraron con él en la destrucción del molino y convinieron en entregar la «Granja Animal» al señor Frederick. Agregaron que Snowball había admitido, confidencialmente, que él era agente secreto del señor Jones desde muchos años atrás.

Cuando terminaron su confesión, los perros, sin perder tiempo, les desgarraron las gargantas y, entre tanto, Napoleón con voz terrible, preguntó si algún otro animal tenía algo que confesar.

Las tres gallinas, que fueron las cabecillas del conato de rebelión a causa de los huevos, se adelantaron y declararon que Snowball se les había aparecido en sueños incitándolas a desobedecer las órdenes de Napoleón. También ellas fueron destrozadas. Luego un ganso se adelantó y confesó que había ocultado seis espigas de maíz durante la cosecha del año anterior y que se las había comido por la noche. Luego una oveja admitió que hizo aguas en el bebedero, instigada a hacerlo, según dijo, por Snowball, y otras dos ovejas confesaron que asesinaron a un viejo carnero, muy adicto a Napoleón, persiguiéndole alrededor de una fogata cuando tosía.

Todos ellos fueron ejecutados allí mismo. Y así continuó la serie de confesiones y ejecuciones hasta que una pila de cadáveres yacía a los pies de Napoleón y el aire estaba impregnado con el olor de la sangre, olor que era desconocido desde la expulsión de Jones. Cuando terminó esto, los animales restantes, exceptuando los cerdos y los perros, se alejaron juntos. Estaban estremecidos y consternados. No sabían qué era más espantoso: si la traición de los animales que se conjuraron con Snowball o la cruel represión que acababan de presenciar.

Antaño hubo muchas veces escenas de matanzas igualmente terribles, pero a todos les parecía mucho peor la de ahora, por haber sucedido entre ellos mismos. Desde que Jones había abandonado la granja, ningún animal mató a otro animal. Ni siquiera una rata. Llegaron a la pequeña loma donde estaba el molino semiconstruído y, de común acuerdo, se recostaron todos, como si se agruparan para calentarse: Clover, Muriel, Benjamín, las vacas, las ovejas y toda una bandada de gansos y gallinas: todos, en verdad, exceptuando la gata, que había desaparecido repentinamente, poco antes de que Napoleón ordenara a los animales que se reunieran. Durante algún tiempo nadie habló. Únicamente Boxer permanecía de pie batiendo su larga cola negra contra sus costados y emitiendo de cuando en cuando un pequeño relincho de extrañeza. Finalmente dijo: «No comprendo. Yo no hubiera creído que tales cosas pudieran ocurrir en nuestra granja. Eso se debe seguramente a algún defecto nuestro. La solución, como yo la veo, es trabajar más. Desde ahora me levantaré una hora más temprano todas las mañanas».

Y se alejó con su trote pesado en dirección a la cantera. Una vez allí juntó dos carretadas de piedras y tiró de ellas hasta el molino, antes de acostarse.

Los animales se acurrucaron alrededor de Clover, sin hablar. La loma donde estaban acostados les ofrecía una amplia perspectiva a través de la campiña. La mayor parte de «Granja Animal» estaba a la vista: la larga pradera, que se extendía hasta la carretera, el campo de heno, el bebedero, los campos arados donde crecía el trigo nuevo, tupido y verde, y los techos rojos de los edificios de la granja, con el humo elevándose en espiral de sus chimeneas. Era un claro atardecer primaveral. El pasto y los cercados florecientes estaban dorados por los rayos del sol poniente. Nunca les había parecido la granja —y con cierta sorpresa se acordaron de que era su propia granja, y que cada pulgada era de su propiedad— un lugar tan codiciado.

Mientras Clover miraba ladera abajo, se le llenaron los ojos de lágrimas. Si ella pudiera expresar sus pensamientos, hubiera sido para decir que a eso no era a lo que aspiraban cuando emprendieron, años atrás, el derrocamiento de la raza humana. Aquellas escenas de terror y matanza no eran lo que ellos soñaron aquella noche cuando el Viejo Mayor, por primera vez, los incitó a rebelarse. Si ella misma hubiera concebido un cuadro del futuro, sería el de una sociedad de animales liberados del hambre y del látigo, todos iguales, cada uno trabajando de acuerdo con su capacidad, el fuerte protegiendo al débil, como ella protegiera con su pata delantera a aquellos patitos perdidos la noche del discurso de Mayor. En su lugar —ella no sabía por qué— habían llegado a un estado tal en el que nadie se atrevía a decir lo que pensaba, en el que perros feroces y gruñones merodeaban por doquier y donde uno tenía que ver cómo sus camaradas eran despedazados después de confesarse autores de crímenes horribles. No había intención de rebeldía o desobediencia en su mente. Ella sabía que, aun tal y como se presentaban las cosas, estaban mucho mejor que en los días de Jones y que, ante todo, era necesario evitar el regreso de los seres humanos. Sucediera lo que sucediera permanecería leal, trabajaría duro cumpliría las órdenes que le dieran y aceptaría las directrices de Napoleón. Pero aun así, no era eso lo que ella y los demás animales anhelaran y para lo que trabajaran tanto.

No fue por eso por lo que construyeron el molino, e hicieron frente a las balas de Jones. Tales eran sus pensamientos, aunque le faltaban palabras para expresarlos.

Al final, presintiendo que tal vez sería un sucedáneo para las palabras que ella no podía encontrar, empezó a cantar «Bestias de Inglaterra». Los demás animales a su alrededor la imitaron y la cantaron tres veces, melodiosamente, aunque de forma lenta y fúnebre como nunca lo hicieran.

Apenas habían terminado de repetirla por tercera vez cuando se acercó Squealer, acompañado de dos perros, con el aire de quien tiene algo importante que decir. Anunció que por un decreto especial del camarada Napoleón se había abolido el canto de «Bestias de Inglaterra».

Desde ese momento quedaba prohibido cantar dicha canción. Los animales quedaron asombrados. —¿Por qué? —gritó Muriel.

—Ya no hace falta, camarada —dijo Squealer secamente—. «Bestias de Inglaterra» fue el canto de la Rebelión. Pero la Rebelión ya ha terminado. La ejecución de los traidores, esta tarde, fue el acto final. El enemigo, tanto exterior como interior, ha sido vencido. En «Bestias de Inglaterra» nosotros expresamos nuestras ansias por una sociedad mejor en el futuro.

Pero esa sociedad ya ha sido establecida. Realmente esta canción ya no tiene objeto. Aunque estaban asustados, algunos de los animales hubieran protestado, pero en aquel momento las ovejas comenzaron su acostumbrado balido de «Cuatro patas sí, dos pies no», que duró varios minutos y puso fin a la discusión.

Y de esta forma no se escuchó más «Bestias de Inglaterra». En su lugar Mínimus, el poeta, había compuesto otra canción que comenzaba así:

Granja Animal, Granja Animal,
¡Nunca por mí tendrás ningún mal!

Y esto se cantó todos los domingos por la mañana después de izarse la bandera. Pero, por algún motivo, a los animales les pareció que ni la letra ni la música estaban a la altura de «Bestias de Inglaterra».

VIII

Días después, cuando ya había desaparecido el terror producido por las ejecuciones, algunos animales recordaron —o creyeron recordar— que el sexto mandamiento decretaba:

«Ningún animal matará a otro animal». Y aunque nadie quiso mencionarlo al oído de los cerdos o de los perros, se tenía la sensación de que las matanzas que habían tenido lugar no concordaban con aquello. Clover pidió a Benjamín que le leyera el sexto mandamiento, y cuando Benjamín, como de costumbre, dijo que se negaba a entrometerse en esos asuntos, se fue en busca de Muriel. Muriel le leyó el Mandamiento. Decía así: «Ningún animal matará a otro animal sin motivo». Por una razón u otra, las dos últimas palabras se les habían ido de la memoria a los animales. Pero comprobaron que el Mandamiento no fue violado; porque, evidentemente, hubo motivo sobrado para matar a los traidores que se coaligaron con Snowball.

Durante este año los animales trabajaron aún más duramente que el año anterior. Reconstruir el molino, con paredes dos veces más gruesas que antes, y concluirlo para una fecha determinada, además del trabajo diario de la granja, era una tarea tremenda. A veces les parecía que trabajaban más y no comían mejor que en la época de Jones. Los domingos por la mañana Squealer, sujetando un papel largo con una pata, les leía largas listas de cifras, demostrando que la producción de toda clase de víveres había aumentado en un 200 por ciento, 300 por ciento, o 500 por ciento, según el caso. Los animales no vieron motivo para no creerle, especialmente porque no podían recordar con claridad cómo eran las cosas antes de la Rebelión. Aun así, preferían a veces tener menos cifras y más comida.

Todas las órdenes eran emitidas por intermedio de Squealer o cualquiera de los otros cerdos. A Napoleón no se le veía en público, todo lo más, una vez por quincena. Cuando aparecía lo hacía acompañado, no solamente por su comitiva de perros, sino también por un gallo negro que marchaba delante y actuaba como una especie de heraldo, dejando oír un sonoro cacareo antes de que hablara Napoleón. Hasta en la casa, se decía, Napoleón ocupaba aposentos separados de los demás. Comía solo, con dos perros para servirlo, y siempre utilizaba la vajilla que había estado en la vitrina de cristal de la sala. También se anunció que la escopeta sería disparada todos los años en el cumpleaños de Napoleón, igual que en los otros dos aniversarios.

Napoleón no era ya mencionado simplemente como «Napoleón». Se le nombraba siempre en forma ceremoniosa como «nuestro Líder, camarada Napoleón», y a los cerdos les gustaba inventar para él, títulos como «Padre de todos los animales», «Terror de la humanidad», «Protector del rebaño de ovejas», «Amigo de los patitos» y otros por el estilo.

En sus discursos, Squealer hablaba con lágrimas en los ojos, respecto a la sabiduría de Napoleón, la bondad de su corazón y el profundo amor que sentía por todos los animales en todas partes, y especialmente por las desdichadas bestias que aún vivían en la ignorancia y la esclavitud en otras granjas. Se había hecho habitual atribuir a Napoleón toda proeza afortunada y todo golpe de suerte. A menudo se oía que una gallina le decía a otra: «Bajo la dirección de nuestro Líder, camarada Napoleón, yo he puesto cinco huevos en seis días», o dos vacas, mientras saboreaban el agua del bebedero, solían exclamar: «Gracias a nuestro Líder, camarada Napoleón ¡qué rico sabor tiene esta agua!». El sentimiento general de la granja estaba bien expresado en un poema titulado «Camarada Napoleón», escrito por Mínimus y que decía así:

¡Amigo de los desheredados! ¡Fuente de bienestar!
Señor de la pitanza, que mi alma enciendes cuando afortunado contemplo
tu firme y segura mirada,
cuál sol que deslumbra al cielo. ¡Oh, Camarada Napoleón! Donador señero
de todo lo que tus criaturas aman
—sus barrigas llenas y limpia paja para yacer—. Todas las bestias grandes o pequeñas,
dormir en paz en sus establos anhelan bajo tu mirada protectora.
¡Oh, Camarada Napoleón!
El hijo que la suerte me enviare, antes de crecer y hacerse grande y desde chiquito y
tierno cachorrillo aprenderá primero a serte fiel, devoto, y seguro estoy de que éste será su
primer chillido: ¡Oh, Camarada Napoleón!

Napoleón aprobó este poema y lo hizo inscribir en la pared del granero principal, en el extremo opuesto a los Siete Mandamientos. Sobre el mismo, había un retrato de Napoleón, de perfil, pintado por Squealer con pintura blanca.

Mientras tanto, por intermedio de Whymper, Napoleón estaba ocupado en complicadas negociaciones con Frederick y Pilkington. La pila de madera aún estaba sin vender. De los dos, Frederick era el que estaba más ansioso por obtenerla, pero no quería ofrecer un precio razonable. Al mismo tiempo corrían rumores insistentes de que Frederick y sus hombres estaban conspirando para atacar «Granja Animal» y destruir el molino, cuya construcción había provocado una envidia furiosa en él. Se sabía que Snowball aún estaba al acecho en la Granja Pinchfield. A mediados del verano los animales se alarmaron al oír que tres gallinas confesaron haber tramado, inspiradas por Snowball, un complot para asesinar a Napoleón. Fueron ejecutadas inmediatamente y se tomaron nuevas precauciones para la seguridad del Líder. Cuatro perros cuidaban su cama durante la noche, uno en cada esquina, y un joven cerdo llamado Pinkeye fue designado para probar todos sus alimentos antes de que el Líder los comiera, por temor a que estuvieran envenenados.

Más o menos en esa época, se divulgó que Napoleón había convenido en vender la pila de madera al señor Pilkington; también había de celebrarse un convenio formal para el intercambio de ciertos productos entre «Granja Animal» y Foxwood. Las relaciones entre Napoleón y Pilkington, aunque conducidas únicamente por intermedio de Whymper, eran casi amistosas. Los animales desconfiaban de Pilkington, como ser humano, pero preferían mucho más a él que a Frederick, a quien temían y odiaban al mismo tiempo. Cuando estaba finalizando el verano y la construcción del molino llegaba a su término, los rumores de un inminente ataque a traición iban en aumento. Frederick, se decía, tenía intención de traer contra ellos a veinte hombres, todos armados con escopetas, y ya había sobornado a los magistrados y a la policía para que, en caso de que pudiera obtener los títulos de propiedad de «Granja Animal», aquellos no indagaran. Además se filtraban de Pinchfield algunas historias terribles respecto a las crueldades de que hacía objeto Frederick a los animales. Había azotado hasta la muerte a un caballo; mataba de hambre a sus vacas, había acabado con un perro arrojándolo dentro de un horno, se divertía de noche con riñas de gallos, atándoles pedazos de hojas de afeitar a los espolones. La sangre les hervía de rabia a los animales cuando se enteraron de las cosas que se hacía a sus camaradas y, algunas veces, clamaron para que se les permitiera salir y atacar en masa la «Granja Pinchfield», echar a los seres humanos y liberar a los animales. Pero Squealer les aconsejó que evitaran los actos precipitados y que confiaran en la estrategia de Napoleón.

Sin embargo, el resentimiento contra Frederick continuó en aumento. Un domingo por la mañana Napoleón se presentó en el granero y explicó que en ningún momento había tenido intención de vender la pila de madera a Frederick; él consideraba incompatible con su dignidad tener trato con bribones de esa calaña. A las palomas, que aún eran enviadas para difundir noticias referentes a la Rebelión, les fue prohibido pisar Foxwood y también fueron forzadas a abandonar su lema anterior de «Muerte a la Humanidad» reemplazándolo por «Muerte a Frederick ». A fines de verano fue puesta al descubierto una nueva intriga de Snowball. Los campos de trigo estaban llenos de malezas y se descubrió que, en una de sus visitas nocturnas, Snowball mezcló semillas de cardos con las semillas de trigo. Un ganso, cómplice del complot, había confesado su culpa a Squealer y se suicidó inmediatamente ingiriendo unas hierbas tóxicas. Los animales se enteraron también de que Snowball nunca había —como muchos de ellos habían creído hasta entonces— recibido la orden de « Héroe Animal de Primer Grado».

Era simplemente una leyenda difundida poco tiempo después de la «Batalla del Establo de las Vacas» por Snowball mismo. Lejos de ser condecorado, fue censurado por demostrar cobardía en la batalla. Una vez más, algunos animales escucharon esto con cierta perplejidad, pero Squealer logró convencerlos de que sus recuerdos estaban equivocados.

En el otoño, mediante un tremendo y agotador esfuerzo —porque la cosecha tuvo que realizarse casi al mismo tiempo—, se concluyó el molino de viento. Aún faltaba instalar la maquinaria y Whymper negociaba su compra todavía, pero la construcción estaba terminada.

A despecho de todas las dificultades, a pesar de la inexperiencia, de herramientas primitivas, de la mala suerte y de la traición de Snowball, ¡el trabajo había sido terminado puntualmente en el día fijado! Muy cansados pero orgullosos, los animales daban vueltas y más vueltas alrededor de su obra maestra, que a su juicio aparecía aún más hermosa que cuando fuera levantada por primera vez. Además, el espesor de las paredes era el doble de lo que había sido antes.

¡Únicamente con explosivos sería posible derrumbarlo esta vez! Y cuando recordaban cómo trabajaron, el desaliento que habían superado y el cambio que produciría en sus vidas cuando las aspas estuvieran girando y las dinamos funcionando, cuando pensaban en todo esto, el cansancio desaparecía y brincaban alrededor del molino, profiriendo gritos de triunfo.

Napoleón mismo, acompañado por sus perros y su gallo, se acercó para inspeccionar el trabajo terminado; personalmente felicitó a los animales por su proeza y anunció que el molino sería llamado «Molino Napoleón».

Dos días después los animales fueron citados para una reunión especial en el granero. Quedaron estupefactos cuando Napoleón les anunció que había vendido la pila de madera a Frederick. Los carros de Frederick comenzarían a llevársela. Durante todo el período de su aparente amistad con Pilkington, Napoleón en realidad había estado secretamente de acuerdo con Frederick.

Todas las relaciones con Foxwood fueron cortadas mientras se enviaban mensajes insultantes a Pilkington. A las palomas se les comunicó que debían evitar la «Granja Pinchfield» y que modificaran su lema de «Muera Frederick» por «Muera Pilkington». Al mismo tiempo, Napoleón aseguró a los animales que los rumores de un ataque a «Granja Animal» eran completamente falsos y que las noticias respecto a las crueldades de Frederick con sus animales, habían sido enormemente exageradas. Todos esos rumores probablemente habían sido propagados por Snowball y sus agentes. Ahora se descubría que Snowball no estaba escondido en la «Granja Pinchfield» y que, en realidad, en su vida había estado allí; residía en Foxwood — con un lujo extraordinario, según decían— y al parecer, había sido un protegido de Pilkington durante muchos años.

Los cerdos estaban asombrados por la astucia de Napoleón. Mediante su aparente amistad con Pilkington forzó a Frederick a aumentar su precio en doce libras. Pero la superioridad de la mente de Napoleón, dijo Squealer, fue demostrada por el hecho de que no se fió de nadie, ni siquiera de Frederick. Éste había querido abonar la madera con algo que se llama cheque, el cual, al parecer, era un pedazo de papel con la promesa de pagar la cantidad escrita en el mismo. Pero Napoleón fue demasiado listo para él. Había exigido el pago en billetes auténticos de cinco libras, que debían abonarse antes de retirar la madera. Frederick pagó y el importe abonado alcanzaba justamente para comprar la maquinaria necesaria para el molino de viento.

Mientras tanto, la madera era llevada a toda prisa. Cuando ya había sido totalmente retirada, se efectuó otra reunión especial en el granero para que los animales pudieran contemplar los billetes de banco de Frederick.

Sonriendo beatíficamente y luciendo sus dos condecoraciones, Napoleón reposaba en su lecho de paja sobre la plataforma, con el dinero al lado suyo, apilado con esmero sobre un plato de porcelana de la cocina. Los animales desfilaron lentamente a su lado y lo contemplaron hasta el hartazgo. Boxer estiró la nariz para oler los billetes y los delgados papeles se movieron y crujieron ante su aliento.

Tres días después se registró un terrible alboroto. Whymper, extremadamente pálido, llegó a toda velocidad montado en su bicicleta, la tiró al suelo al llegar al patio y entró corriendo.

En seguida se oyó un sordo rugido de rabia desde el aposento de Napoleón. La noticia de lo ocurrido se difundió por la granja como la pólvora. ¡Los billetes de banco eran falsos! ¡Frederick había conseguido la madera gratis!

Napoleón reunió inmediatamente a todos los animales y con terrible voz decretó sentencia de muerte para Frederick. Cuando fuera capturado, dijo, Frederick debía ser escaldado vivo. Al mismo tiempo les advirtió que después de ese acto traicionero, debía esperarse lo peor.

Frederick y su gente podrían lanzar su tan largamente esperado ataque en cualquier momento. Se apostaron centinelas en todas las vías de acceso a la granja. Ademas se enviaron cuatro palomas a Foxwood con un mensaje conciliatorio, con el que se esperaba poder restablecer las buenas relaciones con Pilkington.

A la mañana siguiente se produjo el ataque. Los animales estaban tomando el desayuno cuando los vigías entraron corriendo con el anuncio de que Frederick y sus huestes ya habían pasado el portón de acceso. Los animales salieron audazmente para combatir, pero esta vez no alcanzaron la victoria fácil que obtuvieran en la «Batalla del Establo de las Vacas». Había quince hombres, con media docena de escopetas, y abrieron fuego tan pronto como llegaron a cincuenta metros de los animales. Éstos no pudieron hacer frente a las terribles explosiones con sus hirvientes perdigones y, a pesar de los esfuerzos de Napoleón y Boxer por reagruparlos, pronto fueron rechazados. Unos cuantos de ellos estaban heridos. Se refugiaron en los edificios de la granja y espiaron cautelosamente por las rendijas y los agujeros en los nudos de la madera.

Toda la pradera grande, incluyendo el molino de viento, estaba en manos del enemigo. Por el momento hasta Napoleón estaba sin saber qué hacer. Paseaba de acá para allá sin decir palabra, su cola rígida y contrayéndose nerviosamente. Se lanzaban miradas ávidas en dirección a Foxwood. Si Pilkington y su gente los ayudaran, aún podrían salir bien. Pero en ese momento las cuatro palomas que habían sido enviadas el día anterior volvieron, portando una de ellas un trozo de papel de Pilkington. Sobre el mismo figuraban escritas con lápiz las siguientes palabras: «Se lo tiene merecido».

Mientras tanto, Frederick y sus hombres se detuvieron junto al molino. Los animales los observaron, y un murmullo de angustia brotó de sus labios. Dos de los hombres esgrimían una palanca de hierro y un martillo. Iban a tirar abajo el molino de viento.

—¡Imposible! —gritó Napoleón—. Hemos construido las paredes demasiado gruesas para eso. No las podrán tirar abajo ni en una semana. ¡Valor, camaradas! Pero Benjamín estaba observando con insistencia los movimientos de los hombres. Los que manejaban el martillo y la palanca de hierro estaban abriendo un agujero cerca de la base del molino. Lentamente, y con un aire casi divertido, Benjamín agitó su largo hocico.

—Ya me parecía —dijo—. ¿No ven lo que están haciendo? Enseguida van a llenar de
pólvora ese agujero.

Los animales esperaban aterrorizados. Era imposible aventurarse fuera del refugio de los edificios. Después de varios minutos los hombres fueron vistos corriendo en todas direcciones. Luego se oyó un estruendo ensordecedor. Las palomas se arremolinaron en el aire y todos los animales, exceptuando a Napoleón, se tiraron al suelo boca abajo y escondieron sus caras. Cuando se incorporaron nuevamente, una enorme nube de humo negro flotaba en el lugar donde estuviera el molino de viento. Lentamente la brisa la alejó. ¡El molino de viento había dejado de existir!

Al ver esta escena los animales recuperaron su coraje. El miedo y la desesperación que sintieron momentos antes fueron ahogados por su ira contra tan vil y abominable acto. Lanzaron un potente griterío clamando venganza, y sin esperar otra orden, atacaron en masa y se abalanzaron sobre el enemigo. Esta vez no prestaron atención a los crueles perdigones que pasaban sobre sus cabezas como granizo. Fue una batalla enconada y salvaje. Los hombres hicieron fuego una y otra vez, y cuando los animales llegaron a la lucha cuerpo a cuerpo, los azotaron con sus palos y sus pesadas botas. Una vaca, tres ovejas y dos gansos murieron, y casi todos estaban heridos. Hasta Napoleón, que dirigía las operaciones desde la retaguardia, fue herido en la punta de la cola por un perdigón. Pero los hombres tampoco salieron ilesos.

Tres de ellos tenían la cabeza rota por las patadas de Boxer; otro fue corneado en el vientre por una vaca; a uno casi le arrancan los pantalones entre Jessie y Bluebell. Y cuando los nueve perros guardaespaldas de Napoleón, a quienes él había ordenado que dieran un rodeo por detrás del cercado, aparecieron repentinamente por el flanco ladrando ferozmente, el pánico se apoderó de los hombres quienes vieron el peligro que corrían de ser rodeados. Frederick gritó a sus hombres que escaparan mientras aún les fuera posible, y enseguida el enemigo huyó acobardado y a toda velocidad. Los animales los persiguieron hasta el final del campo y lograron darles las últimas patadas, cuando a toda velocidad cruzaban la cerca de espino.

Habían vencido, pero estaban maltrechos y sangrantes. Lentamente y renqueando volvieron hacia la granja. El espectáculo de los camaradas muertos que yacían sobre la hierba hizo llorar a algunos. Y durante un rato se detuvieron desconsolados y en silencio en el lugar donde antes estuviera el molino. Sí, ya no estaba; ¡hasta el último rastro de su labor había desaparecido! Hasta los cimientos estaban parcialmente destruidos. Y para reconstruirlo no podrían esta vez, como antes, utilizar las piedras derruidas. Hasta ellas desaparecieron. La fuerza de la explosión las arrojó a cientos de metros de distancia. Era como si el molino nunca hubiera existido.

Cuando se aproximaron a la granja, Squealer, que inexplicablemente estuvo ausente durante la pelea, vino saltando hacia ellos, meneando la cola y rebosante de alegría. Y los animales oyeron, procediendo de los edificios de la granja, el solemne estampido de una escopeta.

—¿A qué se debe ese disparo? —preguntó Boxer.
—¡Para celebrar nuestra victoria! —gritó Squealer.
—¿Qué victoria? —exclamó Boxer. Sus rodillas estaban sangrando, había perdido una herradura, tenía rajado un casco y una doçena de perdigones incrustados en una pata trasera.
—¿Qué victoria, camarada? ¿No hemos arrojado al enemigo de nuestro suelo, el suelo sagrado de «Granja Animal»?
—Pero han destruido el molino. ¡Y nosotros hemos trabajado durante dos años para construirlo!
—¿Qué importa? Construiremos otro molino. Construiremos seis molinos si queremos. No apreciáis, camaradas, la importancia de lo que hemos hecho. El enemigo estaba ocupando este suelo que pisamos. ¡Y ahora, gracias a la dirección del camarada Napoleón, hemos reconquistado cada pulgada del mismo!
—Entonces, ¿hemos recuperado nuevamente lo que teníamos antes? —preguntó Boxer.
—Esa es nuestra victoria —agregó Squealer.

Entraron renqueando en el patio. Los perdigones, incrustados en la pata de Boxer le quemaban dolorosamente. Veía ante sí la pesada labor de reconstruir el molino desde los cimientos y, en su imaginación, se preparaba para la tarea. Pero por primera vez se le ocurrió que él tenía once años de edad y que tal vez sus grandes músculos ya no fueran lo que habían sido antes. Pero cuando los animales vieron flamear la bandera verde y sintieron disparar nuevamente la escopeta —siete veces fue disparada en total— y escucharon el discurso que pronunció Napoleón, felicitándolos por su conducta, les pareció que, después de todo, habían conseguido una gran victoria. Los muertos en la batalla recibieron un entierro solemne. Boxer y Clover tiraron del carro que sirvió de coche fúnebre y Napoleón mismo encabezó la comitiva.

Durante dos días enteros se efectuaron festejos. Hubo canciones, discursos y más disparos de escopeta y se hizo un obsequio especial de una manzana para cada animal, con dos onzas de maíz para cada ave y tres bizcochos para cada perro. Se anunció que la batalla sería llamada del Molino y que Napoleón había creado una nueva condecoración, la «Orden del Estandarte Verde», que él se otorgó a sí mismo. En el regocijo general, se olvidó el infortunado incidente de los billetes de banco.

Unos días después, los cerdos hallaron una caja de whisky en el sótano de la casa. Había sido pasado por alto cuando se ocupó el edificio. Aquella noche se oyeron desde la casa canciones en alta voz, donde, para sorpresa de todos, se entremezclaban los acordes de «Bestias de Inglaterra». A eso de las nueve y media, Napoleón, luciendo un viejo bombín del señor Jones, fue visto salir por la puerta trasera, galopar alrededor del patio y entrar nuevamente. Pero, por la mañana, reinaba un silencio profundo en la casa.

Ni un cerdo se movía. Eran casi las nueve cuando Squealer hizo su aparición, caminando lenta y torpemente, sus ojos opacos, su cola colgando flácidamente y con el aspecto de estar seriamente enfermo.

Reunió a los animales y les dijo que tenía que comunicarles malas noticias. ¡El camarada Napoleón se estaba muriendo!

Muestras de dolor se elevaron en un grito al unísono. Se colocó paja en todas las entradas de la casa y los animales caminaban de puntillas. Con lágrimas en los ojos, se preguntaban unos a otros qué harían si perdieran a su Líder. Se difundió el rumor de que Snowball, a pesar de todo, había logrado introducir veneno en la comida de Napoleón. A las once salió Squealer para hacer otro anuncio. Como último acto suyo sobre la tierra, el camarada Napoleón emitía un solemne mandato: la acción de beber alcohol sería castigada con
la muerte.

Al anochecer, sin embargo, Napoleón parecía estar algo mejor y a la mañana siguiente Squealer pudo decirles que se hallaba en vías de franco restablecimiento. Esa misma noche Napoleón estaba en pie y al otro día se supo que había ordenado a Whymper que comprara en Willingdon algunos folletos sobre la fermentación y destilación de bebidas. Una semana después Napoleón ordenó que fuera arado el campo detrás de la huerta, destinada como lugar de esparcimiento para animales retirados del trabajo. Se dijo que el campo estaba agotado y era necesario cultivarlo de nuevo, pero pronto se supo que Napoleón tenía intención de sembrarlo con cebada.

Más o menos por esa época ocurrió un raro incidente que casi nadie fue capaz de entender. Una noche, a eso de las doce, se oyó un fuerte estrépito en el patio, y los animales salieron corriendo. Era una noche clara, de luna. Al pie de la pared del granero principal, donde figuraban inscritos los siete mandamientos, se encontraba una escalera rota en dos pedazos. Squealer, momentáneamente aturdido, estaba tendido en el suelo y muy cerca estaban una linterna, un pincel y un tarro volcado de pintura blanca. Los perros formaron inmediatamente un círculo alrededor de Squealer, y lo escoltaron de vuelta a la casa, en cuanto pudo caminar.

Ninguno de los animales lograba entender lo que significaba eso, excepto el viejo Benjamín, que movía el hocico con aire enterado, aparentando comprender, pero sin decir nada. Pasados unos cuantos días, cuando Muriel estaba leyendo los siete mandamientos, notó que había otro que los animales recordaban malamente. Ellos creían que el quinto mandamiento decía: «Ningún animal beberá alcohol», pero pasaron por alto dos palabras. Ahora el Mandamiento indicaba: «Ningún animal beberá alcohol en exceso».

IX

El casco partido de Boxer tardó mucho en curar. Habían comenzado la reconstrucción del molino al día siguiente de terminarse los festejos de la victoria. Boxer se negó a tomar ni siquiera un día de asueto, e hizo cuestión de honor el no dejar ver que estaba dolorido. Por las noches le admitía reservadamente a Clover que el casco le molestaba mucho. Clover lo curaba con emplastos de yerbas que preparaba mascándolas, y tanto ella como Benjamín pedían a Boxer que trabajara menos. «Los pulmones de un caballo no son eternos», le decía ella. Pero Boxer no le hacía caso. Sólo le quedaba —dijo— una verdadera ambición: ver el molino bien adelantado antes de llegar a la edad de retirarse.

Al principio, cuando se formularon las leyes de «Granja Animal», se fijaron las siguientes edades para jubilarse; caballos y cerdos a los doce años, vacas a los catorce, perros a los nueve, ovejas a los siete y las gallinas y los gansos a los cinco. Se establecieron pensiones generosas para la vejez. Hasta entonces ningún animal se había retirado, pero últimamente la discusión del asunto fue en aumento. Ahora que el campito de detrás de la huerta se había destinado para la cebada, circulaba el rumor de que alambrarían un rincón de la pradera larga, convirtiéndolo en campo donde pastarían los animales jubilados. Para caballos, se decía, la pensión sería de cinco libras de maíz por día y en invierno quince libras de heno, con una zanahoria o posiblemente una manzana los días de fiesta. Boxer iba a cumplir los doce años a fines del verano del año siguiente.

Mientras tanto, la vida seguía siendo dura. El invierno era tan frío como el anterior, y la comida aún más escasa. Nuevamente fueron reducidas todas las raciones, exceptuando las de los cerdos y las de los perros. « Una igualdad demasiado rígida en las raciones —explicó Squealer— , sería contraria a los principios del Animalismo». De cualquier manera no tuvo dificultad en demostrar a los demás que, en realidad, no estaban faltos de comida, cualesquiera que fueran las apariencias. Ciertamente, fue necesario hacer un reajuste de las raciones (Squealer siempre mencionaba esto como «reajuste», nunca como «reducción»), pero comparado con los tiempos de Jones, la mejoría era enorme. Leyéndoles las cifras con voz chillona y rápida, les demostró detalladamente que contaban con más avena, más heno, y más nabos de los que tenían en los tiempos de Jones; que trabajaban menos horas, que el agua que bebían era de mejor calidad, que vivían más años, que una mayor proporción de criaturas sobrevivía a la infancia y que tenían más paja en sus pesebres y menos pulgas.

Los animales creyeron todo lo que dijo. En verdad, Jones, y lo que él representaba, casi se había borrado de sus memorias. Ellos sabían que la vida era dura y áspera, que muchas veces tenían hambre y frío, y generalmente estaban trabajando cuando no dormían. Pero, sin duda alguna, peor había sido en los viejos tiempos. Sentíanse contentos de creerlo así. Además, en aquellos días fueron esclavos y ahora eran libres, y eso representaba mucha diferencia, como Squealer nunca se olvidaba de señalarles.


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