Primero, cuando perdía en el juego de los dados reía demasiado fuerte. Su rostro aún parecía más inteligente y sereno que el de los otros. Pero luego empezó a reír poco y adoptó uno tras otro quellos gestos que se veían con frecuencia en los rostros de los potentados, los gestos de descontento, de dolor, del mal humor, de desidia, de dureza del corazón. Paulatinamente le atacó la enfermedad de los hombres ricos.
Lentamente el cansancio cubría a Siddharta como un velo, con una niebla fina; cada día un poco más turbia, cada año algo más pesada. Como un vestido nuevo que con el tiempo se vuelve viejo, pierde su color brillante, se mancha, se arruga, se gasta en los dobladillos y muestra algunos deshilachados, así fue la vida que Siddharta empezó tras la separación de Govinda; había envejecido, y al compás de los años perdía su brillo, se manchaba y se arrugaba, escondiendo en el fondo el desengaño y el asco. Siddharta no lo advertía. Sólo notaba que aquella voz clara y segura de su interior, la que le acompañó en los tiempos de brillantez desde que se despertara, habíase
silenciado ahora.
Le habían capturado el mundo, el placer, las exigencias, la pereza y, por último, también, aquel vicio que por ser el más insensato, siempre había despreciado más: la codicia. Por fin, las ansias de posesión y de riqueza se habían apoderado de Siddharta; ya no era un juego, sino una carga y una cadena.
Siddharta había llegado a esta triste servidumbre por un camino raro y lleno de sinsabores: el juego de los dados. Desde el momento en que su corazón dejó de ser el de un samana, empezó a jugar por dinero y por objetos valiosos, con pasión, con furia creciente; era el mismo juego que antes había considerado, entre sonrisas e ironías, como una costumbre más de los seres humanos.
Como jugador le temían; pocos se atrevían con él; a tanta altura habían llegado sus atrevidas apuestas. Jugador, inducido por la miseria de su corazón, al malgastar el dichoso dinero experimentaba una salvaje alegría; de ninguna otra forma podía demostrar con más claridad y sarcasmo su desdén por la riqueza, la diosa de los comerciantes.
Así, pues, jugaba mucho y sin miramientos; se odiaba a sí mismo, se burlaba del dinero; ganaba a miles, perdía por millares; disipaba el dinero, las joyas, una casa de campo; y volvía a resarcirse, y volvía a perder. Le gustaba aquel miedo, aquella angustia terrible que sentía en el juego de los dados, tras haber apostado mucho; buscaba poder renovarlo siempre, aumentarlo cada vez más, pues sólo esa sensación
le producía algo parecido a una felicidad, a un entusiasmo, a una vida elevada en medio de la mediocridad, de la existencia gris e indiferente. Y después de una gran pérdida buscaba nuevas riquezas, hacía los negocios con más diligencia, obligaba a saldar las deudas con más severidad,pues quería seguir jugando, malgastando, demostrando su desprecio por el dinero. Mas cuando le iba mal en el juego, perdía la tranquilidad, agotaba su paciencia contra los mendigos, ya no poseía el placer de regalar ni de prestar cómo antes.
¡Siddharta, el que en una sola jugada perdía diez mil, y además se reía, ahora en los negocios cada vez se volvía más severo y pedante! ¡Y por la noche soñaba con dinero! Y Siddharta huía cada vez que se despertaba de ese espantoso letargo, cuando veía su cara envejecida y fea reflejada en el espejo de la pared de su dormitorio, y le atacaban la vergüenza y la repugnancia; huía hacia nuevos juegos de fortuna, hacia el embeleso de la lujuria y del vino; y de ahí regresaba otra vez al principio del círculo vicioso, para ganar y amontonar riquezas. En esa noria sin sentido se agotaba, envejecía y enfermaba.
Un día tuvo un sueño fatídico. Había pasado las horas de la tarde con Kamala, en el hermoso parque. Se habían sentado bajo los árboles, a conversar; Kamala pronunció palabras melancólicas, detrás de las que se escondía la tristeza y el cansancio. Le había rogado que le hablara de Gotama, y no se cansó de escuchar sobre la pureza de su mirada, la bella tranquilidad de sus labios, la bondad de su sonrisa, la paz de su andar. Durante mucho tiempo le había tenido que contar los hechos del majestuoso buda; Kamala suspiró y manifestó:
-Algún día, quizá pronto, también yo seguiré a ese buda. Le regalaré mi parque y me refugiaré en su doctrina. Sin embargo, volvió después a seducir a Siddharta en el juego del amor. Le cautivó con vehemencia dolorosa, entre mordiscos y lágrimas, como si quisiera exprimir, una vez más, la última y dulce gota de ese placer vano y pasajero.
Nunca, como entonces, Siddharta se había dado cuenta con tanta claridad del cercano parentesco que hay entre la voluptuosidad y la muerte. Entonces sentóse junto a Kamala, su cara junto a la de ella; bajo sus ojos y cerca de los labios había notado un trazo inquietante, más diáfano que nunca, como una escritura de finas líneas, de leves arrugas, un alfabeto que recordaba el otoño y la vejez..., igual que había notado Siddharta alguna cana en sus cabellos negros, a pesar de que sólo tenía cuarenta años. El cansancio escribía ya en el rostro de Kamala; era la fatiga de un largo camino sin objetivo concreto; el agotamiento que llevaba consigo el principio de la decadencia y un temor escondido, todavía no muy pronunciado, quizá ni siquiera conocido: el temor a la vejez, al otoño, a la muerte. Siddharta se había despedido de Kamala sollozando, con el alma repleta de hastío y de recóndito temor.
Después Siddharta había pasado la noche en su casa, bebiendo vino con las bailarinas; le gustaba representar el papel de personaje superior a sus semejantes, aunque en realidad no lo era; bebió demasiado vino, y pasada la medianoche, cansado y excitado a la vez, buscó el lecho con ansias de llorar, queriendo desesperarse. Durante largo tiempo procuró en vano conciliar el sueño, pero su corazón se encontraba repleto de una pena insoportable, de un asco profundo por el vino demasiado fuerte, por la música demasiado suave y monótona, por la sonrisa frágil de las bailarinas, el perfume
dulzón de sus cabellos y sus senos. No obstante, lo que más le repelía era su propia persona, su pelo perfumado, su boca con olor a alcohol, su piel cansada, marchita, deshidratada.
Como cuando uno come y bebe excesivamente y con facilidad vomita sintiéndose después contento y aliviado, así también Siddharta, sin conseguir conciliar el sueño, deseaba en medio de multitud de hastíos, deshacerse de esos placeres, esas costumbres, de toda su vida inútil, e incluso de sí mismo. Por fin, al amanecer, cuando la vida empezaba a desperezarse en la calle, en su ciudad, consiguió dormirse. Poco después tuvo un sueño. Era así:
Kamala poseía en una jaula de oro un exótico pajarillo cantor. Soñó con ese pájaro. De madrugada, ~ pájaro se encontraba en silencio; le llamó la atención, pues siempre cantaba a esa hora; se acercó y vio el pequeño pájaro muerto en el suelo de la jaula. Lo sacó, lo acarició un momento entre sus manos y seguidamente lo arrojó a la calle; en ese mismo instante se asustó terriblemente y sintió que el corazón le dolía tanto como si con el pájaro muerto hubiera arrojado todo lo bueno y valioso de su vida.
Al despertarse del sueño le invadió una profunda tristeza. Le parecía sin valor y sin sentido toda su vida pasada. No le había quedado nada viviente, nada que poseyera exquisitez, nada que mereciese la pena de guardar. Se encontraba solo y vacío, como un náufrago en una desierta orilla.
Tristemente, Siddharta se marchó a un parque que le pertenecía, cerró la puerta y se sentó bajo un árbol; se hallaba sentado allí y sentía que en su interior habitaba la muerte, existía lo marchito, el fin. Paulatinamente concentró sus pensamientos; recorrió con su mente todo el camino de su vida, desde los primeros días que aún podía recordar. ¿Cuándo había disfrutado de felicidad, de una auténtica alegría? Sí, varias veces. En sus años de adolescente la había probado cuando ganaba el elogio de los brahmanes, al adelantarse a todos los chicos de su misma edad para recitar los versos sagrados; o en las discusiones con los sabios, o como ayudante en los sacrificios. Entonces oía decir a su corazón:
«Hay un camino ante ti, y es tu vocación; los dioses te esperan.» Y también sintió ese gozo con más fuerza, cuando sus meditaciones, cada vez más elevadas, le habían destacado de la mayoría de los que como él buscaban la felicidad, cuando luchaba con ansia por sentir a Brahma, cuando a cada nuevo conocimiento se le despertaba una sed mayor en su interior. Entonces, en medio de aquella sed, en medio del dolor, había escuchado las mismas palabras:
«¡Adelante! ¡Adelante! ¡Es tu vocación!»
Esta voz la había oído al abandonar a sus padres para elegir la vida de samana y, otra vez, al ir de los samanas hacia aquel ser perfecto, y nuevamente al ir del majestuoso hasta lo inseguro.
Contento con los pequeños placeres, pero nunca satisfecho, había pasado mucho tiempo sin oír la voz, sin llegar a ninguna cumbre; durante largos años el camino había sido monótono y llano, sin elevado objetivo, sin sed, sin elevación. Sin saberlo siquiera el propio Siddharta se había esforzado por parecer un ser humano como todos los que le rodeaban, como esos ninos; pero la vida de ellos era mucho más mísera y pobre que la suya; sus fines no eran los de él, ni tampoco sus preocupaciones. Todo aquel mundo de Kamaswami, para Siddharta tan sólo había sido un juego, un baile, una comedia.
Unicamente había apreciado y amado a Kamala. Pero, ¿aún la necesitaba, o Kamala le necesitaba a él? ¿No jugaban un juego sin fin? ¿Era necesario vivir para eso?
¡No, no lo era! Ese juego se llamaba sansara, un juego de niños, quizá grato de jugar una vez, dos, diez veces... ¿Pero una y otra vez para siempre? Siddharta se daba cuenta de que el juego ya había terminado, y que ya no podía jugar. Estremecióse y sintió en su interior que algo había muerto.
Todo aquel día lo pasó sentado bajo el árbol, pensando en su padre, en Govinda, en Gotama. ¿Había tenido que abandonar a aquéllos para convertirse en un Kamaswami? Aún estaba allí cuando se hizo de noche. Al levantar la mirada y observar las estrellas, pensó:
«Aquí estoy sentado bajo el árbol, bajo el mango, en mi parque.»
Sonrióse un poco.
«¿Pero es necesario? ¿No es un juego necio el poseer un mango un jardín?» También murieron estas palabras en su interior. Se levantó y despidióse del mango y del parque.
Como se había pasado el día sin comer, sentía un hambre feroz; pensó en su casa de la ciudad, en su habitación, en su cama, en su mesa llena de viandas. Cansado sonrió, se agitó un poco y despidióse de todo ello. No hacía una hora que Siddharta abandonara el jardín, cuando también abandonó la ciudad, y nunca más volvió a ella. Durante mucho tiempo Kamaswami ordenó buscarle, pues creía que había caído en manos de los bandoleros.
Kamala no le buscó. Cuando supo que Siddharta había desaparecido, ni siquiera se sorprendió. ¿No esperó eso siempre? ¿No se trataba de un samana, de un hombre sin patria, de un peregrino? Se dio cuenta perfectamente de ello en el último encuentro; y en medio del dolor por aquella pérdida, se alegraba de que todavía la última vez la hubiera estrechado con ardor contra su pecho, y de haber sentido una vez más cómo Siddharta la poseía y cómo Kamala se fundía con él.
Cuando recibió la noticia de la desaparición de Siddharta, se acercó a la ventana en que tenía la jaula de oro con el exótico pájaro cantor. Abrió la portezuela, sacó el pájaro y lo dejó volar libremente. Durante mucho tiempo siguió con la mirada el vuelo del ave.
A partir de ese día, Kamala ya no recibió más visitas, y cerró la casa. Después de un tiempo se dio cuenta de que había quedado encinta después del último encuentro con Siddharta.
JUNTO AL RÍO
Ya lejos de la ciudad, Siddharta caminó por el bosque. Sólo sabía una cosa con certeza: que no podía volver, que la vida que había llevado durante años había pasado, concluido, y que la había gozado hasta hastiarse. Había muerto el pájaro cantor con el que soñara. El ave de su corazón había dejado de existir. Fue un profundo cautivo del sansara, se embebió de asco y muerte por todas partes, como una esponja absorbe agua hasta empaparse. Siddharta estaba lleno de fastidio, de miseria y muerte; ya no existía nada en el mundo que pudiese alegrarle o consolarle. Con ansiedad deseaba no saber nada de sí mismo, permanecer tranquilo, muerto.
«¡Que caiga un rayo y me mate! -pensaba-. ¡Que venga un tigre y me coma! ¡Que tome un vino, un veneno que me adormezca, que haga olvidar y dé un sueño sin final! ¿Queda alguna suciedad con la que todavía no me haya manchado? ¿Un pecado o una necedad que no haya cometido? ¿Un vacío del alma sin sentir? ¿Era posible respirar y aspirar una y otra vez, sentir hambre, volver a comer, dormir, permanecer junto a una mujer? ¿No se había agotado ya ese círculo para Siddharta?»
Llegó junto a la orilla del gran río del bosque, el mismo que le hizo cruzar un barquero cuando todavía era joven y venía de la ciudad de Gotama. Se detuvo vacilante a la orilla del río. El cansancio y el hambre le habían debilitado. ¿Para qué seguir adelante? ¿Hacia dónde ir? ¿A qué destino? No, ya no existían objetivos; lo único que palpitaba era una ansiedad profunda y dolorosa de arrojar ese sueño confuso, de escupir ese vino soso, de zanjar esa vida miserable y vergonzosa.
Un árbol se inclinaba sobre la ribera del río: era un cocotero, en cuyo tronco apoyó Siddharta el hombro; Siddharta abrazó luego el tronco y observó el agua verde que se deslizaba a sus pies; miró hacia abajo y sintió deseos de soltarse y de desaparecer bajo el agua. Un vacío estremecedor se reflejaba entre las ondas, al que replicaba el terrible hueco de su alma. Sí, estaba acabado. Sí, para Siddharta, con la vida destrozada y sin meta, con su formación malograda, ya no quedaba otra solución que lanzar su existencia a los pies de los dioses con una sonrisa irónica.
Ese era su deseo: ¡La muerte, la destrucción de la forma odiada! ¡Que los peces devoren ese perro de Siddharta, ese demente, ese cuerpo desmantelado y podrido, esa alma decadente! ¡Que los cocodrilos se lo coman! ¡Que los demonios lo descuarticen!
Con el rostro desencajado clavó su vista en el agua: al ver el reflejo de su cara escupió en el agua. Lleno de abatimiento separó el brazo que apoyaba en el tronco y se volvió un poco para deslizarse y hundirse de una vez para siempre. Se hundía hacia la muerte con los ojos cerrados. En ese instante sintió una voz llegar desde remotos lugares de su alma, del pasado de su agotada existencia. Era una palabra, una sílaba que repetía maquinalmente una voz balbuciente; se trataba de la vieja palabra, principio y fin de todas las oraciones de los brahmanes: el sagrado Om, que
significa «lo perfecto» o «la perfección». Y en el momento en que la palabra Om alcanzó el oído de Siddharta, de repente despertóse su espíritu adormecido y reconoció la necedad de su intención.
Siddharta se asustó profundamente, y pensó cómo había podido llegar a aquel punto; se encontraba perdido, confuso, abandonado de toda sabiduría. Había intentado buscar la muerte. Un deseo tan pueril había podido crecer en su interior: ¡Encontrar la tranquilidad apagando su vida! Lo que no habían logrado en todo ese tiempo la tortura, el despecho y la desesperación, lo consiguió el Om al penetrar en su conciencia. Siddharta reconoció su miseria y su error.
-Om -repetía-. ¡Om!
Y de nuevo volvió a tener conciencia del Brahma, del carácter indestructible de la vida... que había llegado a olvidar. Pero ese momento tan sólo duró un segundo, como un rayo. Siddharta se desvaneció al pie del cocotero, quedó su cabeza junto a la raíz y durmió profundamente.
Su sueño era hondo y libre de pesadillas; hacia mucho tiempo que no conseguía dormir así. Cuando despertó, después de varias horas, le pareció que habían pasado diez años: escuchó el ruido del agua; no recordaba dónde se encontraba ni cómo había llegado hasta allí. Abrió los ojos y con asombro observó sobre su cabeza los árboles y el firmamento; lo pasado parecía estar cubierto por un velo inmensamente lejano e indiferente.
Sólo sabía que la vida abandonada había sido una encarnación pasada, anterior a su actual yo; comprendía que había conseguido apartarse de su anterior existencia, y se hallaba tan lleno de asco y de miseria que hasta había pretendido quitarse la vida; allí, junto a un río, bajo un cocotero, volvió en sí. Se había quedado dormido con la palabra sagrada Om, en los labios, y ahora se despertaba y contemplaba el mundo como un ser nuevo.
Con voz baja pronunció el vocablo, con el que se había quedado adormecido; le pareció que en todo su largo sueño no hizo otra cosa que hablar del Om, pensar en el Om, hundirse y penetrar en el Om, en lo indecible, en lo perfecto.
¡Qué sueño tan maravilloso! ¡Jamás le había refrescado tanto un sueño, y renovado y rejuvenecido! ¿Acaso estaba muerto realmente, o se había hundido y había vuelto a nacer con una nueva encarnación? Pero no, Siddharta se reconocía: sus manos y sus pies, el lugar donde se encontraba, el yo en su interior, el Siddharta caprichoso, raro; no obstante, Siddharta había cambiado, se había renovado, se encontraba descansado, despierto, alegre y curioso.
Siddharta se incorporó y vio frente a él a una persona: un forastero, un monje vestido con la túnica amarilla y la cabeza afeitada, en postura de meditación. Contempló al hombre, que no tenía cabello ni barba, y no tardó mucho en advertir que el monje era Govinda, el amigo de su juventud. Govinda, el que se había refugiado con el majestuoso.
También había envejecido Govinda, como él, pero su rostro aún mantenía los mismos rasgos, expresaba diligencia, lealtad, búsqueda y temor. Y cuando Govinda levantó la mirada al sentirse observado, Siddharta se dio cuenta inmediatamente de que su amigo no le reconocía. Govinda se alegró al verle despierto; evidentemente, hacía mucho tiempo que esperaba que despertase, aunque no le conocía.
-Me he dormido -manifestó Siddharta-. ¿Cómo has llegado hasta aquí?
-Sí, ya te he visto dormir -contestó Govinda-. Y no es muy recomendable hacerlo en estos sitios, pues a menudo hay serpientes, y además éste es el camino de los animales del bosque. Yo, señor, soy un discípulo del majestuoso buda, del Sakia Muni, pasaba por aquí, con otros de mis compañeros, cuando te vi dormir en lugar tan peligroso. Por ello intenté despertarte, señor, y al comprobar que tu sueño era muy profundo, me rezagué y me senté a un lado. Y mientras deseaba vigilar tu sueño, creo que yo también me he dormido. Mal cumplí mi servicio, pues el cansancio me venció. Pero ya que ahora estás despierto, dame licencia para reunirme con mis compañeros.
-Te agradezco mucho, samana, que vigilaras mi sueño -continuó Siddharta-. Los discípulos del majestuoso sois muy amables. Ahora ya puedes irte.
-Me marcho, con tu permiso. Que el Señor proteja tu salud.
-Gracias, samana.
Govinda hizo la señal del saludo y declaró:
-Adiós.
-Adiós, Govinda -contestó Siddharta.
El monje se detuvo.
-Permíteme, señor. ¿De dónde conoces mi nombre? Siddharta sonrió.
-Govinda, te conozco de la casa de tu padre y de la escuela de los brahmanes, de los sacrificios, de nuestro viaje con los samanas, y de aquella hora cuando tú, en el bosque de Jetavana, te refugiaste en el majestuoso.
-¡Eres Siddharta! -exclamó Govinda-. Ahora te reconozco, y no comprendo cómo antes no me he dado cuenta inmediatamente. Bien venido, Siddharta. Siento un gran gozo al volver a verte.
-También yo me alegro de verte otra vez. Has sido el vigilante de mi sueño: una vez más te doy las gracias, aunque no hubiera necesitado una custodia. ¿Adónde vas, amigo?
-No me dirijo a ninguna parte, en concreto. Los monjes siempre caminamos, mientras no es la estación de las lluvias; vamos siempre de un sitio a otro, vivimos según la regla, pregonamos la doctrina, recibimos limosnas y continuamos nuestro viaje. Siempre así. ¿Pero tú, Siddharta, adónde vas?
Contestó Siddharta
-Yo hago lo mismo que tú, amigo. No voy a ninguna parte. Sólo estoy en camino. Soy un peregrino.
Govinda replicó:
-Dices que eres un peregrino, y te creo. Pero, perdóname, Siddharta, no tienes aspecto de peregrino. Llevas el atuendo de un hombre rico, calzas zapatos de aristócrata, y tu cabello perfumado no es el de un samana.
-Muy bien, amigo, has observado con agudeza, no has perdido detalle. Pero yo no he dicho que sea un samana. Tan sólo dije: soy un peregrino. Y así es.
-Es posible -respondió Govinda-. Pero pocos peregrinan con esas ropas, con esos zapatos, con esos cabellos. Jamás he encontrado un peregrino así, en todos los años que camino. –Te creo, Govinda. Pero hoy has encontrado un peregrino con estos zapatos y así vestido. Acuérdate, amigo, que el mundo de las formas es pasajero, temporal, sobre todo con nuestros vestidos, nuestro cabello y todo nuestro cuerpo. Llevo el ropaje de un rico, te has fijado bien. Lo llevo porque he sido rico. Y llevo el pelo como la gente mundana y los libertinos, porque he sido también uno de
ellos.
-¿Y ahora, Siddharta? ¿Qué eres ahora?
-No lo sé. Lo ignoro tanto como tú. Estoy en camino. He sido un potentado, y ya no lo soy. Y no sé lo que seré mañana.
-Te has arruinado?
-He perdido las riquezas o ellas me arruinaron a mi. Digamos que se me han extraviado.
Govinda, la rueda de lo ingrato gira con extremada rapidez. ¿Dónde se halla el brahma Siddharta?
¿Dónde se encuentra el samana Siddharta? ¿Dónde quedó el rico Siddharta? Lo temporal cambia muy aprisa, Govinda. Tú bien lo sabes.
Govinda contempló durante largo tiempo al amigo de su juventud, y en sus ojos apareció una duda. Entonces le saludó como se saluda a los aristócratas, y se puso en marcha. Siddharta, con el rostro sonriente, le siguió con la mirada. ¡Todavía amaba a ese hombre fiel y temeroso! ¡Cómo habría sido posible no amar a nadie o a nada, después de un sueño tan maravilloso, tan lleno del Om! Precisamente el encantamiento estaba allí: en el sueño se le había preparado para amarlo todo; se encontraba lleno de amor hacia todo lo que contemplaba. Y justamente ésa fue su enfermedad anterior, según le parecía ahora: el no saber amar a nada ni a nadie.
Sonriente, continuaba observando Siddharta al monje que se alejaba. El sueño le había devuelto las fuerzas, pero le seguía molestando el hambre, ya que ahora hacía dos días que no comía y el tiempo en que solía ayunar se encontraba muy lejano. Con preocupación, pero feliz, recordó aquel pasado.
Fue entonces cuando recordó cómo había glorificado ante Kamala tres artes que antes había dominado perfectamente: ayunar, esperar, pensar. Esta había sido su fortuna, su poder y su fuerza.
Había aprendido esas artes en los años penosos y difíciles de su juventud, nada más. Y ahora le habían abandonado, ninguna de las tres artes le pertenecía ya: ni el ayunar, ni el esperar, ni el pensar. ¡Las había trocado por lo más miserable y más pasajero, por los deleites de los sentidos, el bienestar físico, las riquezas! Realmente le había sucedido algo extraño. Y ahora parecía que de nuevo se había convertido en un ser humano.
Siddharta reflexionó acerca de su situación. Le costó meditar; en el fondo no le apetecía, pero se obligó a sí mismo. Pensó:
«Ahora que por fin han sucumbido todas las cosas pasajeras, ahora que vuelvo a estar bajo el sol, como cuando fui un chiquillo, me doy cuenta de que no sé nada, de que no soy capaz de nada, de que no he aprendido nada. ¡Qué raro es todo esto! ¡Ahora voy a empezar de nuevo, como un niño, a pesar de que ya no soy joven y que mis cabellos empiezan a encanecer -sonrió otra vez-. Sí, tu destino será muy singular.»
Siddharta se perdía, pero ahora volvía a encontrarse en este mundo y se veía vacío, desnudo e ignorante. Y sin embargo, no podía sentir pena por lo sucedido. No. Al contrario, tenía deseos de reír, de burlarse de sí mismo, de chancearse de todo ese mundo tan necio y tan absurdo.
«¡Estás en decadencia!», se acusó a sí mismo., y seguidamente echóse a reír. Al pronunciar estas palabras, miró al río, que también se deslizaba por una pendiente, siempre hacia abajo, sin dejar de estar alegre y de canturrear. Eso gustó a Siddharta que sonrió amablemente al río. ¿No era el mismo río en el que había querido ahogarse, hacía ya tiempo, quizás unos cien años? ¿O tal vez lo soñó?
Siddharta continuó meditando: «Realmente mi vida ha seguido un curso muy espécial, dando muchos rodeos. De chiquillo sólo oía hablar de dioses y sacrificios. De mozo sólo me entretenía con ascetas, pensamientos, meditaciones, buscando a Brahma, venerando al eterno atman. Ya de joven seguía los ascetas, viví en el bosque, sufrí calor y frío, aprendí a pasar hambre, aprendí a apagar mi cuerpo. Entonces la doctrina del gran buda me pareció una maravilla; sentí circular en mi interior todo el sabor de la unidad del mundo, corno si se tratara de mi propia sangre. No obstante, tuve
que alejarme del mismo buda y del gran saber. Me fui y aprendí el arte del amor con Kamala, el comercio con Kamaswami; amontoné dinero, malgasté, aprendí a contentar a mi estómago, a lisonjear a mis sentidos. He necesitado muchos años para perder mi espíritu, para olvidarme del pensar y la unidad.
«¿No parece que he precisado dar grandes rodeos para convertirme paulatinamente en un hombre, para dejar de ser filósofo y vivir como una persona vulgar?» Y, a pesar de todo, ha sido un buen camino, no ha muerto completamente el pájaro que se alberga en mi interior. Pero, ¡qué camino es ése! He tenido que sobrevivir a tanta ignorancia, vicio, error, asco y desengaño, tan sólo para volver a ser un hombre que no piensa, como los niños, y así, poder empezar de nuevo. No obstante, todo ha ido bien, mi corazón se alegra, mis ojos ríen. He tenido que sufrir con desesperación, me he visto obligado a rebajarme hasta la idea más necia, la del suicidio, para poder recibir la gracia de sentir el Om, para volver a dormir bien y a despertarme mejor. Tuve que
convertirme en un ignorante para poder encontrar al atman en mi interior. He tenido que pecar para volver a resucitar.
«¿Hacia dónde me seguirá llevando este camino? Mi sendero sigue un itinerario absurdo, da rodeos, y quizá también vueltas. ¡Que siga por donde quiera! ¡YO lo seguiré!»
Sintió en su pecho una alegría maravillosa.
«¿De dónde sale esa alegría tan grande? -preguntó a su corazón-. ¿Acaso te viene de ese largo sueño, que tanto bien te hizo? ¿O proviene de la palabra Om, que pronuncié? ¿O acaso es porque he conseguido escapar, he logrado la fuga y por fin me encuentro otra vez libre, como un chiquillo bajo el cielo?
«¡Qué maravilla es poder huir, ser libre! ¡Qué aire más limpio y puro se respira aquí! ¡ Qué delicia aspirarlo! Allí, de donde escapé, todo olía a cremas, especias, vino, saciedad, ocio. ¡Cómo odiaba ese mundo de ricos, vividores y jugadores! ¡Cómo me aborrecía, me robaba, envenenaba, torturaba, envejecía y maldecía! ¡No, jamás creeré en mí, como antes, cuando me gustaba pensar que Siddharta era un sabio! Sin embargo, ahora sí que he obrado bien; ¡me gusta, puedo elogiar mi obra! ¡Ahora termina el odio contra mí mismo, contra esa vida necia y monótona! Te felicito, Siddharta, ya que después de tantos años de ocio has vuelto a tener una nueva idea, has obrado, has oído cantar al pájaro en tu pecho, ¡y le has seguido!»
De esta forma se elogió y se sintió satisfecho de sí mismo, a la vez que oía los rugidos del hambre en su estómago. Un retazo de pena, un mendrugo de miseria: eso era lo que ahora percibía; en los últimos días había apurado hasta el máximo y luego lo escupió todo; se sació hasta la desesperación y la muerte. Así era mejor. Hubiera podido quedarse mucho más tiempo con Kamaswami, ganar dinero, malgastarlo, hinchar su barriga y dejar que su alma muriese de sed; habría podido vivir todavía mucho tiempo en aquel infierno suave y bien acolchado, si no le hubiera llegado el momento del desconsuelo total, de la desesperación. Fue aquel instante, cuando se balanceaba por encima de la corriente del agua, dispuesto a destruirse. Había sentido esa desesperación, esa profunda repugnancia, pero no se dejó vencer; el pájaro, la fuente y la voz de su interior continuaban con vida. Esa era su alegría, su risa; por eso brillaba su rostro bajo las canas.
«Es bueno -pensó- probar personalmente todo lo que hace falta aprender. Desde niño, desde mucho tiempo, sabía que los placeres mundanos y las riquezas no acarrean ningún bien; pero ahora lo he vivido. Y ahora lo sé, no sólo porque me lo enseñaron, sino porque lo han visto mis ojos, mi corazón, mi estómago. ¡Qué bello es saberlo!»
Mucho tiempo permaneció meditando acerca del cambio que se había producido en su ser. Escuchó al pájaro que trinaba alegre. ¿No había muerto el pájaro en su interior, no había sufrido su muerte? No; en Siddharta había muerto algo muy distinto, que desde hacía tiempo deseaba sucumbir. ¿No era lo mismo que en sus ardientes años de asceta había querido apagar? ¿No era su yo, el yo pequeño, temeroso, orgulloso, con que había luchado durante tantos días, el que siempre le vencía, el que después de cada penitencia, volvía a surgir, y le quitaba la alegría, y le daba temor? ¿Acaso no era eso lo que por fin hoy había encontrado la muerte, allí en el bosque, junto a ese río idílico? ¿No era esa muerte por lo que Siddharta había vuelto a ser un niño, y sintió confianza, alegría y temeridad?
Ahora también comprendió por qué había luchado inútilmente contra ese yo, mientras era brahmán o asceta. ¡Se lo había impedido el exceso de sabiduría, de versos sagrados, de reglas para sacrificios, de mortificaciones, la excesiva ambición! Con arrogancia, siempre había sido el primero, el más inteligente, el más sabio, el más diligente; siempre se encontraba un paso más delante de los demás compañeros, sabios, sacerdotes o eruditos. Su yo se había escondido en ese sacerdocio,
en aquella erudición e intelectualidad; estaba allí y crecía, mientras Siddharta creía apagarlo con ayunos y penitencias. Ahora se daba cuenta y observaba que la voz secreta tenía razón: ningún profesor se lo hubiera podido reprimir jamas.
Por ello tuvo que lanzarse al mundo, perderse entre los placeres y el poder, la mujer y el dinero; se había tenido que convertir en comerciante, jugador, bebedor, glotón, hasta que el brahmán y el samana de su interior se murieran. Por tal causa había tenido que soportar esos años monstruosos, ese hastío, vacío y absurdo de una vida monótona y perdida, hasta que por fin, como una desesperacion, el vividor y el Siddharta ávido habían llegado a sucumbir. Muerto, un nuevo Siddharta había resucitado. También este se volvería viejo, también tendría que morir algún día; Siddharta era transitorio, como pasajera es toda formación. Pero hoy se hallaba en plena forma, joven como un chiquillo, un nuevo Siddharta. Estaba lleno de alegría. Meditaba todas estas ideas, escuchaba sonriente su estómago y agradecía el zumbido de una abeja. Miraba con alegría la corriente del río: jamás un agua le había gustado tanto, jamás había percibido la voz y el ejemplo de la corriente con tanta fuerza. Le parecía que ese río poseía algo especial, algo que aún desconocía, pero que le esperaba. En ese río se había querido ahogar Siddharta, y en él había sucumbido el Siddharta viejo, cansado, desesperado. Sin embargo, el nuevo Siddharta sentía por esa corriente un profundo amor que le obligaba a no abandonarla con prisas.
EL BARQUERO
«Junto a este río deseo quedarme -pensó Siddharta-. Es el mismo por el que un amable barquero me condujo al camino de los humanos, de los niños. Me dirigiré a su vivienda. Desde su choza me encaminó entonces hacia una nueva vida, que ahora ya está vieja y muerta. ¡Que mi nuevo camino también empiece desde allí.»
Observaba la corriente con cariño, su verde transparencia, sus ondas cristalinas, con dibujos llenos de misterio. Contempló las perlas claras que subían desde el fondo, las burbujas que flotaban en la superficie, el espejo del azul del cielo. El río también le miraba con sus mil ojos, verdes, blancos, ambarinos, celestes. ¡Cuánto amaba aquella corriente! ¡Cuántas cosas le agradecía! Desde el interior de su corazón escuchaba la voz que despertaba de nuevo y le decía:
«Ama a este río! ¡Quédate con él! ¡Aprende de él!»
¡ Oh, sí! Siddharta quería aprender del río, deseaba escucharlo. Le parecía que el que comprendiera a esta corriente y sus secretos, también entendería muchas otras cosas, muchos secretos, todos los misterios. Hoy únicamente podía conocer un secreto del río: el que se apoderó de su alma. Se daba cuenta de que el agua corría y corría, siempre se deslizaba y, sin embargo, siempre se encontraba allí, en todo momento. ¡Y no obstante, siempre era agua nueva! ¿Quién podía comprenderlo? Siddharta, no; tan sólo tenía una vislumbre, escuchaba un recuerdo lejano, unas voces divinas.
Siddharta se levantó. El rugido del hambre en el estómago se hacía insoportable. Mientras sufría, continuó su camino a lo largo de la ribera, contra la corriente, escuchando el rumor y los alaridos de su estómago. Cuando llegó a la lancha de cruce, la halló dispuesta para la salida.
A su lado estaba el mismo barquero que había conducido al joven samana. Siddharta le reconoció al momento; también el barquero había envejecido mucho.
-¿Quieres pasarme? -preguntó.
El barquero se sorprendió al ver a un hombre tan distinguido viajar solo y a pie. Le acogió en su barca y abandonó la orilla.
-Has elegido una vida muy bella -declaró el viajero-. Debe de ser muy hermoso vivir junto a estas aguas y deslizarse por su superficie.
El remero se balanceó sonriente y repuso:
-Es hermoso, señor, como tú dices, ¿pero acaso no es bella la vida toda y todos los trabajos?
-Quizá. Pero yo envidio el tuyo.
-¡Oh! Pronto te cansarías. Esto no es para gentes elegantes.
Siddharta sonrió.
-Ya me miraste una vez por mis ropajes y además, con desconfianza. ¿No te gustaría aceptarlos, barquero, puesto que a mí me molestan? Debes saber que no tengo con qué pagarte.
-El señor bromea -dijo el barquero, festivo.
-No bromeo, amigo. Mira, ya una vez crucé en tu barca por el río, gracias a tu bondad. Hazlo también hoy y acepta mis vestidos como pago.
-¿Y el señor piensa seguir su viaje sin vestidos?
-Lo que me gustaría es no proseguir el viaje. Lo que más me apetecería, barquero, es que me dieras un delantal, y así podría quedarme como ayudante tuyo, o mejor, como tu aprendiz, pues primero debo aprender a llevar la barca.
Durante largo tiempo el barquero observó al forastero, como si buscara algo.
-Ahora te reconozco -manifestó por fin-. En otra ocasión dormiste en mi choza, hace mucho tiempo, quizá más de veinte años. Yo te llevé al otro lado del río y nos despedimos como buenos amigos. ¿No fuiste un samana? De tu nombre no me acuerdo.
-Me llamo Siddharta, y era un samana cuando me viste por última vez.
-Bien venido seas, Siddharta. Yo me llamo Vasudeva. Espero que también hoy seas mi invitado, que duermas en mi choza y me cuentes de dónde vienes y por qué te molestan tus elegantes ropas.
Habían alcanzado el centro del río y Vasudeva tuvo que remar con más fuerza para ir contra la corriente. Su trabajo era tranquilo, y él bogaba con su mirada fija en la proa de la barca, con sus brazos curtidos. Siddharta se hallaba sentado y le observaba; recordó entonces que ya en aquel su último día de samana, habíase despertado en su corazón el amor hacia aquel hombre. Agradecido aceptó la invitación de Vasudeva. Cuando llegaron a la orilla le ayudó a atar la barca en los postes; después el barquero le invitó a entrar en la cabaña y le ofreció pan y agua. Siddharta lo comió con gusto, como también los frutos del mango, que le ofreció el barquero. Ya cerca del atardecer se sentaron los dos en un tronco de la orilla y Siddharta contó al barquero su origen y su vida, tal y como la había visto hoy en aquella hora de desesperación. El relato duró hasta altas horas de la noche.
Vasudeva escuchó con suma atención. Lo comprendió todo, el origen, la niñez, todo el aprendizaje, la búsqueda, la alegría y la miseria. Entre las muchas virtudes del barquero, destacaba la de saber escuchar como pocas personas. Sin decir palabras, Siddharta notó que Vasudeva asimilaba todas sus explicaciones, sosegado, abierto, esperando sin perder una sola palabra, sin impaciencias, sin críticas ni elogios: únicamente escuchaba. Siddharta sintió la felicidad de confesarse a tal oyente, de hundir en su corazón su propia vida, la propia búsqueda, el propio sufrimiento.
Al finalizar el relato, sin embargo, cuando habló del árbol junto al río y de su profundo desfallecimiento, del sagrado Om y de cómo después del sueño se había sentido mucho mejor, el barquero escuchó con doble atención, totalmente entregado, con los ojos cerrados. No obstante, Siddharta enmudeció, transcurrió un largo silencio hasta que Vasudeva empezó a decir:
-Es lo que yo me imaginaba. El río te ha hablado. También es amigo tuyo, también él te habla. Esa es una buena señal, muy buena. Quédate conmigo, Siddharta, amigo. Tenía una esposa, su cama está junto a la mía; pero ha muerto ya hace mucho tiempo, y vivo solo. Convive conmigo: hay sitio y comida para ambos.
-Te lo agradezco -declaró Siddharta-. Te lo agradezco y acepto. Y también te doy las gracias por haberme escuchado tan bien. Hay pocas personas que sepan escuchar, y no encontré a nadie que lo hiciera como tú. También quiero aprender esto de ti.
-Lo aprenderás -contestó Vasudeva-, pero no de mí. Yo lo aprendí del río, a ti también te lo enseñará. El río lo sabe todo y todo se puede aprender de él. Mira, ya te has enterado por el agua de que es necesario dirigirse hacia abajo, descender, buscar la profundidad. El rico y distinguido Siddharta se convierte en remero; el sabio brahmán Siddharta se convierte en barquero; también eso te lo ha enseñado el río. Progresarás asimismo con el resto. Después de una larga pausa, preguntó Siddharta:
-¿Qué resto, Vasudeva?
-Se ha hecho tarde -contestó-. Vayamos a dormir. No te puedo decir yo el «resto», amigo. Ya lo sabrás, quizá ya los has estudiado. Mira, yo no soy un sabio, y no sé hablar y tampoco pensar. Sólo sé escuchar y ser piadoso: no he aprendido otra cosa. Si lo supiera decir y enseñar, quizá fuera un sabio; así, sin embargo, sólo soy un barquero y mi deber es cruzar a la gente por este río. He cruzado a muchos, a miles, y para todos ellos mi río sólo ha sido un obstáculo en sus itinerarios. Viajaban por dinero y negocios, iban a bodas y romerías; el río se interponía en su camino y el barquero estaba allí para pasarlos rápidamente sobre ese obstáculo. Pero para algunos entre miles, para muy pocos, el río dejaba de ser un obstáculo; ellos han oído su voz, la han escuchado, y el río se ha convertido para ellos en algo sagrado, igual que para mí. Y ahora vámonos a descansar, Siddharta.
Siddharta se quedó con el barquero y aprendió a manejar la barca; y si no tenía trabajo con la barca, ayudaba a Vasudeva en el campo de arroz, recogía la madera, cosechaba los frutos del bananero. Aprendió a construir un remo, y a reparar la embarcación, y a trenzar cestos. Estaba alegre por todo lo que aprendía y los días y los meses pasaban con rapidez. Pero, más de lo que podía enseñarle Vasudeva, le instruía el río. De él aprendía continuamente. Sobre todo le enseñó a escuchar, a atender con el corazón tranquilo, con el alma serena y abierta, sin pasión, sin deseo, sin juicio ni opinión.
Le gustaba vivir al lado de Vasudeva, y a veces cambiaba unas palabras, pocas, pero bien pensadas. Vasudeva no era amigo de palabras: pocas veces lograba hacerle hablar.
-¿También has aprendido tú -le preguntó una vez-, has aprendido del río el secreto de que no existe el tiempo?
El rostro de Vasudeva se iluminó con una radiante sonrisa.
-Sí, Siddharta -contestó-. ¿Quieres decir esto: que el río está en todas partes a la vez? ¿ En su fuente y en la desembocadura, en la cascada, en la balsa, en la catarata, en el mar, en la montaña, en todas partes a la vez? ¿Y que para él sólo existe el presente y desconoce la sombra del futuro?
-Eso es -repuso Siddharta-. Y cuando lo conocí, descubrí mi vida, que también era un niño, y el niño Siddharta, el hombre Siddharta, el viejo Siddharta sólo estaban separados por sombras, por nada real. Y tampoco los nacimientos anteriores de Siddharta eran pasado, ni su muerte y su renacimiento al Brahma han sido futuro. Nada fue, ni será; todo es, todo tiene esencia y presente.
Siddharta hablaba encantado: la inspiración le había producido una profunda felicidad. Mas, ¿no era tiempo todo el sufrimiento? ¿No era todo él temor y tortura, el tiempo? ¿No se superaba y alejaba todo lo difícil y hostil en el mundo, si se superaba el tiempo, si se lo anulaba? Había hablado gozoso. Pero Vasudeva le sonrió con el rostro iluminado e hizo un gesto de afirmación. En silencio pasó su mano por el hombro de Siddharta y regresó a su trabajo. Y otra vez, cuando en la estación de las lluvias el río crecía y el rugido aumentaba poderoso, manifestó Siddharta:
-¿Verdad, amigo, que el río tiene muchas, muchísimas, voces? ¿No posee la voz de un rey y de un guerrero, la de un toro y la de un pájaro nocturno, la de una pantera y la de un hombre que suspira, y otras voces más?
-Así es -declaró Vasudeva-. Todas las voces de la creación están en el río.
~Y puedes descifrar lo que dicen -continuó Siddharta- cuando oyes sus diez mil tonos a la vez?
El rostro de Vasudeva sonreía feliz, se inclinó hacia Siddharta y le dijo al oído lo que el sagrado Om le había comunicado: lo mismo que antes había dicho a Siddharta. La sonrisa de Siddharta se parecía cada vez más a la del barquero; era casi igual de brillante, expresaba casi la misma felicidad, brillaba igual en sus mil pequeñas arrugas; era equivalente en inocencia y en madurez.
Muchos de los viajeros, al ver a los dos barqueros, los tenían por hermanos. A menudo se sentaban por la noche en el tronco, junto a la orilla; en silencio escuchaban el susurro del agua, que para ellos ya no era la corriente, sino la voz de la vida, de la existencia, de lo que siempre será. Y a veces ocurría que al escuchar ambos al río, pensaban en las mismas cosas, en una conversación de anteayer, en un viajero cuya cara y destino les interesaba, en la muerte, en su niñez; y los dos, en el mismo instante que habían escuchado del río algo bueno, se miraban mutuamente, pensando
ambos exactamente igual, se sentían felices ante la misma contestación por idéntica pregunta.
Algunos de los viajeros percibían que de la barca y de los barqueros emanaba algo especial. A veces ocurría que un viajero, después de haber observado la cara de los barqueros, empezaba a narrar su vida, sus pesares, confesaba sus pecados y terminaba pidiendo consuelo y consejo. En otras ocasiones, les pedían permiso para quedarse una noche con ellos y así poder escuchar la voz del río. También sucedía que llegaban curiosos a los que les habían contado que en ese lugar vivían dos sabios, o magos, o santos. Los curiosos preguntaban entonces, pero no recibían ninguna
contestación; y tampoco encontraban que fueran magos ni sabios, y sólo hallaban a dos ancianos amables, que parecían mudos, extraños y seniles. Los curiosos se reían y comentaban entre sí la buena fe y la necedad de la plebe, que propagaba rumores sin fundamento.
Los años pasaban y nadie se entretenía en contarlos. Un día llegaron unos monjes, discípulos de Gotama, del buda, y pidieron que les cruzaran a la otra orilla del río; los barqueros se enteraron por ellos que les había llegado la noticia de que el majestuoso estaba enfermo de gravedad y pronto moriría su última muerte humana, para entrar en la redención.
No pasó mucho tiempo, y llegó un nuevo grupo de monjes hasta la barca, y otro, y monjes y viajeros no hablaban de otra cosa sino de Gotama y su próxima muerte. De todas partes llegaba la gente atraída como por arte de magia, para presenciar la muerte del gran buda, como si se tratara de ir a una campaña o a la coronación de un rey; todos dirigían sus pasos hacia el lugar en donde debería suceder algo prodigioso, donde el más perfecto de ese tiempo debía entrar en la gloria.
Durante esos días, Siddharta pensaba frecuentemente en el moribundo, en el gran profesor cuya voz había avisado a los pueblos, había despertado a millares de gentes; en ese tono que también escuchó Siddharta, igual que contempló su sagrado rostro. Pensaba en él como en un viejo amigo, veía el camino de perfección ante sus ojos, y sonriendo recordaba las palabras que de joven había dirigido al majestuoso. Ahora le parecían términos orgullosos e impertinentes: los recordaba sonriente. Hacía ya mucho que no se sentía separado de Gotama, cuya doctrina no había querido aceptar. No, el que realmente quiere encontrar, y por ello busca, no puede aceptar ninguna doctrina. Pero el que ha encontrado, ya puede aceptar cualquier doctrina, cualquier camino u objetivo; a éste ya no le separa nada de los miles restantes que viven en lo eterno, que respiran lo divino.
Uno de esos días, cuando tantos peregrinaban hacia el buda moribundo, también lo hizo Kamala, que en otros tiempos fue la más bella cortesana. Hacía ya tiempo que se había retirado de su vida anterior; había regalado su jardín a los monjes de Gotania, se había refugiado en su doctrina y pertenecía al número de las amigas y bienhechoras de los peregrinos. Junto con el pequeño Siddharta, su hijo, se había puesto en camino al recibir la noticia de la próxima muerte de Gotama. Iba a pie y vestida con sencillez. Con su chiquillo andaba por la orilla del río; pero el niño se cansó pronto, quería regresar, descansar, comer. Estaba impaciente y lloriqueaba. Kamala tuvo que detenerse varias veces, el pequeño se hallaba acostumbrado a imponer su voluntad, y Kamala debía darle comida y consuelo. El niño no comprendía por qué tenía que hacer aquella penosa y triste peregrinación con su madre, hacia un lugar desconocido, hacia un hombre extraño, pero que era un santo y se estaba muriendo. ¿Qué le importaba al chiquillo que se muriera?
Los peregrinos no se hallaban lejos de la barca de Vasudeva cuando el pequeño Siddharta obligó a descansar otra vez a su madre. También Kamala se encontraba fatigada, y mientras el muchacho se comía un plátano, sentóse ella en el suelo, cerró un poco los ojos y se dispuso a descansar. Pero de improviso, Kamala lanzó un grito de dolor; el muchacho la miró asustado y vio cómo las mejillas de su madre estaban pálidas de horror. Debajo de su vestido asomó una pequeña serpiente negra, que acababa de morder a Kamala.
Los dos juntos echaron a correr en busca de otros seres humanos, y pronto llegaron cerca de la barca. Allí se desplomó Kamala, pues no pudo continuar en pie. El niño abrazó y besó a su madre mientras no cesaba de gritar; también Kamala pidió socorro hasta que sus gritos llegaron a oídos de Vasudeva, que se encontraba junto a la barca. Se les acercó rápidamente, cogió a la mujer entre sus brazos y la llevó a la barca, mientras el pequeño corría a su lado. Pronto llegaron a la choza donde se encontraba Siddharta encendiendo el fuego de la cocina.
Levantó la vista y lo primero que vio fue al niño, que le recordaba de una manera extraña cosas pasadas. Seguidamente contempló a Kamala, a la que reconoció inmediatamente, a pesar de encontrarse desmayada en brazos del barquero. Ahora comprendió también que el rostro del pequeño le llamó la atención porque era su propio hijo, y el corazón le saltó dentro del pecho.
Lavaron la herida de Kamala, pero ya estaba negra, el vientre de la mujer se había hinchado. Le dieron a beber una tisana. Poco a poco Kamala volvió en sí; yacía en el lecho de Siddharta, en la choza. Inclinado a su lado se encontraba Siddharta, el que en otros tiempos la había amado tanto.
Le parecía un sueño. Sonriente miró el rostro de su amigo; únicamente percatóse de su situación poco después. Recordó la mordedura... y llamó temerosa al pequeño.
-No te preocupes, está aquí -declaró Siddharta. Kamala le miró a los ojos. Empezó a hablar con lengua pesada, debido a la paralización del veneno.
-Te has vuelto viejo, querido -dijo-. Tus cabellos ya son grises. Pero aún pareces el joven samana que se acercó a mi jardín sin vestido y con los pies polvorientos. Te asemejas más a él ahora que cuando nos abandonaste a Kamaswami y a mí. Sobre todo en los ojos, Siddharta. Sí, yo también me he vuelto vieja... ¿Me has reconocido? Siddharta sonrío.
-Al momento, Kamala querida.
Kamala señaló a su hijo y continuó:
-¿Y a él? Es tu hijo.
Siddharta desvió la mirada y cerró los ojos.
El pequeño echóse a llorar. Siddharta lo sentó en sus rodillas y le dejó que llorase. Acarició sus cabellos y al contemplar el rostro infantil, se acordó de una oración de los brahmanes que había aprendido siendo niño. Empezó a pronunciarla lentamente, como un cántico; el pasado y la niñez le dictaban los versos. Y con ese canto monótono el niño se tranquilizó. De vez en cuando todavía lloriqueaba, pero por fin se durmió.
Siddharta lo depositó en la cama de Vasudeva. El barquero se hallaba en la cocina y preparaba un poco de arroz. Siddharta le miró y Vasudeva contestó con una leve sonrisa.
-Morirá -balbuceó Siddharta, en voz baja.
Vasudeva afirmó con la cabeza. Su amable rostro se hallaba iluminado por el fuego de la cocina. Kamala volvió en sí otra vez. El dolor le contraía el semblante, los ojos de Siddharta notaban el sufrimiento en su boca y en sus pálidas mejillas. Lo leía en silencio, con atención, esperando, entregado al sufrimiento. Kamala se percató y buscó su mirada.
Luego manifestó:
-Ahora me doy cuenta de que tus ojos también han cambiado. ¿En qué conozco que tú eres Siddharta? Lo eres y no lo eres.
Siddharta no habló. En silencio fijó sus ojos en los de Kamala.
-¿Lo has conseguido? -preguntó Kamala-. ¿Has encontrado la paz?
Siddharta sonrió y colocó su mano sobre la de Kamala.
-Ya me doy cuenta -continuó Kamala-. Ya lo veo. Yo también encontraré la paz.
-La has hallado -repuso Siddharta, en un susurro.
Kamala continuaba con la mirada fija en los ojos de Siddharta. Pensó que había querido peregrinar hacia Gotama para ver el rostro de una persona perfecta, para respirar la paz, y en vez de Gotama se había encontrado con Siddharta. Pero todo había salido bien, como si hubiera visto al perfecto e iluminado. Quiso decírselo a Siddharta, pero la lengua ya no le obedecía. Continuó Siddharta mirándola en silencio, y notó cómo la vida se apagaba en sus ojos. Cuando el último dolor estremeció sus ojos y los veló al contraerse sus miembros por última vez, Siddharta le cerró los párpados con los dedos.
Durante mucho tiempo permaneció sentado mirando la cara de Kamala. Contempló su boca, cansada y vieja, con sus labios delgados, y se acordó de que en la primavera de su vida la había comparado con un higo recién abierto. Durante mucho tiempo leyó en el rostro pálido las arrugas del cansancio, se llenó de esa imagen y vio entonces su propia cara, igual de blanca y de marchita; a la vez pudo observar los dos rostros jóvenes, de labios rojos, de ojos ardientes..., y la sensación de presente y simultaneidad le llenó totalmente, con un sentimiento de eternidad.
En ese momento sentía más profundamente que nunca el carácter indestructible de toda la vida, de la eternidad de cada instante. Cuando se levantó, Vasudeva había preparado un poco de arroz. Pero Siddharta no comió. Prepararon un lecho en el establo, donde se hallaba la cabra, y Vasudeva se marchó a dormir.
Siddharta, en cambio, salió y pasó toda la noche delante de la cabaña, escuchando al río que bañaba el pasado, rodeado a la vez de todos los tiempos de su vida. De vez en cuando, se acercaba a la puerta de la cabaña para saber si dormía el niño.
Muy pronto, de madrugada, aun antes de salir el sol, salió Vasudeva de la cuadra y se acercó a su amigo.
-No has dormido -le dijo.
-No, Vasudeva. He permanecido aquí y he escuchado la voz del río. Me ha dicho muchas cosas, me ha llenado profundamente con la idea de la unidad.
-Has sufrido, Siddharta, pero veo que la tristeza no ha entrado en tu corazón.
-No, amigo. ¿Cómo podría estar triste? Yo, que he sido rico y feliz, ahora lo soy todavía más. Me han regalado a mi hijo.
-Bien venido sea tu hijo. Pero ahora, Siddharta, empecemos a trabajar, pues hay mucho por hacer. Kamala ha muerto en el lecho en que murió mi esposa. También haremos fuego en la misma colina en que encendí la hoguera para mi mujer.
Y mientras el niño seguía dormido, levantaron la pira.
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