Crónica

| 07 octubre 2009 | 4 Opiniones |
Siempre algo tiene que salir mal.

Siempre he odiado los antros, por toda la mamonería que se ve ahí, desde los gatos que se dedican a elegir quién entra y quien no, sólo por sus huevos. Además de la gente mamonsísima que va queriendo demostrar 'poder' por su 'posición económica' que si llegué en Mercedes Benz, que si soy un hijo de papi conocido, que si tengo influencias, etc. Son lugares que sirven para alzarles el ego a estos pobres tipos, creyendo que con dinero son superiores a los demás.

Desafortunadamente, el evento de ayer se realizó en un antro al norte de la Cuidad, llamado Club 400, que dicho en palabras de sus 'mercadologos' o quizás del porpio Erik Martell [hasta el nombre de mamón tiene] es:
UN CONCEPTO NUEVO, GENERADO POR LA NECESIDAD DE TENER UN LUGAR DONDE ENCONTRARTE CON TUS AMIGOS, Y LAS PERSONAS A QUIEN TU CONOCES, EN UN AMBIENTE LLENO DE DISEÑO Y HIGH GLAMOUR.
Suponiendose que el evento era gratuito y con lugar para sólo 500 personas, se imaginaría uno que, no tendrían por qué ponerse a elegir quién entra o quien no y darle preferencia a los que teníamos pases para el evento. Pero no fue así, una vez más, este tipo de sitios dan gala de su prepotencia, elitismo y pésima organización.

Llegamos mi hermana y yo al lugar, y trayecto a la larga fila que vimos al pasar, nos encontramos a una amiga mía, y pues obvio, si vemos fila pues nos formamos cosa que NO TODOS hacían, pues veíamos como llegaba gente y era poca la gente que tomaba su lugar en la fila, los 'influyentes' se iban directo a la puerta para hacer bola y hacerse notar. La fila obviamente tardaba años en avanzar, supuestamente, las puertas las abrirían a las 9.30, cosa que al parecer no sucedió.

Tras varias horas de ver como los mamoncitos [que a leguas se notaba NO eran fans de Natalia] entraban, y hacían uso de sus influencias para meter a sus amigos [que tampoco eran fans] y los que tenemos el gusto por la música de Natalia nos quedabamos afuera, a pesar de tener nuestros pases.

Argumentos estúpidos de los pendejos cadeneros como 'ya no hay espacio' para que, acto seguido entraran 4 zorras, porque eso son [digo, sabemos que son mujeres que buscan a chavos de lana para tener acceso a sus caprichos]. Y así, como un cuento del nunca acabar.

Formas de entrar había muchas, desde decir 'yo ya estaba adentro, pero tuve que salir, preguntale a Martell', que horas después de estar 'chillando' [confesó no ser fan] se le hizo y pudo entrar. Luego hubo alguien que llegó diciendo que era periodista/fotografa, le pidieron su credencial del medio para el que 'trabaja' y casualmente no la tenía... pero la dejaron entrar, sólo porque le vieron la cámara. Un güey que parecía pariente del Oso Balú llegó alegando que era parte del equipo de sonido de Natalia, después dijo que era músico [cosa rara, los músicos de ella son delgados y esa noche no traía músicos], cosa que tampoco pudo comprobar y se fue.

Total, vimos como los posers poco a poco iban entrando y saliendo [si eres fan, no te sales en pleno concierto] Salian cinco babosas, y otras chavas que estaban afuera decian, 'somos tres, dejanos entrar' y la misma respuesta -no tenemos acceso ahorita-, las suertudas eran las influyentes no fans, que llegaban cuando si había acceso aparentemente.

En una de esas, cuando el 'concierto' llevaba 2 canciones 'Cursis Melodías' y 'Ella es Bonita' salen otras tres posers, y yo digo:

- Sale poser 1...
- ...sale poser número 2...
- ...y poser número 3.
Y el cadenero dice:
- Pásenle Uds. dos [mi hermana y yo]

¡Nos hizo justicia la revolución!

Entramos y ahí estaba ella, taaaaaaaaaaaaaan linda, estabamos lejísimos, pero la alcanzaba a ver, me puse a grabar la canción 'No Viniste', cuando terminó mi hermana me dice -¿Nos pasamos para allá adelante?- a lo cual le respondí que intenatara si podía pasar. Y sí, pudimos pasar, estuvimos en segunda fila y yo estaba apendejadísimo, simpre se me ha hecho bonita, pero tenerla a unos tres o cuatro metros de distancia me dejo ver que es muchísimo más bonita en persona... aaaww

Mientras se preparaba para comenzar su siguiente canción, una nueva versión diferente de 'Casa', escuché a un pendejo poser, 'ella está de huevita'. Tan fácil como salirse. En este momento no recuerdo que otros comentarios escuché, pero se notaba que más del 80% de los que estaban ahí, eran gente que no tenían el más mínimo conocimiento de la música de Natalia, no la aprecian, mientras el resto estabamos ahí para escucharla/verla/disfrutarla, y tantos que quedaron afuera u otros que ante la desesperación de la espera, se fueron.

Después cantó 'Un Pato' y 'Azul', con la cual cerró el 'concierto', como lo vendieron en todos lados, a esos miniconciertos se les llama showcase, que consiste en tocar pocas canciones para promocionar un álbum. O sea, hasta mal informaron a todo mundo con lo del mentado 'concierto'. Total, que Natalia se fue con una mala impresión, pero agradecida con los que fuimos para estar con ella:


En fin, todo esto pasa por creer en la peor estación pop del Estado, Magia 101.7, y en antros de fresas y sus eventos gratuitos e improvisados, porque esta fecha no aparece ni en la página oficial ni el MySpace de Natalia.

Cheers!

Octubre seis...

| 06 octubre 2009 | 3 Opiniones |
No hay post, vaya novedad. Quizás mañana si encuentren algo publicado por acá, quizás se trate de, no sé, cualquier cosa que me pase, sólo espero que no sea algo malo, como en el post anterior, ni nada por el estilo. Quizás les traiga una apasionante reseña de algún evento al que asista hoy, quizás sea sobre un evento de Natalia Lafourcade, así que, para los que no les guste, no esperen encontrar algo de su interés por acá mañana.. jiji [si es que alguna vez lo han encontrado].

Algo raro me pasa, ahora les explico el por qué. Cada que pienso/leo/hablo sobre Natalia me pregunto el por qué carambas siento tanta atracción por su música y por ella [cosa que, obviamente, no me desagrada para nada, al contrario, me gusta], es algo que no puedo describir, simplemente sé que me encanta y que me puede tener embobado una fotografía/canción suya por un buen momento. Quizás sea su imagen/música lúdica, es atrayente para mi. Además de mi sabida atracción por mujeres que hacen música [aclarando, no todas], factor que creo sin duda alguna, es determinante. [Ejemplos: 1, 2 y 3]

Hoy puedo decir, sin temor de sentir vergüenza, que es de esos días en que mi lado fanático sale, pero no al grado de gritar como histérico durante el evento, o como para hacer carteles que digan, 'Natalia, te amooo' o 'Natalia, te hago un hijo' jiji. Pero sí sé que lograré disfrutar mucho cada momento, como a la mayoría de los eventos musicales que he asistido.


<3

Cheers!

P.S. Otro post que fue posible, a pesar de que no había idea de realizarlo... al menos como resultó finalmente, lo cual me lleva a la conclusión de que, el chiste es empezar a escribir y dejarse llevar.

¡Hasta la madre!

| 05 octubre 2009 | 3 Opiniones |
Ya no sé qué hacer, ni qué pensar. No sé a quién he tratado mal o a quién le debo algo, según yo me la llevo tranquilo con todo mundo, así que no creo que sean actos de venganza. Yo diría más bien que son actos de vandalismo, de gente sin ocupación, escoria, lastre de una sociedad cada vez más ajena e indiferente al acontecer diario, a un valemadrismo contagiado desde los niveles altos, llamense gobernadores, alcandes, etc. Ese valemadrismo que, al ver que la gente encargada de la seguridad de una Cuidad no hace LO QUE DEBE HACER, orilla a la sociedad a no denunciar los actos que nos perjudican.

Esa impotencia de ver que las cosas pasan, que los delincuentes ganan día tras día más terreno, que empezar con un pequeño delito a la larga es como una bola de nieve, que crece y crece conforme avanza, y se hace muy poco por frenarla, o si se puede, se hacen hacia un lado, es más fácil. Escucharemos mentiras, disfrazadas de promesas para obtener el voto popular, 'habrá más seguridad', 'más empleos', etc., etc. Palabras que se dejan al olvido cuando saben que su puesto lo tienen asegurado. Mientras, es uno el 'encargado' de 'mantener' a los ociosos, llamese políticos o delincuentes, que pa'l caso es lo mismo.

Sean tricolor, azul, amarillo, rojo, siempre son la misma mierda, ¿por qué uno deja de votar?, porque uno deja de creer en sus mentiras, deja de creer en esas sonrisas falsas de los espectaculares de cada tres o seis años. Pero siempre, el que esté en el 'poder', será el más malo, peor que el anterior; cuando en realidad no es más que lo mismo, cojean del mismo pie, su objetivo será siempre el mismo: obtener el beneficio propio. ¿ Y la sociedad?, que se joda, que le hagan como puedan, que se las arreglen solos, al fin y al cabo, parece que siempre ha venido siendo así.

Sabemos que, mientras no tengamos palancas, influencias, seamos compadres de algún diputado, o algún politiquillo de tercera como los que abundan en el País, nuestras peticiones, necesidades primarias, jamás serán escuchadas, a menos de que tengamos mucha suerte y nos encontremos con un alma caritativa, ¿entonces por qué ir a levantar una demanda?. Si hablaramos con una pared tendríamos mejor respuesta, aunque fuera un eco.

Aquí no hay delitos pequeños o grandes, un delito es un delito y se acabó, no tienen medida, claro que no todos pueden ser castigados, si es que se castigan, con la misma severidad. Hoy, otro Lunes que cambia en un momento, descubro que mi carro tiene el cristal estrellado, quizás no sea tan grande o espectacular, eso NO IMPORTA, ya lo dije, EL HECHO es lo que más molesta, también creo que trataron quitar un espejo lateral, pues parte de la base está rota. Ahorita es esto, después... ¿qué será?





Cheers!

El Fantasma de Canterville

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I

Cuando mister Hiram B. Otis , el ministro de América, compró Canterville-Chase, todo el mundo le dijo que cometía una gran necedad, porque la finca estaba embrujada.

Hasta el mismo lord Canterville, como hombre de la más escrupulosa honradez, se creyó en el deber de participárselo a mister Otis, cuando llegaron a discutir las condiciones.

-Nosotros mismos -dijo lord Canterville- nos hemos resistido en absoluto a vivir en ese sitio desde la época en que mi tía abuela, la duquesa de Bolton, tuvo un desmayo, del que nunca se repuso por completo, motivado por el espanto que experimentó al sentir que dos manos de esqueleto se posaban sobre sus hombros, estando vistiéndose para cenar. Me creo en el deber de decirle, mister Otis, que el fantasma ha sido visto por varios miembros de mi familia, que viven actualmente, así como por el rector de la parroquia, el reverendo Augusto Dampier, agregado del King's College, de Oxford.

Después del trágico accidente ocurrido a la duquesa, ninguna de las doncellas quiso quedarse en casa, y lady Canterville no pudo ya conciliar el sueño, a causa de los ruidos misteriosos que llegaban del corredor y de la biblioteca.

-Milord -respondió el ministro-, adquiriré el inmueble y el fantasma, bajo inventario. Llego de un país moderno, en el que podemos tener todo cuanto el dinero es capaz de proporcionar, y esos mozos nuestros, jóvenes y avispados, que recorren de parte a parte el viejo continente, que se llevan los mejores actores de ustedes, y sus mejores "prima donnas", estoy seguro de que si queda todavía un verdadero fantasma en Europa vendrán a buscarlo enseguida para colocarlo en uno de nuestros museos públicos o para pasearle por los caminos como un fenómeno.

-El fantasma existe, me lo temo -dijo lord Canterville, sonriendo-, aunque quizá se resiste a las ofertas de los intrépidos empresarios de ustedes. Hace más de tres siglos que se le conoce. Data, con precisión, de mil quinientos setenta y cuatro, y no deja de mostrarse nunca cuando está a punto de ocurrir alguna defunción en la familia.

-¡Bah! Los médicos de cabecera hacen lo mismo, lord Canterville. Amigo mío, un fantasma no puede existir, y no creo que las leyes de la Naturaleza admitan excepciones en favor de la aristocracia inglesa.

-Realmente son ustedes muy naturales en América -dijo lord Canterville, que no acababa de comprender la última observación de mister Otis-. Ahora bien: si le gusta a usted tener un fantasma en casa, mejor que mejor. Acuérdese únicamente de que yo le previne.

Algunas semanas después se cerró el trato, y a fines de estación el ministro y su familia emprendieron el viaje a Canterville.

Mistres Otis, que con el nombre de miss Lucrecia R. Tappan, de la calle West, 52, había sido una ilustre «beldad» de Nueva York, era todavía una mujer guapísima, de edad regular, con unos ojos hermosos y un perfil soberbio.

Muchas damas americanas, cuando abandonan su país natal, adoptan aires de persona atacada de una enfermedad crónica, y se figuran que eso es uno de los sellos de distinción de Europa; pero mistress Otis no cayó nunca en ese error. Tenía una naturaleza magnífica y una abundancia extraordinaria de vitalidad.

A decir verdad, era completamente inglesa bajo muchos aspectos, y hubiese podido citársela en buena lid para sostener la tesis de que lo tenemos todo en común con América hoy día, excepto la lengua, como es de suponer.

Su hijo mayor, bautizado con el nombre de Washington por sus padres, en un momento de patriotismo que él no cesaba de lamentar, era un muchacho rubio, de bastante buena figura, que se había erigido en candidato a la diplomacia, dirigiendo un cotillón en el casino de Newport durante tres temporadas seguidas, y aun en Londres pasaba por ser bailarín excepcional. Sus únicas debilidades eran las gardenias y la patria; aparte de esto, era perfectamente sensato.

Miss Virginia E. Otis era una muchachita de quince años, esbelta y graciosa como un cervatillo, con un bonito aire de despreocupación en sus grandes ojos azules.

Era una amazona maravillosa, y sobre su "poney" derrotó una vez en carreras al viejo lord Bilton, dando dos veces la vuelta al parque, ganándole por caballo y medio, precisamente frente a la estatua de Aquiles, lo cual provocó un entusiasmo tan delirante en el joven duque de Cheshire, que la propuso acto continuo el matrimonio, y sus tutores tuvieron que expedirle aquella misma noche a Elton, bañado en lágrimas.

Después de Virginia venían dos gemelos, conocidos de ordinario con el nombre de Estrellas y Bandas, porque se les encontraba siempre ostentándolas.

Eran unos niños encantadores, y, con el ministro, los únicos verdaderos republicanos de la familia.

Como Canterville-Chase está a siete millas de Ascot, la estación más próxima, mister Otis telegrafió que fueran a buscarle en coche descubierto, y emprendieron la marcha en medio de la mayor alegría. Era una noche encantadora de julio, en que el aire estaba aromado de olor a pinos.

De cuando en cuando oíase a una paloma arrullándose con su voz más dulce, o entreveíase, entre la maraña y el fru-fru de los helechos, la pechuga de oro bruñido de algún faisán.

Ligeras ardillas los espiaban desde lo alto de las hayas a su paso; unos conejos corrían como exhalaciones a través de los matorrales o sobre los collados herbosos, levantando su rabo blanco.

Sin embargo, no bien entraron en la avenida de Canterville-Chase, el cielo se cubrió repentinamente de nubes. Un extraño silencio pareció invadir toda la atmósfera, una gran bandada de cornejas cruzó calladamente por encima de sus cabezas, y antes de que llegasen a la casa ya habían caído algunas gotas.

En los escalones se hallaba para recibirles una vieja, pulcramente vestida de seda negra, con cofia y delantal blancos.

Era mistress Umney, el ama de gobierno que mistress Otis, a vivos requerimientos de lady Canterville, accedió a conservar en su puesto. Hizo una profunda reverencia a la familia cuando echaron pie a tierra, y dijo, con un singular acento de los buenos tiempos antiguos:

-Les doy la bienvenida a Canterville-Chase.
La siguieron, atravesando un hermoso hall, de estilo Túdor, hasta la biblioteca, largo salón espacioso que terminaba en un ancho ventanal acristalado. Estaba preparado el té.

Luego, una vez que se quitaron los trajes de viaje, sentáronse todos y se pusieron a cureosear en torno suyo, mientras mistress Umney iba de un lado para el otro.

De pronto, la mirada de mistress Otis cayó sobre una mancha de un rojo oscuro que había sobre el pavimento, precisamente al lado de la chimenea y, sin darse cuenta de sus palabras, dijo a mistress Umney:

-Veo que han vertido algo en ese sitio.
-Sí, señora -contestó mistress Umney en voz baja-. Ahí se ha vertido sangre.
-¡Es espantoso! -exclamó mistress Otis-. No quiero manchas de sangre en un salón. Es preciso quitar eso inmediatamente.

La vieja sonrió, y con la misma voz baja y misteriosa, respondió:
-Es sangre de lady Leonor de Canterville, que fue muerta en ese mismo sitio por su propio marido, sir Simón de Canterville, en mil quinientos sesenta y cinco.

Sir Simón la sobrevivió nueve años, desapareciendo de repente en circunstancias misteriosísimas. Su cuerpo no se encontró nunca, pero su alma culpable sigue embrujando la casa. La mancha de sangre ha sido muy admirada por los turistas y por otras personas, pero quitarla, imposible.

-Todo eso son tonterías -exclamó Washington Otis-. El producto «quitamanchas», el limpiador incomparable del «campeón Pinkerton» hará desaparecer eso en un abrir y cerrar de ojos.

Y antes de que el ama de gobierno, aterrada, pudiera intervenir, ya se había arrodillado y frotaba vivamente el entarimado con una barrita de una sustancia parecida al cosmético negro. A los pocos instantes la mancha había desaparecido sin dejar rastro.

-Ya sabía yo que el "Pinkerton" la borraría -exclamó en tono triunfal, paseando una mirada circular sobre su familia, llena de admiración. Pero apenas había pronunciado esas palabras, cuando un relámpago formidable iluminó la estancia sombría, y el retumbar del trueno levantó a todos, menos a mistress Umney, que se desmayó.

-¡Qué clima más atroz! -dijo tranquilamente el ministro, encendiendo un largo veguero-. Creo que el país de los abuelos está tan lleno de gente, que no hay buen tiempo bastante para todo el mundo. Siempre opiné que lo mejor que pueden hacer los ingleses es emigrar.

-Querido Hiram -replicó mistress Otis-, ¿qué podemos hacer con una mujer que se desmaya?
-Descontaremos eso de su salario en caja. Así no se volverá a desmayar.

En efecto, mistress Umney no tardó en volver en sí. Sin embargo, veíase que estaba conmovida hondamente, y con voz solemne advirtió a mistress Otis que debía esperarse algún disgusto en la casa.

-Señores, he visto con mis propios ojos algunas cosas... que pondrían los pelos de punta a cualquier cristiano. Y durante noches y noches no he podido pegar los ojos a causa de los hechos terribles que pasaban.

A pesar de lo cual, mister Otis y su esposa aseguraron vivamente a la buena mujer que no tenían miedo ninguno de los fantasmas.

La vieja ama de llaves, después de haber impetrado la bendición de la Providencia sobre sus nuevos amos y de arreglárselas para que le aumentasen el salario, se retiró a su habitación renqueando.

II

La tempestad se desencadenó durante toda la noche, pero no produjo nada
extraordinario.

Al día siguiente, por la mañana, cuando bajaron a almorzar, encontraron de nuevo la terrible mancha sobre el entarimado.

-No creo que tenga la culpa el «limpiador sin rival» -dijo Washington-, pues lo he ensayado sobre toda clase de manchas. Debe de ser cosa del fantasma. En consecuencia, borró la mancha, después de frotar un poco. Al otro día, por la mañana, había reaparecido.

Y, sin embargo, la biblioteca permanecía cerrada la noche anterior, llevándose arriba la llave mistress Otis. Desde entonces, la familia empezó a interesarse por aquello.

Mister Otis se hallaba a punto de creer que había estado demasiado dogmático negando la existencia de los fantasmas.

Mstress Otis expresó su intención de afiliarse a la Sociedad Psíquica, y Washington preparó una larga carta a mister Myers y Podmone, basada en la persistencia de las manchas de sangre cuando provienen de un crimen. Aquella noche disipó todas las dudas sobre la existencia objetiva de los fantasmas. La familia había aprovechado la frescura de la tarde para dar un paseo en coche.

Regresaron a las nueve, tomando una ligera cena. La conversación no recayó ni un momento sobre los fantasmas, de manera que faltaban hasta las condiciones más elementales de «espera» y de «receptibilidad» que preceden tan a menudo a los fenómenos psíquicos.

Los asuntos que discutieron, por lo que luego he sabido por mistress Otis, fueron simplemente los habituales en la conversación de los americanos cultos que pertenecen a las clases elevadas, como, por ejemplo, la inmensa superioridad de miss Janny Davenport sobre Sarah Bernhardt, como actriz; la dificultad para encontrar maíz verde, galletas de trigo sarraceno, aun en las mejores casas inglesas; la importancia de Boston en el desenvolvimiento del alma universal; las ventajas del sistema que consiste en anotar los equipajes de los viajeros, y la dulzura del acento neoyorquino, comparado con el dejo de Londres.

No se trató para nada de lo sobrenatural, no se hizo ni la menor alusión indirecta a sir Simón de Canterville.

A las once, la familia se retiró. A las doce y media estaban apagadas todas las luces. Poco después, mister Otis se despertó con un ruido singular en el corredor, fuera de su habitación. Parecía un ruido de hierros viejos, y se acercaba cada vez más.

Se levantó en el acto, encendió la luz y miró la hora. Era la una en punto. Mister Otis estaba perfectamente tranquilo. Se tomó el pulso y no lo encontró nada alterado. El ruido extraño continuaba, al mismo tiempo que se oía claramente el sonar de unos pasos.

Mister Otis se puso las zapatillas, tomó un frasquito alargado de su tocador y abrió la puerta. Y vio frente a él, en el pálido claro de luna, a un viejo de aspecto terrible. Sus ojos parecían carbones encendidos. Una larga cabellera gris caía en mechones revueltos sobre sus hombros. Sus ropas, de corte anticuado, estaban manchadas y en jirones. De sus muñecas y de sus tobillos colgaban unas pesadas cadenas y unos grilletes herrumbrosos.

-Mi distinguido señor -dijo mister Otis-, permítame que le ruegue vivamente que se engrase esas cadenas. Le he traído para ello una botella del engrasador "Tammany-Sol-Levante". Dicen que una sola untura es eficacísima, y en la etiqueta hay varios certificados de nuestros teólogos más ilustres, que dan fe de ello. Voy a dejársela aquí, al lado de las mecedoras, y tendré un verdadero placer en proporcionarle más, si así lo desea.

Dicho lo cual el ministro de los Estados Unidos dejó el frasquito sobre una mesa de mármol, cerró la puerta y se volvió a meter en la cama.

El fantasma de Canterville permaneció algunos minutos inmóvil de indignación.

Después, tiró, lleno de rabia, el frasquito contra el suelo encerado y huyó por el corredor, lanzando gruñidos cavernosos y despidiendo una extraña luz verde.

Sin embargo, cuando llegaba a la gran escalera de roble, se abrió de repente una puerta. Aparecieron dos siluetas infantiles, vestidas de blanco, y una voluminosa almohada le rozó la cabeza.

Evidentemente, no había tiempo que perder; así es que, utilizando como medio de fuga la cuarta dimensión del espacio, se desvaneció a través del estuco, y la casa recobró su tranquilidad. Llegado a un cuartito secreto del ala izquierda, se adosó a un rayo de luna para tomar aliento, y se puso a reflexionar para darse cuenta de su situación. Jamás en toda su brillante carrera, que duraba ya trescientos años seguidos, fue injuriado tan groseramente.

Se acordó de la duquesa viuda, en quien provocó una crisis de terror, estando mirándose al espejo, cubierta de brillantes y de encajes; de las cuatro doncellas a quienes había enloquecido, produciéndoles convulsiones histéricas, sólo con hacerlas visajes entre las cortinas de una de las habitaciones destinadas a invitados; del rector de la parroquia, cuya vela apagó de un soplo cuando volvía el buen señor de la biblioteca a una hora avanzada, y que desde entonces se convirtió en mártir de toda clase de alteraciones nerviosas; de la vieja señora de Tremouillac, que, al despertarse a medianoche, le vio sentado en un sillón, al lado de la lumbre, en forma de esqueleto, entretenido en leer el diario que redactaba ella de su vida, y que de resultas de la impresión tuvo que guardar cama durante seis meses, víctima de un ataque cerebral. Una vez curada se reconcilió con la iglesia y rompió toda clase de relaciones con el señalado escéptico monsieur de Voltaire.

Recordó igualmente la noche terrible en que el bribón de lord Canterville fue hallado agonizante en su tocador, con una sota de espadas hundida en la garganta, viéndose obligado a confesar que por medio de aquella carta había timado la suma de diez mil libras a Carlos Fos, en casa de Grookford. Y juraba que aquella carta se la hizo tragar el fantasma.

Todas sus grandes hazañas le volvían a la mente. Vio desfilar al mayordomo que se levantó la tapa de los sesos por haber visto una mano verde tamborilear sobre los cristales, y la bella lady Steefield, condenada a llevar alrededor del cuello un collar de terciopelo negro para tapar la señal de cinco dedos, impresos como un hierro candente sobre su blanca piel, y que terminó por ahogarse en el vivero que había al extremo de la Avenida Real.

Y, lleno del entusiasmo ególatra del verdadero artista, pasó revista a sus creaciones más célebres.

Se dedicó una amarga sonrisa al evocar su última aparición en el papel de «Rubén el Rojo», o «el rorro estrangulado», su "debut" en el «Gibeén, el Vampiro flaco del páramo de Bevley», y el furor que causó una tarde encantadora de junio sólo con jugar a los bolos con sus propios huesos sobre el campo de hierba de "lawn-tennis".

¿Y todo para qué? ¡Para que unos miserables americanos le ofreciesen el engrasador marca "Sol-Levante" y le tirasen almohadas a la cabeza! Era realmente intolerable.

Además, la historia nos enseña que jamás fue tratado ningún fantasma de aquella manera. Llegó a la conclusión de que era preciso tomarse la revancha, y permaneció hasta el amanecer en actitud de profunda meditación.

III

Cuando a la mañana siguiente el almuerzo reunió a la familia Otis, se discutió extensamente acerca del fantasma.

El ministro de los Estados Unidos estaba, como era natural, un poco ofendido viendo que su ofrecimiento no había sido aceptado.

-No quisiera en modo alguno injuriar personalmente al fantasma -dijo -, y reconozco que, dada la larga duración de su estancia en la casa, no era nada cortés tirarle una almohada a la cabeza... Siento tener que decir que esta observación tan justa provocó una explosión de risa en los gemelos.
-Pero, por otro lado -prosiguió mister Otis-, si se empeña, sin más ni más, en no hacer uso del engrasador marca "Sol-Levante", nos veremos precisados a quitarle las cadenas. No habría manera de dormir con todo ese ruido a la puerta de las alcobas.

Pero, sin embargo, en el resto de la semana no fueron molestados. Lo único que les llamó la atención fue la reaparición continua de la mancha de sangre sobre el "parquet" de la biblioteca.

Era realmente muy extraño, tanto más cuanto que mistress Otis cerraba la puerta con llave por la noche, igual que las ventanas.

Los cambios de color que sufría la mancha, comparables a los de un camaleón, produjeron asimismo frecuentes comentarios en la familia. Una mañana era de un rojo oscuro, casi violáceo; otras veces era bermellón; luego, de un púrpura espléndido, y un día, cuando bajaron a rezar, según los ritos sencillos de la libre iglesia episcopal reformada de América, la encontraron de un hermoso verde esmeralda.

Como era natural, estos cambios kaleidoscópicos divirtieron grandemente a la reunión y hacíanse apuestas todas las noches con entera tranquilidad. La única persona que no tomó parte en la broma fue la joven Virginia. Por razones ignoradas, sentíase siempre impresionada ante la mancha de sangre, y estuvo a punto de llorar la mañana que apareció verde esmeralda.

El fantasma hizo su aparición el domingo por la noche. Al poco tiempo de estar todos ellos acostados, les alarmó un enorme estrépito que se oyó en el "hall"
.
Bajaron apresuradamente, y se encontraron con que una armadura completa se había desprendido de su soporte, cayendo sobre las losas.

Cerca de allí, sentado en un sillón de alto respaldo, el fantasma de Canterville se restregaba las rodillas, con una expresión de agudo dolor sobre su rostro. Los gemelos, que se habían provisto de sus cañas de majuelos, le lanzaron inmediatamente dos huesos, con esa seguridad de puntería que sólo se adquiere a fuerza de largos y pacientes ejercicios sobre el profesor de caligrafía.

Mientras tanto, el ministro de los Estados Unidos mantenía al fantasma bajo la amenaza de su revólver, y, conforme a la etiqueta californiana, le instaba a levantar los brazos.

El fantasma se alzó bruscamente, lanzando un grito de furor salvaje, y se disipó en medio de ellos, como una niebla, apagando de paso la vela de Washington Otis y dejándolos a todos en la mayor oscuridad.

Cuando llegó a lo alto de la escalera, una vez dueño de sí, se decidió a lanzar su célebre repique de carcajadas satánicas.

Contaba la gente que aquello hizo encanecer en una sola noche el peluquín de lord Raker. Y que no necesitaron más de tres sucesivas amas de gobierno para decidirse a «dimitir» antes de terminar el primer mes en su cargo.

Por consiguiente, lanzó una carcajada más horrible, despertando paulatinamente los ecos en las antiguas bóvedas; pero, apagados éstos, se abrió una puerta y apareció, vestida de azul claro, mistress Otis.

-Me temo -dijo la dama- que esté usted indispuesto, y aquí le traigo un frasco de la tintura del doctor Dobell. Si se trata de una indigestión, esto le sentará bien.

El fantasma la miró con ojos llameantes de furor y se creyó en el deber de metamorfosearse en un gran perro negro.

Era un truco que le había dado una reputación merecidísima, y al cual atribuía la idiotez incurable del tío de lord Canterville, el honorable Tomás Horton. Pero un ruido de pasos que se acercaban le hizo vacilar en su cruel determinación, y se contentó con volverse un poco fosforescente.

En seguida se desvaneció, después de lanzar un gemido sepulcral, porque los gemelos iban a darle alcance.

Una vez en su habitación sintióse destrozado, presa de la agitación más violenta. La ordinariez de los gemelos, el grosero materialismo de mistress Otis, todo aquello resultaba realmente vejatorio; pero lo que más le humillaba era no tener ya fuerzas para llevar una armadura.

Contaba con hacer impresión aun en unos americanos modernos, con hacerles estremecer a la vista de un espectro acorazado, ya que no por motivos razonables, al menos por deferencia hacia su poeta nacional Longfellow, cuyas poesías, delicadas y atrayentes, habíanle ayudado con frecuencia a matar el tiempo, mientras los Canterville estaban el Londres.

Además, era su propia armadura. La llevó con éxito en el torneo de Kenilworth, siendo felicitado calurosamente por la Reina-Virgen en persona. Pero cuando quiso ponérsela quedó aplastado por completo con el peso de la enorme coraza y del yelmo de acero. Y se desplomó pesadamente sobre las losas de piedra, despellejándose las rodillas y contusionándose la muñeca derecha.

Durante varios días estuvo malísimo y no pudo salir de su morada más que lo necesario para mantener en buen estado la mancha de sangre.

No obstante lo cual, a fuerza de cuidados acabó por restablecerse y decidió hacer una tercera tentativa para aterrorizar al ministro de los Estados Unidos y a su familia. Eligió para su reaparición en escena el viernes 17 de agosto, consagrando gran parte del día a pasar revista a sus trajes.

Su elección recayó al fin en un sombrero de ala levantada por un lado y caída del otro, con una pluma roja; en un sudario deshilachado por las mangas y el cuello y, por último, en un puñal mohoso.

Al atardecer estalló una gran tormenta. El viento era tan fuerte que sacudía y cerraba violentamente las puertas y ventanas de la vetusta casa. Realmente aquél era el tiempo que le convenía. He aquí lo que pensaba hacer:

Iría sigilosamente a la habitación de Washington Otis, le musitaría unas frases ininteligibles, quedándose al pie de la cama, y le hundiría tres veces seguidas el puñal en la garganta, a los sones de una música apagada.

Odiaba sobre todo a Washington, porque sabía perfectamente que era él quien acostumbraba quitar la famosa mancha de sangre de Canterville, empleando el «limpiador incomparable de Pinkerton».

Después de reducir al temerario, al despreocupado joven, entraría en la habitación que ocupaba el ministro de los Estados Unidos y su mujer.

Una vez allí, colocara una mano viscosa sobre la frente de mistress Otis, y al mismo tiempo murmuraría, con voz sorda, al oído del ministro tembloroso, los secretos terribles del osario.

En cuanto a la pequeña Virginia, aún no tenía decidido nada. No lo había insultado nunca. Era bonita y cariñosa. Unos cuantos gruñidos sordos, que saliesen del armario, le parecían más que suficientes, y si no bastaban para despertarla, llegaría hasta tirarla de la puntita de la nariz con sus dedos rígidos por la parálisis.

A los gemelos estaba resuelto a darles una lección: lo primero que haría sería sentarse sobre sus pechos, con el objeto de producirles la sensación de pesadilla.

Luego, aprovechando que sus camas estaban muy juntas, se alzaría en el espacio libre entre ellas, con el aspecto de un cadáver verde y frío como el hielo, hasta que se quedaran paralizados de terror. En seguida, tirando bruscamente su sudario, daría la vuelta al dormitorio en cuatro patas, como un esqueleto blanqueado por el tiempo, moviendo los ojos de sus órbitas, en su creación de «Daniel el Mudo, o el esqueleto del suicida», papel en el cual hizo un gran efecto en varias ocasiones. Creía estar tan bien en éste como en su otro papel de «Martín el Demente o el misterio enmascarado».

A las diez y media oyó subir a la familia a acostarse.

Durante algunos instantes le inquietaron las tumultuosas carcajadas de los gemelos, que se divertían evidentemente, con su loca alegría de colegiales, antes de meterse en la cama.

Pero a las once y cuarto todo quedó nuevamente en silencio, y cuando sonaron las doce se puso en camino.

La lechuza chocaba contra los cristales de la ventana. El cuervo crascitaba en el hueco de un tejo centenario y el viento gemía vagando alrededor de la casa, como un alma en pena; pero la familia Otis dormía, sin sospechar la suerte que le esperaba.

Oía con toda claridad los ronquidos regulares del ministro de los Estados Unidos, que dominaban el ruido de la lluvia y de la tormenta.

Se deslizó furtivamente a través del estuco. Una sonrisa perversa se dibujaba sobre su boca cruel y arrugada, y la luna escondió su rostro tras una nube cuando pasó delante de la gran ventana ojival, sobre la que estaban representadas, en azul y oro, sus propias armas y las de su esposa asesinada.

Seguía andando siempre, deslizándose como una sombra funesta, que parecía hacer retroceder de espanto a las mismas tinieblas en su camino.

En un momento dado le pareció oír que alguien le llamaba: se detuvo, pero era tan sólo un perro, que ladraba en la Granja Roja.

Prosiguió su marcha, refunfuñando extraños juramentos del siglo XVI, y blandiendo de cuando en cuando el puñal enmohecido en el aire de medianoche.

Por fin llegó a la esquina del pasillo que conducía a la habitación de Washington. Allí hizo una breve parada.

El viento agitaba en torno de su cabeza sus largos mechones grises y ceñía en pliegues grotescos y fantásticos el horror indecible del fúnebre sudario. Sonó entonces el cuarto en el reloj.

Comprendió que había llegado el momento. Se dedicó una risotada y dio la vuelta a la esquina. Pero apenas lo hizo retrocedió, lanzando un gemido lastimero de terror y escondiendo su cara lívida entre sus largas manos huesosas.

Frente a él había un horrible espectro, inmóvil como una estatua, monstruoso como la pesadilla de un loco.

La cabeza del espectro era pelada y reluciente; su faz, redonda, carnosa y blanca; una risa horrorosa parecía retorcer sus rasgos en una mueca eterna; por los ojos brotaba a oleadas una luz escarlata, la boca tenía el aspecto de un ancho pozo de fuego, y una vestidura horrible, como la de él, como la del mismo Simón, envolvía con su nieve silenciosa aquella forma gigantesca.

Sobre el pecho tenía colgado un cartel con una inscripción en caracteres extraños y antiguos. Quizá era un rótulo infamante, donde estaban escritos delitos espantosos, una terrible lista de crímenes.

Tenía, por último, en su mano derecha una cimitarra de acero resplandeciente. Como no había visto nunca fantasmas hasta aquél día, sintió un pánico terrible, y, después de lanzar a toda prisa una segunda mirada sobre el monstruo atroz, regresó a su habitación, trompicando en el sudario que le envolvía.

Cruzó la galería corriendo, y acabó por dejar caer el puñal enmohecido en las botas de montar del ministro, donde lo encontró el mayordomo al día siguiente.

Una vez refugiado en su retiro, se desplomó sobre un reducido catre de tijera, tapándose la cabeza con las sábanas. Pero, al cabo de un momento, el valor indomable de los antiguos Canterville se despertó en él y tomó la resolución de hablar al otro fantasma en cuanto amaneciese.

Por consiguiente, no bien el alba plateó las colinas con su contacto, volvió al sitio en que había visto por primera vez al horroroso fantasma. Pensaba que, después de todo, dos fantasmas valían más que uno sólo, y que con ayuda de su nuevo amigo podría contender victoriosamente con los gemelos. Pero cuando llegó al sitio hallóse en presencia de un espectáculo terrible.

Sucedíale algo indudablemente al espectro, porque la luz había desaparecido por completo de sus órbitas.

La cimitarra centelleante se había caído de su mano y estaba recostado sobre la pared en una actitud forzada e incómoda.

Simón se precipitó hacia delante y lo cogió en sus brazos; pero cuál no sería su terror viendo despegarse la cabeza y rodar por el suelo, mientras el cuerpo tomaba la posición supina, y notó que abrazaba una cortina blanca de lienzo grueso y que yacían a sus pies una escoba, un machete de cocina y una calabaza vacía.

Sin poder comprender aquella curiosa transformación, cogió con mano febril el cartel, leyendo a la claridad grisácea de la mañana estas palabras terribles:

HE-AQUÍ-EL-FANTASMA-OTIS EL-ÚNICO-ESPÍRITU-AUTÉNTICO-Y-VERDADERO ¡DESCONFIAD-DE-LAS-IMITACIONES! TODOS-LOS-DEMÁS-ESTÁN-FALSIFICADOS!

Y la entera verdad se le apareció como un relámpago.
¡Había sido burlado, chasqueado, engañado!

La expresión característica de los Canterville reapareció en sus ojos, apretó las mandíbulas desdentadas y, levantando por encima de su cabeza sus manos amarillas, juró, según el ritual pintoresco de la antigua escuela, «que cuando el gallo tocara por dos veces el cuerno de su alegre llamada se consumarían sangrientas hazañas, y el crimen, de callado paso, saldría de su retiro».

No había terminado de formular este juramento terrible, cuando de una alquería lejana, de tejado de ladrillo rojo, salió el canto de un gallo.

Lanzó una larga risotada, lenta y amarga, y esperó. Esperó una hora, y después otra; pero por alguna razón misteriosa no volvió a cantar el gallo.

Por fin, a eso de las siete y media, la llegada de las criadas le obligó a abandonar su terrible guardia y regresó a su morada, con altivo paso, pensando en su juramento vano y en su vano proyecto fracasado.

Una vez allí consultó varios libros de caballería, cuya lectura le interesaba extraordinariamente, y pudo comprobar que el gallo cantó siempre dos veces en cuantas ocasiones se recurrió a aquel juramento.

-¡Que el diablo se lleve a ese animal volátil! -murmuró-. ¡En otro tiempo hubiese caído sobre él con mi buena lanza, atravesándole el cuello y obligándole a cantar otra vez para mí, aunque reventara!

Y dicho esto se retiró a su confortable caja de plomo, y allí permaneció hasta la noche.

IV

Al día siguiente el fantasma se sintió muy débil, muy cansado. Las terribles emociones de las cuatro últimas semanas empezaban a producir su efecto. Tenía el sistema nervioso completamente alterado, y temblaba al más ligero ruido.

No salió de su habitación en cinco días, y concluyó por hacer una concesión en lo relativo a la mancha de sangre del "parquet" de la biblioteca. Puesto que la familia Otis no quería verla, era indudablemente que no la merecía. Aquella gente estaba colocada a ojos vistas en un plano inferior de vida material y era incapaz de apreciar el valor simbólico de los fenómenos sensibles.

La cuestión de las apariciones de fantasmas y el desenvolvimiento de los cuerpos astrales era realmente para ellos cosa desconocida e indiscutiblemente fuera de su alcance.

Pero, por lo menos, constituía para él un deber ineludible mostrarse en el corredor una vez a la semana y farfullar por la gran ventana ojival el primero y el tercer miércoles de cada mes. No veía ningún medio digno de sustraerse a aquella obligación.

Verdad es que su vida fue muy criminal; pero, quitado eso, era hombre muy concienzudo en todo cuanto se relacionaba con lo sobrenatural.

Así, pues, los tres sábados siguientes atravesó, como de costumbre, el corredor entre doce de la noche y tres de la madrugada, tomando todas las precauciones posibles para no ser visto ni oído.

Se quitaba las botas, pisaba lo más ligeramente que podía sobre las viejas maderas carcomidas, envolvíase en una gran capa de terciopelo negro, y no dejaba de usar el engrasador "Sol-Levante" para engrasar sus cadenas. Me veo precisado a reconocer que sólo después de muchas vacilaciones se decidió a adoptar este último medio de protección. Pero, al fin, una noche, mientras cenaba la familia, se deslizó en el dormitorio de mistress Otis y se llevó el frasquito.

Al principio se sintió un poco humillado, pero después fue suficientemente razonable para comprender que aquel invento merecía grandes elogios y cooperaba, en cierto modo, a la realización de sus proyectos.

A pesar de todo, no se vio a cubierto de matracas. No dejaban nunca de tenderle cuerdas de lado a lado del corredor para hacer tropezar en la oscuridad, y una vez que se había disfrazado para el papel de «Isaac el Negro o el cazador del bosque de Hogsley», cayó cuan largo era al poner el pie sobre una pista de maderas enjabonadas que habían colocado los gemelos desde el umbral del salón de Tapices hasta la parte alta de la escalera de roble.

Esta última afrenta le dio tal rabia, que decidió hacer un esfuerzo para imponer su dignidad y consolidar su posición social, y formó el proyecto de visitar a la noche siguiente a los insolentes chicos de Eton, en su célebre papel de «Ruperto el Temerario o el conde sin cabeza».

No se había mostrado con aquel disfraz desde hacía sesenta años, es decir, desde que causó con él tal pavor a la bella lady Bárbara Modish, que ésta retiró su consentimiento al abuelo de actual lord Canterville y se fugó a Gretna Green con el arrogante Jach Castletown, jurando que por nada del mundo consentiría en emparentar con una familia que toleraba los paseos de un fantasma tan horrible por la terraza, al atardecer.

El pobre Jack fue al poco tiempo muerto en duelo por lord Canterville en la pradera de Wandsworth, y lady Bárbara murió de pena en Tumbridge Wells antes de terminar el año; así es que fue un gran éxito por todos conceptos.

Sin embargo, era, permitiéndome emplear un término de argot teatral para aplicarlo a uno de los mayores misterios del mundo sobrenatural (o en lenguaje más científico), «del mundo superior a la Naturaleza», era, repito, una creación de las más difíciles, y necesitó sus tres buenas horas para terminar los preparativos.

Por fin, todo estuvo listo, y él contentísimo de su disfraz. Las grandes botas de montar, que hacían juego con el traje, eran, eso sí, un poco holgadas para él, y no pudo encontrar más que una de las dos pistolas del arzón; pero, en general, quedó satisfechísimo, y a la una y cuarto pasó a través del estuco y bajó a corredor.

Cuando estuvo cerca de la habitación ocupada por los gemelos, a la que llamaré el dormitorio azul, por el color de sus cortinajes, se encontró con la puerta entreabierta.

A fin de hacer una entrada sensacional, la empujó con violencia, pero se le vino encima una jarra de agua que le empapó hasta los huesos, no dándole en el hombro por unos milímetros.

Al mismo tiempo oyó unas risas sofocadas que partían de la doble cama con dosel.

Su sistema nervioso sufrió tal conmoción, que regresó a sus habitaciones a todo escape, y al día siguiente tuvo que permanecer en la cama con un fuerte reúma. El único consuelo que tuvo fue el de no haber llevado su cabeza sobre los hombros, pues sin esto las consecuencias hubieran podido ser más graves.

Desde entonces renunció para siempre a espantar a aquella recia familia de americanos, y se limitó a vagar por el corredor, con zapatillas de orillo, envuelto el cuello en una gruesa bufanda, por temor a las corrientes de aire, y provisto de un pequeño arcabuz, para el caso en que fuese atacado por los gemelos.

Hacia el 19 de septiembre fue cuando recibió el golpe de gracia. Había bajado por la escalera hasta el espacioso "hall", seguro de que en aquel sitio por lo menos estaba a cubierto de jugarretas, y se entretenía en hacer observaciones satíricas sobre las grandes fotografías del ministro de los Estados Unidos y de su mujer, hechas en casa de Sarow.

Iba vestido sencilla, pero decentemente, con un largo sudario salpicado de moho de cementerio. Habíase atado la quijada con una tira de tela y llevaba una linternita y una azadón de sepulturero.

En una palabra, iba disfrazado de «Jonás el Desenterrador, o el ladrón de cadáveres de Cherstey Barn».

Era una de sus creaciones más notables y de las que guardaban recuerdo, con más motivo, los Canterville, ya que fue la verdadera causa de su riña con lord Rufford, vecino suyo.

Serían próximamente las dos y cuarto de la madrugada, y, a su juicio, no se movía nadie en la casa. Pero cuando se dirigía tranquilamente en dirección a la biblioteca, para ver lo que quedaba de la mancha de sangre, se abalanzaron hacia él, desde un rincón sombrío, dos siluetas, agitando locamente sus brazos sobre sus cabezas, mientras gritaban a su oído:

-¡Uú! ¡Uú! ¡Uú!

Lleno de pánico, cosa muy natural en aquellas circunstancias, se precipitó hacia la escalera, pero entonces se encontró frente a Washington Otis, que le esperaba armado con la regadera del jardín; de tal modo, que, cercado por sus enemigos, casi acorralado, tuvo que evaporarse en la gran estufa de hierro colado, que, afortunadamente para él, no estaba encendida, y abrirse paso hasta sus habitaciones por entre tubos y chimeneas, llegando a su refugio en el tremendo estado en que lo pusieron la agitación, el hollín y la desesperación.

Desde aquella noche no volvió a vérsele nunca de expedición nocturna. Los gemelos se quedaron muchas veces en acecho para sorprenderle, sembrando de cáscara de nuez los corredores todas las noche, con gran molestia de sus padres y criados. Pero fue inútil.

Su amor propio estaba profundamente herido, sin duda, y no quería mostrarse. En vista de ello, mister Otis se puso a trabajar en su gran obra sobre la historia del partido demócrata, obra que había empezado tres años antes.

Mistress Otis organizó un "clam-bake" extraordinario, del que se habló en toda la comarca.

Los niños se dedicaron a jugar a la barra, al ecarté, al "poker" y a otras diversiones nacionales de América.

Virginia dio paseos a caballo por las carreteras, en compañía del duquesito de Cheshire, que se hallaba en Canterville pasando su última semana de vacaciones.

Todo el mundo se figuraba que el fantasma había desaparecido, hasta el punto de que mister Otis escribió una carta a lord Canterville para comunicárselo, y recibió en contestación otra carta en la que éste le testimoniaba el placer que le producía la noticia y enviaba sus más sinceras felicitaciones a la digna esposa del ministro.

Pero los Otis se equivocaban. El fantasma seguía en la casa, y, aunque se hallaba muy delicado, no estaba dispuesto a retirarse, sobre todo después de saber que figuraba entre los invitados el duquesito de Cheshire, cuyo tío, lord Francis Stilton, apostó una vez con el coronel Carbury a que jugaría a los dados con el fantasma de Canterville.

A la mañana siguiente se encontraron a lord Stilton tendido sobre el suelo del salón de juego en un estado de parálisis tal que, a pesar de la edad avanzada que alcanzó, no pudo ya nunca pronunciar más palabras que éstas:

-¡Seis doble!

Esta historia era muy conocida en un tiempo, aunque, en atención a los sentimientos de dos familias nobles, se hiciera todo lo posible por ocultarla, y existe un relato detallado de todo lo referente a ella en el tomo tercero de las "Memorias de lord Tattle sobre el Príncipe Regente y sus amigos".

Desde entonces, el fantasma deseaba vivamente probar que no había perdido su influencia sobre los Stilton, con los que además estaba emparentado por matrimonio, pues una prima suya se casó en segundas nupcias con el señor Bulkeley, del que descienden en línea directa, como todo el mundo sabe, los duques de Cheshire.

Por consiguiente, hizo sus preparativo para mostrarse al pequeño enamorado de Virginia en su famoso papel de «Fraile vampiro, o el benedictino desangrado».

Era un espectáculo espantoso, que cuando la vieja lady Starbury se lo vio representar, es decir en víspera del Año Nuevo de 1764, empezó a lanzar chillidos agudos, que tuvieron por resultado un fuerte ataque de apoplejía y su fallecimiento al cabo de tres días, no sin que desheredara antes a los Canterville y legase todo su dinero a su farmacéutico en Londres.

Pero, a última hora, el terror que le inspiraban los gemelos le retuvo en su habitación, y el duquesito durmió tranquilo en el gran lecho con dosel coronado de plumas del dormitorio real, soñando con Virginia.

V

Virginia y su adorador de cabello rizado dieron, unos días después, un paseo a caballo por los prados de Brockley, paseo en el que ella desgarró su vestido de amazona al saltar un seto, de tal manera que, de vuelta a su casa, entró por la escalera de detrás para que no la viesen.

Al pasar corriendo por delante de la puerta del salón de Tapices, que estaba abierta de par en par, le pareció ver a alguien dentro.

Pensó que sería la doncella de su madre, que iba con frecuencia a trabajar a esa habitación. Asomó la cabeza para encargarle que le cosiese el vestido.

¡Pero, con gran sorpresa suya, quien allí estaba era el fantasma de Canterville en persona!

Habíase acomodado ante la ventana, contemplando el oro llameante de los árboles amarillentos que revoloteaban por el aire, las hojas enrojecidas que bailaban locamente a lo largo de la gran avenida.

Tenía la cabeza apoyada en una mano, y toda su actitud revelaba el desaliento más profundo. Realmente presentaba un aspecto tan abrumado, tan abatido, que la pequeña Virginia, en vez de ceder a su primer impulso, que fue echar a correr a encerrarse en su cuarto, se sintió llena de compasión y tomó el partido de ir a consolarle.

Tenía la muchacha un paso tan ligero y él una melancolía tan honda, que no se dio cuenta de su presencia hasta que le habló.

-Lo he sentido mucho por usted -dijo-, pero mis hermanos regresan mañana a Eton, y entonces, si se porta usted bien nadie le atormentará.
-Es inconcebible pedirme que me porte bien -le respondió, contemplando
estupefacto a la jovencita que tenía la audacia de dirigirle la palabra-.

Perfectamente inconcebible. Es necesario que yo sacuda mis cadenas, que gruña por los agujeros de las cerraduras y que corretee de noche. ¿Eso es lo que usted llama portarse mal? No tengo otra razón de ser.

-Eso no es una razón de ser. En sus tiempos fue usted muy malo ¿sabe? Mistress Umney nos dijo el día que llegamos que usted mató a su esposa.
-Sí, lo reconozco -respondió incautamente el fantasma-. Pero era un asunto de
familia y nadie tenía que meterse.
-Está muy mal matar a nadie -dijo Virginia, que a veces adoptaba un bonito gesto de gravedad puritana, heredado quizás de algún antepasado venido de Nueva Inglaterra.
-¡Oh, no puedo sufrir la severidad barata de la moral abstracta! Mi mujer era feísima.

No almidonaba nunca lo bastante mis puños y no sabía nada de cocina. Mire usted: un día había yo cazado un soberbio ciervo en los bosques de Hogsley, un hermoso macho de dos años. ¡Pues no puede usted figurarse cómo me lo sirvió!

Pero, en fin, dejemos eso. Es asunto liquidado, y no encuentro nada bien que sus hermanos me dejasen morir de hambre, aunque yo la matase.

-¡Que lo dejaran morir de hambre! ¡Oh señor fantasma...! Don Simón, quiero decir, ¿es que tiene usted hambre? Hay un "sandwich" en mi costurero. ¿Le gustaría?
-No, gracias, ahora ya no como; pero, de todos modos, lo encuentro amabilísimo por su parte. ¡Es usted bastante más atenta que el resto de su horrible, arisca, ordinaria y ladrona familia!
-¡Basta! -exclamó Virginia, dando con el pie en el suelo-. El arisco, el horrible y el ordinario lo es usted. En cuanto a lo de ladrón, bien sabe usted que me ha robado mis colores de la caja de pinturas para restaurar esa ridícula mancha de sangre en la biblioteca. Empezó usted por coger todos mis rojos, incluso el bermellón, imposibilitándome para pintar puestas de sol. Después agarró usted el verde esmeralda y el amarillo cromo. Y, finalmente, sólo me queda el añil y el blanco. Así es que ahora no puedo hacer más que claros de luna, que da grima ver, e incomodísimos, además, de colorear. Y no le he acusado, aún estando fastidiada y a pesar de que todas esa cosas son completamente ridículas. ¿Se ha visto alguna vez sangre color verde esmeralda...?
-Vamos a ver -dijo el fantasma, con cierta dulzura-: ¿y qué iba yo a hacer? Es
dificilísimo en los tiempos actuales agenciarse sangre de verdad, y ya que su hermano empezó con su quitamanchas incomparable, no veo por qué no iba yo a emplear los colores de usted para resistir. En cuanto al tono, es cuestión de gusto.

Así, por ejemplo, los Canterville tienen sangre azul, la sangre más azul que existe en Inglaterra... Aunque ya sé que ustedes los americanos no hacen el menor caso de esas cosas.

-No sabe usted nada, y lo mejor que puede hacer es emigrar, y así se formará idea de algo. Mi padre tendrá un verdadero gusto en proporcionarle un pasaje gratuito, y aunque haya derechos de puertas elevadísimos sobre toda clase de cosas, no no le pondrán dificultades en la Aduana. Y una vez en Nueva York, puede usted contar con un gran éxito. Conozco infinidad de personas que darían cien mil dólares por tener antepasados y que sacrificarían mayor cantidad aún por tener un fantasma de «familia».

-Creo que no me divertiría mucho en América.
-Quizás se deba a que allí no tenemos ni ruinas ni curiosidades -dijo burlonamente Virginia.
-¡Qué curiosidades ni qué ruinas! -contestó el fantasma-. Tienen ustedes su Marina y sus modales.
-Buenas noches; voy a pedir a papá que conceda a los gemelos una semana más de vacaciones.
-¡No se vaya, miss Virginia, se lo suplico! -exclamó el fantasma-. Estoy tan solo y soy tan desgraciado, que no sé que hacer. Quisiera ir a acostarme y no puedo.
-Pues es inconcebible: no tiene usted más que meterse en la cama y apagar la luz. Algunas veces es dificilísimo permanecer despierto, sobre todo en una iglesia, pero, en cambio, dormir es muy sencillo. Ya ve usted: los gemelos saben dormir admirablemente, y no son de los más listos.
-Hace trescientos años que no duermo -dijo el anciano tristemente, haciendo que Virginia abriese mucho sus hermosos ojos azules, llenos de asombro-. Hace ya trescientos años que no duermo, así es que me siento cansadísimo.
Virginia adoptó un grave continente, y sus finos labios se movieron como pétalos de rosa.

Se acercó y arrodillándose al lado del fantasma, contempló su rostro envejecido y arrugado.

-Pobrecito fantasma -profirió a media voz -, ¿y no hay ningún sitio donde pueda usted dormir?
-Allá lejos, pasando el pinar -respondió él en voz baja y soñadora -, hay un jardincito. La hierba crece en él alta y espesa; allí pueden verse las grandes estrellas blancas de la cicuta, allí el ruiseñor canta toda la noche. Canta toda la noche, y la luna de cristal helado deja caer su mirada y el tejo extiende sus brazos de gigante sobre los durmientes.

Los ojos de Virginia se empañaron de lágrimas y sepultó la cara entre sus manos.

-Se refiere usted al jardín de la Muerte -murmuró -.
-¡Sí, de la muerte; ¡que debe ser hermosa! ¡Descansar en la blanda tierra oscura, mientras las hierbas se balancean encima de nuestra cabeza, y escuchar el silencio! No tener ni ayer ni mañana. Olvidarse del tiempo y de la vida; morar en paz. Usted puede ayudarme; usted puede abrirme de par en par las puertas de la muerte, porque el amor le acompaña a usted siempre, y el amor es más fuerte que la muerte.

Virginia tembló. Un estremecimiento helado recorrió todo su ser, y durante unos instantes hubo un gran silencio. Parecíale vivir un sueño terrible. Entonces el fantasma habló de nuevo con una voz que resonaba como los suspiros del viento:

-¿Ha leído usted alguna vez la antigua profecía que hay sobre las vidrieras de la biblioteca?
-¡Oh, muchas veces! -exclamó la muchacha levantando los ojos -. La conozco muy bien. Está pintada con unas curiosas letras doradas y se lee con dificultad. No tiene más que éstos seis versos:
Cuando una joven rubia logre hacer brotar una oración de los labios del pecador, cuando el almendro estéril dé fruto y una niña deje correr su llanto, entonces, toda la casa recobrará la tranquilidad y volverá la paz a Canterville.

Pero no sé lo que significan.
-Significan que tiene usted que llorar conmigo mis pecados, porque no tengo
lágrimas, y que tiene usted que rezar conmigo por mi alma, porque no tengo fe, y entonces, si ha sido usted siempre dulce, buena y cariñosa, el ángel de la muerte se apoderará de mí. Verá usted seres terribles en las tinieblas y voces funestas murmurarán en sus oídos, pero no podrán hacerle ningún daño, porque contra la pureza de una niña no pueden nada las potencias infernales.

Virginia no contestó, y el fantasma retorcíase las manos en la violencia de su desesperación, sin dejar de mirar la rubia cabeza inclinada. De pronto se irguió la joven, muy pálida, con un fulgor en los ojos.

-No tengo miedo -dijo con voz firme - y rogaré al ángel que se apiade de usted.
Levantóse el fantasma de su asiento lanzando un débil grito de alegría, cogió la blonda cabeza entre sus manos, con una gentileza que recordaba los tiempos pasados, y la besó.

Sus dedos estaban fríos como hielo y sus labios abrasaban como el fuego, pero Virginia no flaqueó; después la hizo atravesar la estancia sombría. Sobre el tapiz, de un verde apagado, estaban bordados unos pequeños cazadores. Soplaban en sus cuerpos adornados de flecos y con sus lindas manos hacíanle gestos de que retrocediese.

-Vuelve sobre tus pasos, Virginia. ¡Vete, vete! -gritaban.
Pero el fantasma le apretaba en aquel momento la mano con más fuerza, y ella cerró los ojos para no verlos.

Horribles animales de colas de lagarto y de ojazos saltones parpadearon maliciosamente en las esquinas de la chimenea, mientras le decían en voz baja:

-Ten cuidado, Virginia, ten cuidado. Podríamos no volver a verte.
Pero el fantasma apresuró el paso y Virginia no oyó nada.
Cuando llegaron al extremo de la estancia, el viejo se detuvo, murmurando unas palabras que ella no comprendió. Volvió Virginia a abrir los ojos y voy disiparse el muro lentamente, como una neblina, y abrirse ante ella una negra caverna.

Un áspero y helado viento les azotó, sintiendo la muchacha que la tiraban del vestido.

-De prisa, de prisa -gritó el fantasma -, o será demasiado tarde.
Y en el mismo momento, el muro se cerró de nuevo detrás de ellos y el salón de Tapices quedó desierto.

VI

Diez minutos después sonó la campana para el té y Virginia no bajó. Mistress Otis envió a uno de los criados a buscarla. No tardó en volver, diciendo que no había podido descubrir a miss Virginia por ninguna parte.

Como la muchacha tenía la costumbre de ir todas las tardes al jardín a recoger flores para la cena, mistress Otis no se inquietó lo más leve. Pero sonaron las seis y Virginia no aparecía.

Entonces su madre se sintió seriamente intranquila y envió a sus hijos en su busca, mientras ella y su marido recorrían todas las habitaciones de la casa. A las seis y media volvieron los gemelos, diciendo que no habían encontrado huellas de su hermana por parte alguna.

Entonces se conmovieron todos extraordinariamente, y nadie sabía qué hacer, cuando mister Otis recordó de repente que pocos días antes habían permitido acampar en el parque de una tribu de gitanos. Así es que salió inmediatamente para Blackfell-Hollow, acompañado de su hijo mayor y de dos de sus criados de la granja.

El duquesito de Cheshire, completamente loco de inquietud, rogó con insistencia a mister Otis que lo dejase acompañarle, mas éste se negó temiendo algún jaleo. Pero cuando llegó al sitio en cuestión vio que los gitanos se habían marchado. Se dieron prisa a huir, sin duda alguna, pues el fuego ardía todavía y quedaban platos sobre la hierba.

Después de mandar a Washington y a los dos hombres que registrasen los alrededores, se apresuró a regresar y envió telegramas a todos los inspectores de Policía del condado, rogándoles buscasen a una joven raptada por unos vagabundos o gitanos.

Luego hizo que le trajeran su caballo, y después de insistir para que su mujer y sus tres hijos se sentaran a la mesa, partió con un "groom" por el camino de Ascot. Había recorrido apenas dos millas, cuando oyó un galope a su espalda. Se volvió, viendo al duquesito que llegaba en su "poney", con la cara sofocada y la cabeza descubierta.

-Lo siento muchísimo -le dijo el joven con voz entrecortada -, pero me es imposible comer mientras Virginia no aparezca. Se lo ruego: no se enfade conmigo. Si nos hubiera permitido casarnos el año último, no habría pasado esto nunca. No me rechaza usted, ¿verdad? ¡No puedo ni quiero irme!

El ministro no pudo menos que dirigir una sonrisa a aquel mozo guapo y atolondrado, conmovidísimo ante la abnegación que mostraba por Virginia. Inclinándose sobre su caballo, le acarició los hombros bondadosamente, y le dijo:

-Pues bien, Cecil: ya que insiste usted en venir, no me queda más remedio que admitirle en mi compañía; pero, eso sí, tengo que comprarle un sombrero en Ascot. -¡Al diablo sombreros! ¡Lo que quiero es Virginia! -exclamó el duquesito, riendo. Y acto seguido galoparon hasta la estación.

Una vez allí, mister Otis preguntó al jefe si no habían visto en el andén de salida a una joven cuyas señas correspondiesen con las de Virginia, pero no averiguó nada sobre ella. No obstante lo cual, el jefe de la estación expidió telegramas a las estaciones del trayecto, ascendentes y descendentes, y le prometió ejercer una vigilancia minuciosa.

En seguida, después de comprar un sombrero para el duquesito en una tienda de novedades que se disponía a cerrar, mister Otis cabalgó hasta Bexley, pueblo situado cuatro millas más allá, y que, según le dijeron, era muy frecuentado por los gitanos. Hicieron levantarse al guarda rural, pero no pudieron conseguir ningún dato de él. Así es que, después de atravesar la plaza, los dos jinetes tomaron otra vez el camino de casa, llegando a Canterville a eso de las once, rendidos de cansancio y con el corazón desgarrado por la inquietud.

Se encontraron allí con Washington y los gemelos, esperándolos a la puerta con linternas, porque la avenida estaba muy oscura. No se había descubierto la menor señal de Virginia. Los gitanos fueron alcanzados en el prado de Brockley, pero no estaba la joven entre ellos. Explicaron la prisa de su marcha, diciendo que habían equivocado el día en que debía celebrarse la feria de Chorton y que el temor de llegar demasiado tarde les obligó a darse prisa.

Además, parecieron desconsolados por la desaparición de Virginia, pues estaban agradecidísimos a mister Otis por haberles permitido acampar en su parque. Cuatro de ellos de quedaron detrás para tomar parte en las pesquisas. Se hizo vaciar el estanque de las carpas. Registraron la finca en todos los sentidos pero no consiguieron nada.

Era evidente que Virginia estaba perdida, al menos por aquella noche, y fue con un aire de profundo abatimiento como entraron en casa mister Otis y los jóvenes, seguidos del "groom", que llevaba de las bridas al caballo y al "poney".

En el "hall" encontráronse con el grupo de criados, llenos de terror. La pobre mistress Otis estaba tumbada sobre un sofá de la biblioteca, casi loca de espanto y de ansiedad, y la vieja ama de gobierno le humedecía la frente con agua de colonia. Fue una comida tristísima.

No se hablaba apenas, y hasta los mismos gemelos parecían despavoridos y consternados, pues querían mucho a su hermana. Cuando terminaron, mister Otis, a pesar de los ruegos del duquesito, mandó que todo el mundo se acostase, ya que no podía hacer cosa alguna aquella noche; al día siguiente telegrafiaría a Scotland Yard para que pusieran inmediatamente varios detectives a su disposición.

Pero he aquí que en el preciso momento en que salían del comedor sonaron las doce en reloj de la torre. Apenas acababan de extinguirse las vibraciones de la última campanada, cuando oyóse un crujido acompañado de un grito penetrante.

Un trueno formidable bamboleó la casa, una melodía, que no tenía nada de terrenal, flotó en el aire. Un lienzo de la pared se despegó bruscamente en lo alto de la escalera, y sobre el rellano, muy pálida, casi blanca, apareció Virginia, llevando en la mano una cajita. Inmediatamente se precipitaron todos hacia ella. Mistress Otis la estrechó apasionadamente contra su corazón. El duquesito casi la ahogó con la violencia de sus besos, y los gemelos ejecutaron una danza de guerra salvaje alrededor del grupo.

-¡Ah...! ¡Hija mía! ¿Dónde te habías metido? -dijo mister Otis, bastante enfadado, creyendo que les había querido dar una broma a todos ellos-. Cecil y yo hemos registrado toda la comarca en busca tuya, y tu madre ha estado a punto de morirse de espanto. No vuelvas a dar bromitas de ese género a nadie.
-¡Menos al fantasma, menos al fantasma! -gritaron los gemelos, continuando sus cabriolas.
-Hija mía querida, gracias a Dios que te hemos encontrado; ya no nos volveremos a separar -murmuraba mistress Otis, besando a la muchacha, toda trémula, y acariciando sus cabellos de oro, que se desparramaban sobre sus hombros.
-Papá -dijo dulcemente Virginia-, estaba con el fantasma. Ha muerto ya. Es preciso que vayáis a verle. Fue muy malo, pero se ha arrepentido sinceramente de todo lo que había hecho, y antes de morir me ha dado esta caja de hermosas joyas.

Toda la familia la contempló muda y aterrada, pero ella tenía un aire muy solemne y muy serio.

En seguida, dando media vuelta, les precedió a través del hueco de la pared y bajaron a un corredor secreto.

Washington los seguía llevando una vela encendida, que cogió de la mesa. Por fin, llegaron a una gran puerta de roble erizada de recios clavos. Virginia la tocó, y entonces la puerta giró sobre sus goznes enormes y se hallaron en una habitación estrecha y baja, con el techo abovedado, y que tenía una ventanita.

Junto a una gran argolla de hierro empotrada en el muro, con la cual estaba encadenado, veíase un largo esqueleto, extendido cuan largo era sobre las losas. Parecía estirar sus dedos descarnados, como intentando llegar a un plato y a un cántaro, de forma antigua, colocados de tal forma que no pudiese alcanzarlos.

El cántaro había estado lleno de agua, indudablemente, pues tenía su interior tapizado de moho verde. Sobre el plato no quedaba más que un montón de polvo. Virginia se arrodilló junto al esqueleto, y, uniendo sus manitas, se puso a rezar en silencio, mientras la familia contemplaba con asombro la horrible tragedia cuyo secreto acababa de ser revelado.

-¡Atiza! -exclamó de pronto uno de los gemelos, que había ido a mirar por la ventanita, queriendo adivinar de qué lado del edificio caía aquella habitación-.
¡Atiza! El antiguo almendro, que estaba seco, ha florecido. Se ven admirablemente las hojas a la luz de la luna.
-¡Dios le ha perdonado! -dijo gravemente Virginia, levantándose. Y un magnífico resplandor parecía iluminar su rostro.
-¡Eres un ángel! -exclamó el duquesito, ciñéndole el cuello con sus brazos y
besándola.

VII

Cuatro días después de estos curiosos sucesos, a eso de las once de la noche, salía un fúnebre cortejo de Canterville-House. El carro iba arrastrado por ocho caballos negros, cada uno de los cuales llevaba adornada la cabeza con un gran penacho de plumas de avestruz, que se balanceaban.

La caja, de plomo, iba cubierta con un rico paño de púrpura, sobre el cual estaban bordadas en oro las armas de los Canterville. A cada lado del carro y de los coches marchaban los criados llevando antorchas encendidas.

Toda aquella comitiva tenía un aspecto grandioso e impresionante. Lord Canterville presidía el duelo; había venido del país de Gales expresamente para asistir al entierro, y ocupaba el primer coche, con la pequeña Virginia.

Después iban el ministro de los Estados Unidos y su esposa, y detrás, Washington y los dos muchachos. En el último coche iba mistress Umney. Todo el mundo convino en que, después de haber sido atemorizada por el fantasma, por espacio de más de cincuenta años, tenía realmente derecho de verle desaparecer para siempre.

Cavaron una profunda fosa en un rincón del cementerio, precisamente bajo el tejo centenario, y dijo las últimas oraciones, del modo más patético, el reverendo Augusto Dampier. Luego, al bajar la caja a la fosa, Virginia se adelantó, colocando encima de ella una gran cruz hecha con flores de almendro, blancas y rojas.

En aquel momento salió la luna de detrás de una nube e inundó el cementerio con sus silenciosas oleadas de plata, y de un bosquecillo cercano se elevó el canto de un ruiseñor.

Virginia recordó la descripción que le hizo el fantasma del jardín de la Muerte; sus ojos se llenaron de lágrimas y apenas pronunció una palabra durante el regreso. A la mañana siguiente, antes que lord Canterville partiese para la ciudad, mistress Otis conferenció con él respecto de las joyas entregadas por el fantasma a Virginia. Eran soberbias, magníficas.

Había, sobre todo, un collar de rubíes, en una antigua montura veneciana, que era un espléndido trabajo del siglo XVI, y el conjunto representaba tal cantidad que mister Otis sentía vivos escrúpulos en permitir a su hija que se quedase con ellas.

-Milord -dijo el ministro-, sé que en éste país se aplica la mano muerta lo mismo a los objetos menudos que a las tierras, y es evidente, evidentísimo para mí, que estas joyas deben quedar en poder de usted como legado de familia. Le ruego, por tanto, que consienta en llevárselas a Londres, considerándolas simplemente como una parte de su herencia que le fuera restituida en circunstancias extraordinarias. En cuanto a mi hija, no es más que una chiquilla, y hasta hoy, me complace decirlo, siente poco interés por estas futilezas de lujo superfluo. He sabido igualmente por mistress Otis, cuya autoridad no es despreciable en cosas de arte, dicho sea de paso, pues ha tenido la suerte de pasar varios inviernos en Boston, siendo muchacha, que esas piedras preciosas tienen un gran valor monetario, y que si se pusieran en venta producirían una bonita suma.

En estas circunstancias, lord Canterville, reconocerá usted, indudablemente, que no puedo permitir que queden en manos de ningún miembro de la familia. Además de que todos esos "bibelots" y todos esos juguetes, por muy apreciados y necesitados que sean a la dignidad de la aristocracia británica, estarían fuera de lugar entre personas educadas según los severos principios, pudiera decirse, de la sencillez republicana. Quizá me atrevería a asegurar que Virginia tiene gran interés en que la deje usted la cajita que encierra esas joyas, en recuerdo de las locuras y el infortunio del antepasado. Y como esa caja está muy vieja y, por consiguiente, deterioradísima, quizá encuentre usted razonable acoger favorablemente su petición. En cuanto a mí, confieso que me sorprende grandemente ver a uno de mis hijos demostrar interés por una cosa de la Edad Media, y la única explicación que le encuentro es que Virginia nació en un barrio de Londres, al poco tiempo de regresar mistress Otis de una excursión a Atenas.

Lord Canterville escuchó imperturbable el discurso del digno ministro, atusándose de cuando en cuando su bigote gris, para ocultar una sonrisa involuntaria. Una vez que hubo terminado mister Otis, le estrechó cordialmente la mano, y contestó:

-Mi querido amigo, su encantadora hijita ha prestado un servicio importantísimo a mi desgraciado antecesor. Mi familia y yo la estamos reconocidísimos por su maravilloso valor y por la sangre fría que ha demostrado. Las joyas le pertenecen, sin duda alguna, y creo, a fe mía, que si tuviese yo la suficiente insensibilidad para quitárselas, el viejo tunante saldría de su tumba al cabo de quince días para infernarme la vida. En cuanto a que sean joyas de familia, no podrían serlo sino después de estar especificadas como tales en un testamento, en forma legal, y la existencia de estas joyas permaneció siempre ignorada. Le aseguro que son tan mías como de su mayordomo. Cuando miss Virginia sea mayor, sospecho que le encantará tener cosas tan lindas que llevar. Además, mister Otis, olvida usted que adquirió usted el inmueble y el fantasma bajo inventario.

De modo que todo lo que pertenece al fantasma le pertenece a usted. A pesar de las pruebas de actividad que ha dado sir Simón por el corredor, no por eso deja de estar menos muerto, desde el punto de vista legal, y su compra le hace a usted dueño de lo que le pertenecía a él.

Mister Otis se quedó muy preocupado ante la negativa de lord Canterville, y le rogó que reflexionara nuevamente su decisión; pero el excelente par se mantuvo firme y terminó por convencer al ministro de que aceptase el regalo del fantasma.

Cuando, en la primavera de 1890, la duquesita de Cheshire fue presentada por primera vez en la recepción de la reina, con motivo de su casamiento, sus joyas fueron motivo de general admiración. Porque Virginia fue agraciada con el tortil o lambrequín de baronía, que se otorga como recompensa a todas las americanitas juiciosas, y se casó con su novio en cuanto éste tuvo edad para ello.

Eran ambos tan agradables y se amaban de tal modo, que a todo el mundo le encantó ese matrimonio, menos a la vieja marquesa de Dumbleton, que venía haciendo todo lo posible por atrapar al duquesito y casarle con una de sus siete hijas.

Para conseguirlo dio lo menos tres grandes comidas costosísimas. Cosa rara: mister Otis sentía una gran simpatía personal por el duquesito, pero teóricamente era enemigo del «particularismo», y, según sus propias palabras, «era de temer que, entre las influencias debilitantes de una aristocracia ávida de placer, fueran olvidados por Virginia los verdaderos principios de la sencillez republicana».

Pero nadie hizo caso de sus observaciones, y cuando avanzó por la nave lateral de la iglesia de San Jorge, en Hannover Square, llevando a su hija del brazo, no había hombre más orgulloso en toda Inglaterra.

Después de la luna de miel, el duque y la duquesa regresaron a Canterville-Chase, y al día siguiente de su llegada, por la tarde, fueron a dar una vuelta por el cementerio solitario próximo al pinar.

Al principio le preocupó mucho lo relativo a la inscripción que debía grabarse sobre la losa fúnebre de sir Simón, pero concluyeron por decidir que se pondrían simplemente las iniciales del viejo gentilhombre y los versos escritos en la ventana de la biblioteca.

La duquesa llevaba unas rosas magníficas, que desparramó sobre la tumba; después de permanecer allí un rato, pasaron por las ruinas del claustro de la antigua abadía.

La duquesa se sentó sobre una columna caída, mientras su marido, recostado a sus pies y fumando un cigarrillo, contemplaba sus lindos ojos. De pronto tiró el cigarrillo y, tomándole una mano le dijo:

-Virginia, una mujer no debe tener secretos con su marido.
-Y no los tengo, querido Cecil.
-Sí los tienes -respondió sonriendo-. No me has dicho nunca lo que sucedió mientras estuviste encerrada con el fantasma.
-Ni se lo he dicho a nadie -replicó gravemente Virginia.
-Ya lo sé; pero bien me lo podrías decir a mí.
-Cecil, te ruego que no me lo preguntes. No puedo realmente decírtelo. ¡Pobre sir Simón! Le debo mucho. Sí; no te rías, Cecil; le debo mucho realmente. Me hizo ver lo que es la vida, lo que significa la muerte y por qué el amor es más fuerte que la muerte.

El duque se levantó para besar amorosamente a su mujer.
-Puedes guardar tu secreto mientras yo posea tu corazón -dijo a media voz.
-Siempre fue tuyo.
-Y se lo dirás algún día a nuestros hijos, ¿verdad?
Virginia se ruborizó.

FIN

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We Will Rock You

| 02 octubre 2009 | 4 Opiniones |
Es sabido por muchísima gente mi gusto por Queen, nunca lo he podido oculta y no me interesa hacerlo. Siempre que veo que hay noticias nuevas sobre el grupo tengo un sobersalto, me dan temor.

Desde la noticia de lanzar un proyecto como Queen+PR, el SingStar Queen, compilatorios [excesivos y repetitivos] de éxitos, rumores sobre la película que abarcaría la vida de Freddie Mercury, el musical, entre otras cosas.

Hoy me entero de que hay planes de hacer la versión fílmica del musical We Will Rock You, y esto me asusta; si el musical fue mucho arriesgue, por la modificación en las letras de las canciones, por ejemplo, Radio Ga Ga a Internet Ga Ga, y el problema de hacer una adaptación del catálogo de Queen al teatro a pesar de tener demasiados tintes reatrales, si no, sólo basta escuchar Bohemian Rhapsody, It's A Hard Life, etc. El proyecto teatral contaba, mas bien, cuenta con el respaldo de un productor de renombre, al menos como actor: Robert De Niro, imagino que al momento de realizar la película [si es que el rumor es cierto] sea el mismo Robert parte de la producción.

Y lo de siempre, la gente diciendo que 'basta de lucrar con el nombre de Queen' [el mismo grupo lucró con su nombre durante 20 años de carrera], este proyecto [musical y supuesta película] se llama 'We Will Rock You', no se lucra con el nombre del grupo porque no aparece por ningún lado [al menos no en el título], y la canción es de la autoría de Brian May, así que, el argumento de lucro con el nombre es absurdo. Aunque la asociación es inevitable, al fin y al cabo, el trabajo fue realizado por Queen.

Desde mi punto de vista, el musical ha sido la propuesta más acertada y fresca realizada por Brian y Roger, a pesar de los inconvenientes mencionados antes, ya tiene mucho tiempo presentándose en teatros europeos según dicen, con mucho éxito, y es éste el motivo por lo cual la idea de la película me parece menos tentadora y más arriesgada, pues no han probado si ésta obra es del gusto de la gente fuera del viejo continente, a menos que sepan hacer una buena adaptación [de la adaptación] del guión y probar fuera de Europa el éxito que pueda tener el musical en su versión cine. Otra cosa a considerar es el elenco que participaría, si se busca a gente conocida en el mundo de las películas [como sucedió con Mamma Mia!] o respetar al elenco base del musical. No lo sé, habrá que esperar noticias en la web de May.

Brian May: ‘Tenemos planes de hacer una película de We Will Rock You’
21 Sep, 2009 - 12:27:39


El guitarrista de Queen confirmó que está trabajando en una versión fílmica del musical de Queen, luego de presentarse en la puesta teatral que se estrenó este fin de semana en Bristol.

En declaraciones a la BBC, May dijo que el éxito de Mamma Mia! incrementó el interés en hacer una película de We Will Rock You.

Ben Elton, escritor de la puesta, completó el guión, que en palabras de May es más 'rasposo' que la versión teatral.

Por otra parte, May sorprendió a la audiencia que había ido a ver el estreno de la puesta teatral de We Will Rock You. El musical, que se lleva a cabo en el Hippodrome de Bristol, estará en cartel por seis semanas.

El músico subió al escenario para hacerse cargo de las guitarras de Rapsodia Bohemia, en una performance que fue muy elogiada por la crítica y el público.

Según el Weston Mercury, su solo de guitarra eléctrica fue 'para volar mentes' y volvió loca a la gente, que lo ovacionó de pie durante 15 minutos.

deGuate.com
Cheers!

Siddharta 4/4

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EL HIJO

El niño había presenciado el funeral de su madre con timidez y lloriqueos; asustado y sombrío había escuchado a Siddharta, que le saludaba como hijo y le daba la bienvenida a la choza de Vasudeva.

Durante varios días quiso permanecer en la colina de su madre muerta; se hallaba demacrado, sin apetito. Cerraba los ojos y el corazón; se rebelaba obstinadamente contra su destino. Siddharta le trató con tacto y le dejó hacer: respetó su duelo. Comprendió Siddharta que su hijo no le conocía, y por lo tanto, no podía amarle como a un padre. Paulatinamente, también se dio cuenta de que ese niño, que ya tenía once años, era una personilla mimada, pues fue criado entre algodones, educado en las costumbres de los adinerados: comidas exquisitas, cama blanda, órdenes a los criados. Siddharta comprendió que entre sus hábitos y la pena, no podía contentarse de repente, con buena voluntad, ante la pobreza.

No le obligó a hacer nada, le sirvió paciente y le guardó siempre la mejor ración. Esperaba ganarle poco a poco, con amable paciencia.

Cuando llegó el niño, Siddharta se creyó rico y feliz. Sin embargo, al observar que el tiempo pasaba y el chico continuaba siendo extraño y sombrío, al ver que mostraba un corazón orgulloso y terco, que no quería trabajar ni respetar a los viejos, pero sí robar de los árboles frutas de Vasudeva, entonces Siddharta empezó a entender que con su hijo no le había llegado la paz y la felicidad, sino la pena y la preocupación.

No obstante, Siddharta amaba al muchacho, y prefería los disgustos del amor, a su anterior paz y
felicidad sin el pequeño.

Desde que el joven Siddharta vivía en la cabaña, los viejos se habían tenido que repartir la tarea.
Vasudeva cumplía el deber de barquero, otra vez solo, y Siddharta hacía el trabajo de la vivienda y del campo, para mantenerse cerca de su hijo.

Durante mucho tiempo, incluso largos meses, Siddharta esperó inútilmente que su hijo le comprendiera, que aceptara su amor, que quizá le correspondiera. Vasudeva esperó durante muchos meses; confiaba y callaba. Un día el joven Siddharta vejó una vez más a su padre con su testarudez y sus caprichos, y le rompió dos fuentes de arroz; aquella noche, Vasudeva llamó a su amigo y habló con él.

-Perdóname -empezó-. Te hablo con el corazón de un amigo. Veo que tienes preocupaciones, problemas. Tu hijo amado te preocupa, y también me inquieta a mí. El joven pájaro está acostumbrado a otra vida, a otro nido. No se ha escapado, como tú, de la riqueza y de la ciudad por hastío o aburrimiento, sino que lo ha abandonado en contra de su voluntad. Pregunté al río, amigo; muchas veces le he interrogado. Pero la corriente se ríe de mí y de ti, y se burla de nuestra necedad. El agua quiere estar junto al agua, la juventud con la juventud. Tu hijo no se encuentra en el lugar apropiado para poder desarrollarse bien. ¡Pregunta también al río, y sigue su consejo! Siddharta observó el amable semblante, en cuyos innumerables surcos se albergaba una continua serenidad.

-Pero, ¿puedo yo separarme de él? -preguntó Siddharta en voz baja, avergonzado-. ¡Deja que pase un tiempo, amigo! Mira, yo lucho por ganar el corazón de mi hijo, me esfuerzo con paciencia y amor, quiero conseguirlo. También el río llegará a hablarle a él.; también tiene vocación. La sonrisa de Vasudeva se hizo más afectuosa.

-Pues claro, también el pequeño tiene vocación y sirve para la vida eterna. No obstante, ¿sabemos nosotros, tú y yo, qué vocación tiene, qué vida le espera, qué obras y qué sufrimientos?
Sus dolores no serán pocos, ya que su corazón es orgulloso y duro, y esas personas tienen que sufrir mucho, equivocarse infinidad de veces, cometer innumerables injusticias, pecar una y otra
vez. Dime, amigo, ¿no educas a tu hijo? ¿No le obligas? ¿No le pegas? ¿No le castigas?

-No, Vasudeva, no hago nada de eso.
-Me lo imaginaba. No le obligas, ni le pegas, ni le mandas, y es que sabes que lo blando es más fuerte que lo duro, que el agua es más potente que la roca, que el amor es más vigoroso que la violencia. Conforme, y te elogio. Sin embargo, ¿no te equivocas pensando que no le obligas ni castigas? ¿No te atas con tu amor? ¿ No le avergüenzas día a día y le dificultas sus obras con tu bondad y paciencia? ¿No obligas al muchacho arrogante y mimado a vivir en una choza con dos viejos que se alimentan de plátanos y para los que un plato de arroz es un bocado exquisito? Nuestros pensamientos nunca podrán ser los suyos, igual que nuestro corazón viejo y quieto lleva
otra marcha, que no es la suya. ¿No crees que ya ha sido bastante castigado con todo ello? Siddharta bajó la cabeza, consternado. En voz baja preguntó:

-¿Qué me aconsejas que debo hacer?
Vasudeva continuo:
-Llévale a la ciudad, a casa de su madre. Allá todavía estarán los criados; déjale con ellos. Y si no los hay, condúcelo a casa de un profesor, no por lo que le pueda enseñar, sino para que se halle junto a otros chicos y chicas de su edad, en ese mundo que es el suyo. ¿Nunca lo pensaste? -Tú lees en mi corazón -repuso Siddharta-. A menudo lo pensé. Pero oye, ¿cómo puedo trasladarlo a ese mundo, si tiene débil el corazón? ¿No se volverá disoluto, no se perderá entre los placeres y el poder? ¿No repetirá los errores de su padre? ¿No se hundirá para siempre en el sansara?

La sonrisa del barquero se iluminó. Suavemente oprimió el brazo de Siddharta y declaró:
- ¡Pregunta al río, amigo! ¡Escucha su risa! ¿Realmente crees que has cometido tú esas necedades para ahorrárselas a tu hijo? ¿Acaso puedes protegerlo contra el sansara? ¿Y cómo? ¿Con la doctrina, con oraciones, advertencias? Amigo, ¿has olvidado totalmente aquella historia, la del hijo de un brahmán, llamado Siddharta, que me contaste aquí mismo? ¿Quién ha protegido del sansara al samana Siddharta? ¿Quién del pecado, de la codicia, de la necedad? ¿Le pudo custodiar la piedad de su padre, las advertencias de los profesores, sus propios conocimientos, su propia búsqueda? ¿Qué padre o qué profesor han conseguido evitar que él mismo viva la vida, se ensucie con la existencia, se cargue de culpabilidad, beba el brebaje amargo, encuentre su camino? Amigo, ¿ acaso crees que ese camino se lo podías ahorrar a alguien? ¿Quizás a tu hijo, porque le amas y desearías ahorrarle penas, dolor y desilusiones? Aunque te murieras diez veces por él, no conseguirías apartarle lo más mínimo de su destino.

Jamás Vasudeva había gastado tantas palabras. Siddharta se lo agradeció amablemente; preocupado, regresó a la cabaña y durante mucho tiempo no logró conciliar el sueño. Vasudeva no
le había dicho nada que antes no hubiera advertido y reflexionado. Pero era una idea que no podía poner en práctica; el amor hacia el muchacho era más fuerte que el conocimiento de la realidad, su cariño era más fuerte que el temor a perderlo. ¿Se había preocupado antes su corazón tan profundamente por algo? Jamás había amado a una persona tan ciegamente, nunca sufrió tanto por nadie, encontrándose feliz y desdichado a la vez.

Siddharta no era capaz de seguir el consejo de su amigo: no podía abandonar a su hijo. Se dejó mandar y despreciar por el muchacho. Callaba y esperaba; diariamente empezaba la lucha silenciosa de la amabilidad, de la paciencia. También Vasudeva se callaba y esperaba, amable, sabio, indulgente. Ambos eran maestros en la paciencia.

En una ocasión, como las facciones del muchacho le recordaran mucho a Kamala, Siddharta se vio obligado a pensar en una frase que le dijo Kamala una vez.

«Tú no sabes amar», le había manifestado.
Y Siddharta le había dado la razón. Y entonces se comparó con una estrella, y a los humanos con las hojas secas que se desprenden de los árboles; mas a pesar de todo, Siddharta advirtió en aquella frase un reproche. Realmente, nunca había podido perderse ni entregarse totalmente a una persona; olvidarse de sí mismo y cometer necedades por amor a otro; no, jamás supo hacerlo y ésta -así se lo parecía- había sido la gran diferencia que le separaba de los pueriles humanos. No obstante, ahora, desde que tenía a su hijo, también Siddharta se había convertido en un ser humano: sufría por una persona ajena, la amaba, y perdido por su amor se había convertido en un necio. También Siddharta sentía ahora, por primera vez en su vida, aunque tarde, aquella pasión, la más fuerte y especial pasión; sufría por ella, penaba extraordinariamente, y sin embargo, a la vez experimentaba una felicidad, una renovación, una nueva riqueza.

Se daba perfecta cuenta de que ese amor ciego hacia su hijo era una verdadera pasión; algo muy humano, un sansara, una fuente turbia, un agua oscura. A pesar de ello, a la vez sentía que le era valioso, necesario, como su propio ser. También se tenía que satisfacer aquel placer, también se tenían que probar esos dolores, también se debían cometer esas necedades.

Mientras tanto, el hijo le dejaba cometer esas necedades, y consentía que se humillara diariamente ante sus caprichos. Ese padre no poseía nada que pudiera admirar el muchacho, nada que le hiciera temer. Era un buen hombre, bondadoso, amable, quizá piadoso, o un santo..., pero estas cualidades no podían convencer al joven. Le aburría ese padre que le encerraba en aquella miserable choza; se cansaba que a cada grosería suya le contestara con una sonrisa, a cada insulto con un gesto de amabilidad, a cada malicia con bondad. Eso era precisamente lo que más odiaba del viejo. El muchacho habría preferido que le amenazara, que le maltratase.

Y llegó el día en que estallaron los sentimientos del joven Siddharta, y se dirigieron directamente
contra su padre. Le había dado éste una orden que recogiera leña. Pero el chico no salía de la choza; permaneció allí testarudo y furioso; pataleó, apretó los puños, y en pleno acceso arrojó todo su odio y desprecio a la cara del padre.

-¡Busca tú mismo la leña! -le gritó excitado-. Yo no soy tu criado. Ya sé que no me pegas, que no te atreves; ya sé que con tu piedad y paciencia continuamente me quieres castigar y seducir. ¡Deseas que sea como tú: piadoso, amable, sabio! Sin embargo, escúchame: ¡Prefiero ser un ladrón o un asesino e irme al infierno, antes que ser como tú! ¡Te odio! ¡No eres mi padre, aunque hayas sido diez veces el amante de mi madre!

La ira y el disgusto le desbordaron, cien palabras funestas se lanzaron contra el padre. Seguidamente el muchacho desapareció corriendo y no regresó hasta la última hora del crepúsculo. Sin embargo, a la mañana siguiente, había desaparecido; Tampoco hallaron el pequeño cesto de mimbre de dos colores en el que los barqueros guardaban las monedas de plata y cobre que recibían, como paga de su trabajo. Igualmente se había perdido la barca. Siddharta la vio en la otra orilla del río. Su hijo se había escapado.

-Debo seguirle -se dijo Siddharta, que todavía temblaba por los insultos del muchacho, el día anterior-. Un niño no puede cruzar solo el bosque. Se perderá. Tendremos que construir un bote,
Vasudeva, para llegar a la otra orilla.

-Haremos una lancha -contestó Vasudeva- para ir a buscar la barca que el joven se ha llevado. Pero a él deberías dejarle correr, amigo. Ya no es un niño, sabrá arreglárselas. El muchacho busca el camino de la ciudad, y tiene razón, no lo olvides. Hace lo que tú mismo has olvidado hacer. Se preocupa por sí mismo, sigue su camino. Siddharta, veo que sufres, pero son tormentos de los que uno puede reírse, y tú te burlarás de ellos muy pronto. Siddharta no contestó.

Ya tenía el hacha entre las manos y empezó a construir un bote de bambú. Vasudeva le ayudaba
para atar las cañas con cuerdas de hierbas. Entonces abandonaron la orilla, la corriente los llevó río abajo; en la otra ribera arrastraron al bote corriente arriba.
-¿Para qué te has traído el hacha? -inquirió Siddharta.
Vasudeva contesto:
-Podría ocurrir que el remo de nuestra embarcación se hubiera perdido.
Sin embargo, Siddharta sabía lo que su amigo pensaba. Creía que el muchacho habría roto o
arrojado el remo para vengarse, y a la vez impedir que le siguieran. Y, realmente, en la barca no
había remo.

Vasudeva señaló el suelo de la barca y fijó la mirada en su amigo con una sonrisa, como si
quisiera decir:

«¿No ves lo que tu hijo desea decirte? ¿No te das cuenta de que no quiere que le sigas?»
Pero no lo expuso con palabras.

Tomó el hacha y empezó a cortar un nuevo remo. No obstante, Siddharta se despidió para ir a
buscar al fugitivo. Vasudeva no se lo impidió.

Cuando Siddharta llevaba ya mucho tiempo en el bosque, se dio cuenta de la inutilidad de la búsqueda. Pensó que el zagal ya se le habría adelantado mucho, llegando entonces a la ciudad, o bien, si todavía estaba en camino, se escondía de él. Al seguir reflexionando comprendió que realmente no se preocupaba de su hijo; en su interior tenía la certeza de que no le había sucedido nada y que en el bosque no le amenazaba ningún peligro. A pesar de ello, corría sin descanso, no ya para salvarle, sino sólo por el fuerte deseo de verle una vez más. Y así llegó hasta la ciudad. En la carretera ancha, cerca de la población, se detuvo ante la entrada del hermoso parque que antes fuera propiedad de Kamala, allí donde la vio por primera vez, sentada en su litera. Su alma despertó. De nuevo se vio allí de joven, un samana barbudo y desnudo, con el cabello polvoriento.
Siddharta se quedó durante mucho tiempo ante la puerta y observó el interior del jardín. Pudo ver allí monjes de hábito amarillo paseándose bajo los frondosos árboles.

Permaneció en el mismo lugar un buen rato; pensó, recordó la imagen, escuchó la historia de su vida. Mucho tiempo contempló a los monjes, pero viendo a los jóvenes Siddharta y Kamala bajo los altos árboles. Con claridad observó cómo Kamala le entregaba el primer beso; vio a Siddharta que sentía desprecio y orgullo por su antigua vida de brahmán, y buscaba afanosamente y con vanidad la vida mundana.

También pudo percibir a Kamaswami, a los criados, vio las fiestas, los jugadores de dados, los músicos; sintió que el pájaro de Kamala vivía otra vez, respiró el sansara, volvióse a encontrar viejo y cansado, hastiado, deseoso de suicidarse. Y por segunda vez le salvó el Om.

Después de permanecer junto a la puerta del parque, Siddharta comprendió que era necio el deseo que le había conducido hasta aquel lugar: no podía ayudar a su hijo, no debía atarse a su hijo.

Dentro de su corazón sentía el profundo amor hacia el muchacho, como si se tratara de una herida; pero, a la vez, esa herida no era dolorosa, sino que se convertiría en una brillante flor. Se puso triste porque hasta entonces aún no había brotado la flor, ni siquiera brillaba. Ahora tan sólo existía el vacío en aquel mismo lugar en el que había ido a buscar a su hijo. Se sentó tristemente, experimentó como si algo muriese en su corazón; un vacío, una desilusión, una falta de objetivo. Se encontraba allí ensimismado, esperando. Lo había aprendido del río: aguardar, tener paciencia, escuchar.

Y se hallaba allí, contemplando el polvo del camino, atendiendo a su corazón triste y cansado: esperaba la voz. Durante muchas horas permaneció aguardando; ya no podía ver ninguna imagen, estaba hundido en el vacío, se hundía sin ver el camino.

Y cuando sentía el dolor de la herida, hablaba en silencio con el Om se llenaba del Om. Los monjes del jardín le vieron; al notar que se quedaba allí durante horas y horas y que en su cabello gris se depositaba el polvo, uno de ellos se le acercó y le colocó a su lado dos frutos del bananero. El anciano no los vio.

Una mano que tocó su hombro le despertó del sueño. Inmediatamente reconoció aquel contacto cariñoso; avergonzado volvió en sí. Se levantó y saludó a Vasudeva, que le había seguido a distancia. Al ver la cara cordial de Vasudeva, con sus ojos serenos, arrugados por la sonrisa, también sonrió Siddharta.

Ahora advirtió los frutos del bananero; los levantó, dio uno al barquero y se comió el otro. En silencio regresó con Vasudeva al bosque, a la barca. Ninguno de los dos habló sobre lo sucedido, nunca más nombraron al muchacho; jamás se mencionó la fuga, en ningún momento se renovó la
herida.

Al llegar a la cabaña, Siddharta se tendió encima del lecho. Poco después, Vasudeva se le acercó para ofrecerle una copa de leche de coco, pero Siddharta ya dormía.

OM

Durante mucho tiempo aún se resentía de la herida. Siddharta tuvo que pasar por el río muchos viajeros que iban acompañados de un hijo o una hija. Le era imposible fijarse en ellos sin sentir envidia, sin pensar:

«Tantas personas, tantos miles de personas poseen la más dulce felicidad. ¿Y por qué yo no? Incluso son personas malas, bandidos y ladrones, y tienen hijos y los aman, y son amados por ellos. Unicamente yo no lo tengo.»

Pensaba con tanta simpleza, que Siddharta ahora se parecía a esos seres humanos que nunca pierden el fondo infantil.

Ahora observaba a las personas desde otro ángulo distinto; quizá menos inteligente y menos orgulloso, pero más cálido, mas carinoso, con más interés. Cuando cruzaban viajeros corrientes, gentes infantiles, comerciantes, guerreros, mujeres..., ya no se mostraba tan asombrado de esas personas como antes. Los comprendía y se interesaba por su vida, que no se guiaba por raciocinios y conocimientos, sino únicamente por instintos y deseos. Ahora sentía igual que ellos.

Aunque Siddharta se encontraba cerca de la perfección, llevaba consigo la última herida; ahora le
parecía que esos humanos pueriles eran sus hermanos; sus vanidades, deseos y absurdos perdían
ante él lo ridículo, se volvían comprensibles, simpáticos e incluso venerables. El amor ciego de una
madre hacia su hijo, el orgullo estúpido de un padre presumido por su único vástago, el afán ofuscado de una mujer joven y frívola por las joyas, por la mirada de admiración de los hombres..., todos esos instintos y pasiones simples y necias, pero de enorme fuerza, se imponían ahora ante Siddharta con un poder avasallador; ya no eran chiquilladas. Se daba cuenta de que por todo ello la gente vivía, deseaba lograr una infinidad de metas, efectuaba viajes, combatía en guerras, sufría infinitamente, soportaba hasta lo indecible. Por ello, Siddharta los amaba; veía en ellos la vida, la existencia, lo indestructibIe; el Brahma se hallaba en cada una de sus pasiones, de sus obras. Esos seres le eran simpáticos y admirables por su ciega fidelidad, por su ofuscada fuerza y resistencia. No les faltaba nada; y sin embargo, el sabio y el filósofo sólo les aventajaba en un detalle diminuto: la conciencia, la idea consciente de la unidad de toda la vida.

Y Siddharta llegaba a veces a dudar de si esa idea o conocimiento tenía valor, o si quizá se trataba también de otra necedad de los humanos pensadores. En todo lo demás, los seres mundanos eran iguales a los sabios, incluso a menudo los superaban, como también los animales, al obrar con fortaleza y sin dejarse inmutar.

Poco a poco maduraba en Siddharta la plena conciencia de saber lo que realmente era sabiduría,
la meta de su larga búsqueda. Sin embargo, no se trataba más que de una disposición de alma, de
una capacidad, de un arte secreto de poder pensar la teoría de la unidad en cualquier momento, en medio de la vida, de poder sentir y respirar esa unidad.

Paulatinamente se abría esa flor en su interior, se reflejaba en el arrugado rostro aniñado de Vasudeva: armonía, conocimiento de la eterna perfección del mundo, sonrisa, unidad. No obstante, la herida le dolía aún; Siddharta pensaba en su hijo con ansiedad y amargura, mantenía su amor y afecto dentro de su corazón, permitía que el dolor le consumiera, cometía todas las necedades del amor. La llama no se podía apagar por sí sola.

Y un día, cuando la herida le desgarraba, Siddharta cruzó la otra orilla del río con ansiedad, se bajó de la barca y se encontró dispuesto a dirigirse a la ciudad, en busca de su hijo. El río se deslizaba suavemente, en silencio, ya que era el tiempo de la sequía. Sin embargo, su voz sonaba
de manera extraña: ¡Reía!

Sencillamente, el río se reía. Evidentemente se reía del viejo barquero. Siddharta se detuvo, se inclinó hacia el agua para poderla escuchar mejor, y vio reflejado su rostro; aquella cara le recordaba cosas pasadas, y se dio cuenta de lo siguiente: aquel rostro se parecía mucho a otro que
él había conocido, amado e incluso temido. Se parecía al de su padre, el brahmán. Y recordó que hacía mucho tiempo, de joven, había obligado a su padre a que le dejara marcharse con los ascetas; y luego fue su despedida, su marcha y su aplazado regreso. ¿No había sufrido su padre la misma pena que hoy sufría Siddharta por su hijo? ¿No había muerto su padre hacía tiempo, solo, sin haber visto a su hijo una vez más? ¿Por qué no tenía que esperar Siddharta la misma suerte? ¿No se trataba de una farsa, de una circunstancia rara y estúpida, esa repetición, ese recorrer el mismo círculo fatal?

El río se reía. Sí, así era; todo lo que no se había terminado de sufrir y solucionar, regresaba de nuevo. Siempre se volvían a sufrir las mismas penas. Y Siddharta regresó a la barca, volvió a la choza y siguió pensando en su padre, en su hijo, en el río que se burlaba, en su enemistad consigo mismo. Iba a desesperarse, incluso a echarse a reír, con el propio río, de sí mismo y de todo el mundo.

Sí, todavía no florecía la herida; el corazón aún se defendía contra el destino. Todavía no brillaba la serenidad y la victoria del sufrimiento. Pero Siddharta sentía la esperanza, y al regresar a la choza un deseo irresistible le obligó a abrir su alma ante Vasudeva, a mostrarle todo, a contarle todo al maestro de audiencia.

Vasudeva se encontraba en la cabaña trenzando un cesto. Ya no conducía la barca, pues sus ojos empezaban a volverse débiles; y no tan sólo le fallaba la vista, sino también los brazos y las manos.

Lo único que no cambiaba era su floreciente alegría y la serena benevolencia del rostro. Siddharta se sentó junto al anciano y empezó a hablar lentamente. Ahora contaba lo que nunca había dicho: sobre su camino hacia la ciudad, de la herida dolorosa, de su envidia al ver a otros padres felices, de su conocimiento, de la necedad ante tales deseos, de su inútil lucha contra todo aquello. Lo contó todo; podía decirle todo, incluso lo más delicado; a Vasudeva se le podía explicar todo, mostrárselo, narrárselo. Le mostró su herida, le contó su última fuga: cómo hoy se había dirigido al otro lado del río, como un niño fugitivo, dispuesto a ir a la ciudad. Y de cómo el río se le había burlado.

Habló durante largo tiempo. Mientras se desahogaba. Vasudeva escuchaba con su cara sonrosada; Siddharta sentía que esa atención de Vasudeva era más fuerte que nunca. Notó que sus dolores y temores se le transmitían, y cómo Vasudeva se los devolvía.

Mostrar la herida a ese oyente era como bañarla en el río hasta que se refrescara la herida y el cuerpo que la padecía. Y Siddharta continuó hablando, reconociendo, confesando; cada vez se percataba que el que le escuchaba ya no era Vasudeva, ya no era aquel hombre inmóvil, que se impregnaba de su confesión como el árbol se empapa con la lluvia; ese ser inmóvil era el propio río, el dios mismo, la eternidad. en persona.

Y a la vez que Siddharta dejaba de pensar en sí mismo y en su herida, empezaba a comprender el cambio de Vasudeva; cuanto más lo sentía y penetraba, menos sorprendente le parecía; percatá- base entonces de que todo era natural. Vasudeva ya hacía tiempo que estaba así, casi desde siempre, únicamente que Siddharta no se había dado cuenta. También a Siddharta le faltaba muy poco para llegar a ser igual que Vasudeva. Sentía que ahora le miraba como el pueblo observa a los dioses, y que esa situación no podía durar; su corazón comenzó a despedirse de Vasudeva, mientras su boca continuaba hablando sin detenerse.

Cuando terminó, Vasudeva dirigió a él su mirada amable, ya algo débil; no pronunció una palabra, su rostro silencioso expresaba amor y serenidad, comprensión y sabiduría. Tomó la mano de Siddharta, la condujo al banco junto a la orilla del río, y se sentó con él. Vasudeva sonrió a la corriente.

-Le has oído reír -comentó-. Pero no lo has oído todo. Escuchemos y verás cómo dice más cosas. Y prestaron atención. El canto polífono del agua se oía suavemente. Siddharta tenía la mirada fija en el río y en la corriente se le aparecieron imágenes: su padre solitario, llorando por el hijo; Siddharta mismo, también solitario y atado a su hijo con los lejanos brazos del anhelo; también su hijo, el joven Siddharta, ansioso, corriendo por la ardiente senda de los jóvenes deseos. Cada uno se hallaba dirigido hacia su meta, obsesionado con su fin, sufriendo por su objetivo. El río lo narraba todo con voz de sufrimiento, con cantos ansiosos, tonalidades tristes, corrientes curiosas.

«¿Lo oyes?», preguntó la mirada silenciosa de Vasudeva.
Siddharta negó con la cabeza.
-¡Escucha mejor! -susurró Vasudeva.
Siddharta se esforzó por atender mejor. La imagen de su padre, la suya y la de su hijo se juntaban; también se le apareció la figura de Kamala, pero se deshizo; igualmente vio la imagen de Govinda y de otros, y todas se entremezclaban y terminaban por desaparecer en el agua; todas corrían como el río, hacia su meta, ansiosos, sufriendo. Y la voz del río resonaba llena de ansiedad, de dolor, de un deseo insaciable.

El río corría hacia su meta. Siddharta observaba a ese río forjado por él, por los suyos, por todas las personas a las que jamás había visto. Todas las corrientes de agua se deslizaban con prisa, sufriendo, hacia sus fines, y en cada meta se encontraban con otra, y llegaban a todos los objetivos, y siempre seguía otro más; y el agua se convertía en vapor, subía al cielo, se transformaba en lluvia, se precipitaba desde el cielo, se convertía en fuente, en torrente, en río, y de nuevo se deslizaba corriendo hacia su próximo fin.

Pero aquella voz ansiosa había cambiado. Aún sonaba con resabios de sufrimiento y ansiedad, pero a ella se le unían otras voces de alegría y sufrimiento, sonidos buenos y malos, que reían y lloraban. Cien voces, mil voces.

Siddharta escuchaba. Ahora tan sólo permanecía atento, totalmente entregado a esa sensación; completamente vacío, sólo dedicado a asimilar, se daba cuenta de que acababa de aprender a escuchar. Ya, en muchas ocasiones, había oído las voces, el río, pero hoy sonaban diferentes. Ya no podía diferenciar las alegres de las tristes, las del niño y las del hombre: todas eran una, el lamento, el anhelo y la risa del sabio, el grito de ira y el suspiro del moribundo. Todo era uno, todo
permanecía estrechamente enlazado, y mil veces entremezclado.

Y todo aquello unido era el río, todas las voces, los fines, los anhelos, los sufrimientos, los placeres; el río era la música de la vida. Y cuando Siddharta escuchaba con atención al río, podía oír esa canción de mil voces; y sino escuchaba el dolor ni la risa, si no ataba su alma a una de aquellas voces y no penetraba su yo en ella ni oía todas las tonalidades, entonces percibía únicamente el total, la unidad. En aquel momento, la canción de mil voces, consistía en una sola palabra: el Om, la perfección.

«¿Lo oyes?», le preguntó nuevamente la mirada de Vasudeva.
Su sonrisa era clara; todas las arrugas de su vetusto rostro brillaban, como cuando el Om flota sobre todas las voces del río. Su sonrisa era diáfana cuando se dirigía al amigo; y ahora también el
rostro de Siddharta brillaba con la misma clase de sonrisa. Su herida florecía, su sufrimiento se iluminaba, su yo había entrado en la unidad.

En aquel momento, Siddharta dejó de luchar contra el destino, terminó el sufrir. En su cara se dibujaba la serenidad que da la sabiduría, a la que ya no se opone ninguna voluntad, la que conoce
toda la perfección, la que está de acuerdo con el río de los sucesos, con la corriente de la vida, lleno de igualdad de sentimientos, entregado a la corriente, perteneciente a la unidad. Cuando Vasudeva se levantó de su asiento junto a la orilla, miró a los ojos de Siddharta y observó en ellos el brillo y la serenidad de la sabiduría; suavemente le tocó el hombro con la mano, con cariño y cuidado, y declaró:

-He estado esperando este momento, amigo. Ahora que ha llegado, por fin, dejad que me marche. Durante mucho tiempo he aguardado; ya he sido bastante tiempo el barquero Vasudeva.
¡Adiós, río! ¡Adiós, choza! ¡Adiós, Siddharta!
Siddharta se inclinó profundamente ante Vasudeva.
-Lo sabía -manifestó en voz baja-. ¿Te irás a los bosques?
-Me voy a los bosques, hacia la unidad -contestó Vasudeva, y su rostro resplandecía.
Se alejó con rostro refulgante; Siddharta le siguió con la mirada llena de profunda alegría, de honda serenidad; contempló su caminar lleno de paz, observó su cabeza rodeada de resplandor, vio su cuerpo rebosante de luz.


GOVINDA

En una ocasión se encontraba Govinda con otros monjes descansando en el jardín que la cortesana Kamala había regalado a los discípulos de Gotama. Oyó hablar de un viejo barquero que vivía junto al río, a la distancia de una jornada, y que era considerado como un sabio. Cuando llegó el día en que tuvo que continuar su camino, Govinda eligió el camino en dirección a la barca, ya que deseaba conocer a aquel barquero. Pues, a pesar de que él había vivido toda su existencia según las reglas, y aunque los monjes jóvenes le respetaban por su edad y modestia, dentro de su corazón no se había apagado la llama de la inquietud y la búsqueda.

Llegó al río, rogó al viejo que le llevara al otro lado, y cuando bajaron de la barca, declaró:
-Mucho bien nos has hecho a nosotros, los monjes y peregrinos, ya que a la mayoría nos cruzaste
por este río. ¿No eres tú también, barquero, uno de los que buscan el camino de la verdad?
Los ojos viejos de Siddharta sonrieron al contestar:

~Te encuentras también tú entre los que buscan, venerable? Mas, ¿no tienes ya muchos años y
llevas el hábito de los monjes de Gotama?
-Aunque soy viejo -repuso Govinda-, no he dejado de buscar. Jamás dejaré de hacerlo: ése
parece ser mi destino. Y creo que tú también has buscado. ¿Quieres darme un consejo, venerable?
Siddharta declaró:

-¿Qué podría decirte, venerable? Quizá que has buscado demasiado. Que de tanto buscar, no tienes ocasión para encontrar.
-¿Cómo es eso? -preguntó Govinda.
-Cuando alguien busca -continuó Siddharta-, fácilmente puede ocurrir que su ojo sólo se fije en lo
que busca; pero como no lo halla, tampoco deja entrar en su ser otra cosa, ya que únicamente piensa en lo que busca, tiene un fin y está obsesionado con esa meta. Buscar significa tener un objetivo. Encontrar, sin embargo, significa estar libre, abierto, no necesitar ningún fin. Tú, venerable, quizás eres realmente uno que busca, pues persiguiendo tu objetivo, no ves muchas cosas que están a la vista.
-Todavía no te comprendo muy bien -objetó Govinda-. ¿Qué quieres decir?

Y Siddharta contestó:
-Hace tiempo, venerable, hace muchos años, que ya estuviste aquí una vez, junto a este río, y en su ribera hallaste a una persona durmiendo; entonces te sentaste a su lado para velar su sueño. Pero no reconociste a la persona que dormía, Govinda. Sorprendido, y como hechizado, el monje miró a los ojos del barquero.

-¿Eres tú, Siddharta? -preguntó con voz temblorosa-. ¡Tampoco esta vez te habría reconocido!
¡Te saludo de corazón, Siddharta, y me alegra profundamente volverte a ver! Has cambiado mucho, amigo... ¿Así que te has convertido en barquero?
Siddharta sonrió amablemente.

-Pues, sí, en barquero. Hay que cambiar mucho, Govinda. Hay quien debe llevar muchos hábitos,
y yo soy uno de ellos, amigo. Sé bien venido, Govinda, y quédate esta noche en mi choza. Govinda permaneció aquella noche en la cabaña y durmió en el lecho que antes fuera de Vasudeva. Interrogó mucho a su amigo de juventud, y Siddharta se vio obligado a contarle su vida. Cuando a la mañana siguiente había llegado la hora de empezar la marcha diaria, preguntó vacilante Govinda:

-Antes de continuar mi camino, Siddharta, permíteme una pregunta. ¿Tienes una doctrina? ¿Tienes una fe o una creencia que sigues, que te ayuda a vivir y a obrar bien? Siddharta declaró:

-Tú ya sabes, amigo, que de joven, cuando vivía con los ascetas, en el bosque, llegué a creer que debía desconfiar de las doctrinas y los profesores, y darles la espalda. No he cambiado de opinión. No obstante, he tenido muchos otros maestros desde entonces. Incluso una bella cortesana fue mi
instructora por un largo tiempo, así como un rico comerciante y unos jugadores de dados. También lo ha sido en una ocasión un discípulo de Buda; estaba sentado a mi lado, en el bosque, cuando yo me había adormecido en mi peregrinar. También aprendí de él, y le estoy agradecido, de veras. Sin embargo, de quien aprendí más fue de este río y de mi antecesor, el barquero Vasudeva. Era una persona muy sencilla; no se trataba de ningún filósofo, y sin embargo, sabía tanto como Gotama: era perfecto, un santo.

Govinda exclamo:
-¡Me parece, Siddharta, que todavía te gusta la burla! Te creo y sé que no has seguido a ningún profesor. ¿Pero, acaso no has encontrado tú mismo esta doctrina, con algunos razonamientos o conocimientos tuyos, que te ayuden a vivir? Si quisieras decirme alguna de esas teorías, alegrarías mi corazón. Siddharta repuso:

-He tenido ideas, sí, e incluso razonamientos de vez en cuando. En alguna ocasión he creído sentir en mí cómo se percibe la vida en el corazón, pero tan sólo por una hora o un día. Eran muchas las ideas, y me sería difícil comunicártelas. Mira, Govinda, ésta es una de las cuestiones que he descubierto: la sabiduría no es comunicable. La sabiduría que un erudito intenta comunicar, siempre suena a simpleza.

-¿Bromeas? -inquirió Govinda.
-No. Digo lo que he encontrado. El saber es comunicable, pero la sabiduría no. No se la puede hallar, pero se la puede vivir, nos sostiene, hace milagros: pero nunca se la puede explicar ni enseñar. Esto era lo que ya de joven pretendía, y lo que me apartó de los profesores.

«He encontrado otra idea que tú, Govinda, seguramente tomarás por broma o chifladura, pero, en realidad, se trata de mi mejor pensamiento. Es éste: ¡Lo contrario a cada verdad es igual de auténtico! O sea: una verdad sólo se puede pronunciar y expresar con palabras si es unilateral. Y
unilateral es todo lo que se puede expresar con pensamientos y declarar con palabras; todo lo unilateral, todo lo mediocre, todo lo que carece de integridad, de redondez, de unidad».

«Cuando el venerable Gotama enseñaba el mundo por medio de palabras, lo tenía que dividir en sansara y nirvana en ilusión y verdad, en sufrimiento y redención. No es posible otra forma para el que desea enseñar. No obstante, el mundo mismo, lo que existe a nuestro alrededor y en nuestro propio interior, nunca es unilateral. Jamás un hombre o un hecho es del todo sansara o del todo nirvana nunca un ser es completamente santo o pecador. Nos parece que es así porque nos hacemos la ilusión de que el tiempo es algo real. Y el tiempo no es real, Govinda, lo he experimentado muchísimas veces. Y si el tiempo no es real, también el lapso que parece existir entre el mundo y la eternidad, entre el sufrimiento y la bienaventuranza, entre lo malo y lo bueno, es una ilusión».

-¿Qué quieres decir? -preguntó Govinda angustiado.
-¡Escucha bien, amigo, escucha bien! El pecador, que lo somos tú y yo, es pecador, pero algún día volverá a ser Brahma, llegará a nirvana será buda..., y ahora fíjate bien: ese «algún» es una ilusión. ¡Es sólo metáfora! El pecador no está en camino hacia el budismo, no se encuentra en un desarrollo, aunque no nos lo podemos imaginar de otra forma. No; en el pecador, ahora y hoy, ya está presente el buda futuro, todo su futuro, en él, en ti, en todo se debe respetar el posible buda escondido.

«EI mundo, amigo Govinda, no es imperfecto, ni se encuentra en un camino lento hacia la perfección. No; él es perfecto en cualquier momento. Todo pecado ya lleva en sí el perdón, todos los lactantes, la muerte; todos los moribundos, la vida eterna. Ningún ser humano es capaz de ver en el otro en qué situación se halla dentro de su camino: en el ladrón y en el jugador espera el buda, en el brahmán espera el ladrón».

«En la profunda meditación existe la posibilidad de anular el tiempo, de ver toda la vida pasada, presente y futura a la vez, y entonces todo es bueno, perfecto: es brahma. Por ello, lo que existe me parece bueno; creo que todo debe ser así, tanto la muerte como la vida, el pecado o la santidad, la inteligencia o la necedad; todo necesita únicamente mi afirmación, mi buena voluntad, mi conformidad de amante: entonces es bueno para mí, y nunca podrá perjudicarme».

«He experimentado en mi propio cuerpo, en mi misma alma, que necesitaba el pecado, la voluptuosidad, el afán de propiedad, la vanidad, y que precisaba de la más vergonzosa desesperación para aprender a vencer mi resistencia, para instruirme a amar al mundo, para no compararlo con algún mundo deseado o imaginado, regido por una perfección inventada por mí, sino dejarlo tal como es y amarlo y vivirlo a gusto».

«Estas son, Govinda, algunas de las ideas que se me han ocurrido».
Siddharta se inclinó, levantó una piedra del suelo y la sopesó en la mano.
-Esto -declaró mientras jugaba-, es una piedra, y dentro de un tiempo quizá sea polvo de la tierra, y de la tierra pasará a ser una planta, o animal o un ser humano. En otro tiempo hubiera dicho:

«Esta piedra sólo es piedra, no tiene valor, pertenece al mundo de Maja; pero como en el circuito de las transformaciones también puede llegar a ser un ente humano y un espíritu, por ello le doy valor». Así, quizás, hubiera pensado antes. Pero ahora razono: esta piedra es una piedra, también
un animal, también un dios, también un buda; no la venero ni amo porque algún día pueda llegar a ser esto o lo otro, sino porque todo esto lo es desde hace tiempo, desde siempre. Y, precisamente, esto que ahora se me presenta como una piedra, que ahora y hoy veo que es una piedra, justamente por ello la amo y le doy un valor y un sentido en cada una de sus líneas y huecos, en el amarillo, en el gris, en la dureza, en el sonido que produce cuando la golpeo, en la sequedad o humedad de su superficie.

»Hay piedras que al tocarlas parecen aceite o jabón, y otras semejan hojas o arena, y cada una es diferente y roza el Orn a su manera; cada una es Brahma, pero a la vez es una piedra, está grasienta o jabonosa, y precisamente esto es lo que me gusta y me parece maravilloso y digno de
adoración.

»Pero no me hagas hablar más sobre todo ello. Las palabras no son buenas para el sentido secreto; en cuanto se pronuncia algo ya cambia un poquito, se lo falsifica..., sí, y también esto es muy bueno y me gusta asimismo, estoy muy de acuerdo que lo que es tesoro y sabiduría de una persona, parezca a otra una locura. Govinda escuchaba en silencio.

-¿Por qué me has dicho lo de la piedra? -preguntó vacilante, tras una pausa.
-Lo dije con intención. O quizás he querido declarar que amo precisamente a la piedra y al río, a
esas cosas que contemplamos y de las que podemos aprender. Govinda, puedo amar a una piedra, a un árbol o a su corteza. Son objetos que pueden amarse. Pero no a las palabras. Por ello, las doctrinas no me sirven, no tienen dureza, ni blandura, no poseen colores, ni cantos, ni olor, ni sabor, no encierran más que palabras. Acaso sea eso lo que te impide encontrar la paz, quizá sean
tantas palabras. También redención y virtud, lo mismo que sansara y nirvana son sólo palabras, Govinda. Fuera del nirvana no existe nada más: únicamente palpita el vocablo nirvana.
Govinda exclamó:

-Amigo, nirvana no es tan sólo un término. Nirvana es un pensamiento.
Siddharta continuó:
-Un pensamiento, puede ser así. Amigo, he de hacerte una confesión: no me gusta diferenciar mucho entre pensamientos y palabras. Para serte sincero, tampoco soy partidario de las teorías. Me gustan más los objetos. Aquí, en esta barca, por ejemplo, mi antecesor fue un hombre, un santo que durante muchos años creyó simplemente en el río, en nada más. Notó él que la voz del río le hablaba; de ella aprendió, pues el agua le educó y enseñó; el río le parecía un dios. Durante muchos años ignoró que todo viento, nube, pájaro o escarabajo, es igual de divino, y sabe tanto que también puede enseñar como el río. No obstante, cuando ese santo se marchó a los bosques, lo sabía todo, más que tú y yo, y sin profesor, ni libros; únicamente porque había creído en el río.

Govinda replicó:
-Pero, lo que tú llamas «objeto», ¿es realmente algo que tiene sustancia? ¿No se trata sólo de un engaño de Maja: únicamente imagen y apariencia? Tu piedra, tu árbol, tu río..., ¿son realidades? -Tampoco eso me preocupa mucho -repuso Siddharta-. ¡Qué más da que las cosas sean engaños o no! Y silo son, también yo lo seré entonces, y de ese modo nunca me importará. Este es el motivo que me obliga a tenerles tanto aprecio y veneración: son mis semejantes. Por ello puedo amarlos.

»Y ahora voy a exponerte una teoría de la que te vas a reír: el amor, Govinda, me parece que es lo más importante que existe. Penetrar en el mundo, explicarlo y despreciarlo, puede ser cuestión de interés para los grandes filósofos. Pero para mí, únicamente me interesa el poder amar a ese mundo, no despreciarlo; no odiarlo ni aborrecerme a mí mismo; a mí sólo me atrae la contemplación del mundo y de mí mismo, y de todos los seres, con amor, admiración y respeto.

-Eso sí que lo comprendo -interrumpió Govinda-. Pero precisamente fue este punto lo que el majestuoso reconoció como engaño. Gotama ordena benevolencia, respeto, compasión, tolerancia, pero no amor; nos prohibió atar a nuestro corazón en el amor hacia lo terrenal.

- Lo sé -repuso Siddharta. Y su sonrisa tenía un brillo dorado-. Lo sé, Govinda. Y mira, ya nos encontramos en medio de la espesura de las opiniones, en la discusión por palabras. No puedo negarlo: mis palabras sobre el amor contradicen, mejor dicho, parece que contradicen a las palabras de Gotama. Esa es la causa que me hace desconfiar de los términos, pues sé que esta contradicción es un engaño. Sé que estoy de acuerdo con Gotama. ¡Es imposible que el majestuoso no conozca el amor! ¡El, que ha llegado a conocer todo lo humano en su carácter transitorio y vanidoso, y que a pesar de ello amó tanto a los seres humanos! ¡El, que empleó toda su larga y penosa vida únicamente para ayudarles, para enseñarles!

»También en Gotama, tu maestro, prefiero sus hechos antes que sus palabras. Sus actos y su vida me parecen más importantes que sus oraciones, el gesto de su mano es más interesante que
sus opiniones. No veo su grandeza en el hablar, ni en el pensar, sino en sus obras y su existencia. Durante mucho tiempo permanecieron callados los dos ancianos. Entonces Govinda dijo al despedirse:

-Te agradezco, Siddharta, que me hayas comunicado tus pensamientos. Por un lado son extraños, y no todos los entendí de primera intención. Pero sea como sea, te lo agradezco y deseo que pases tus días en paz.

«Sin embargo -pensó para sus adentros-, este Siddharta es una persona extraña, habla de raras teorías y su doctrina me suena a locura. La del majestuoso se ve más clara, distinta, pura, comprensible; no contiene nada de rarezas, ni locuras o ridiculeces. Pero ya no me parecen tan distintos al majestuoso, las manos y los pies de Siddharta, ni su frente, su aliento, su sonrisa, su saludo, su manera de andar. Jamás nadie, después de que nuestro majestuoso buda entrara en el
nirvana me obligó a exclamar: ¡Este es un santo! Sólo ante Gotama, y ahora ante Siddharta. Aunque su doctrina sea extraña y sus palabras suenen a locura, la mirada, la mano, la piel, el cabello, todo él respira una pureza, una tranquilidad, una serenidad y clemencia y santidad que no he visto en ningún otro hombre, después de la muerte de nuestro majestuoso profesor.»

Mientras Govinda pensaba así, en su corazón mantenía un conflicto, y de nuevo se sintió atraído a Siddharta por amor. Se inclinó profundamente ante aquel hombre que se hallaba sentado, lleno de serenidad.

-Siddharta -empezó-, hemos llegado a ser hombres viejos. Difícilmente en esta vida volveremos a
encontrarnos. Veo, amigo, que has hallado la paz. Yo te confieso que no la he conseguido. ¡Dime, venerable, una palabra más! ¡Dame algo para el camino, algo que pueda entender y comprender!
Concédeme algo para ese camino. Frecuentemente mi marcha es difícil y sombría, Siddharta. Siddharta no pronunció palabra; le miró con sonrisa tranquila, siempre igual. Govinda clavó su vista fijamente en su rostro, con temor, con anhelo. Su mirada expresaba sufrimiento y una búsque- da eterna y un eterno rastrear. Siddharta le observó y sonrió.

- ¡ Acércate a mí! - susurró al oído de Govinda -. ¡ Acércate a mí! ¡Así, más cerca! ¡Muy cerca! Y
ahora, ¡besa mi frente, Govinda!

Y sucedió algo maravilloso mientras Govinda obedecía sus palabras, entre un presentimiento y el
amor que le atraía: se le acercó mucho y rozó su frente con los labios. Todo ocurrió mientras sus pensamientos se ocupaban todavía de las extrañas palabras de Siddharta, mientras se esforzaba aún por quitar el tiempo en vano y con resistencia de sus pensamientos, y de imaginarse el nirvana y sansara como una misma cosa, a la vez que sentía desprecio por las palabras de su amigo y luchaba en su interior con un enorme respeto y amor. Así fue.

Ya no contemplaba el rostro de su amigo Siddharta, sino que veía otras caras, muchas, una larga hilera, un río de rostros, de centenares, de miles de facciones; todas venían y pasaban, y sin embargo, parecía que todas desfilaban a la vez, que se renovaban continuamente, y que al mismo
tiempo eran Siddharta. Observó la cara de un pez, de una carpa, con la boca abierta por un inmenso dolor, de un pez moribundo, con los ojos sin vida..., vio la cara de un niño recién nacido, encarnada y llena de arrugas, a punto de echarse a llorar..., divisó el rostro de un asesino, le acechó mientras hundía un cuchillo en el cuerpo de una persona..., y al instante vislumbró a este criminal arrodillado y maniatado, y cómo el verdugo le decapitó con un golpe de espada..., distinguió los cuerpos de hombres y mujeres desnudos y en posturas de lucha, en un amor frenético..., entrevió cadáveres quietos, fríos, vacíos..., reparó en cabezas de animales, de jabalíes, de cocodrilos, de elefantes, de toros, de pájaros..., observó a los dioses, reconoció a Krishna y a Agni..., captó todas estas figuras y rostros en mil relaciones entre ellos, cada una en ayuda de la otra, amando, odiando, destruyendo y creando de nuevo. Cada figura era un querer morir, una confesión apasionada y dolorosa del carácter transitorio; pero ninguna moría, sólo cambiaban, siempre volvían a nacer con otro rostro nuevo, pero sin tiempo entre cara y cara... Y todas estas figuras descansaban, corrían, se creaban, flotaban, se reunían, y encima de todas ellas se mantenía continuamente algo débil, sin sustancia, pero a la vez existente, como un cristal fino o como hielo, como una piel transparente, una cáscara, un recipiente, un molde o una máscara de agua; y esa máscara sonreía, y se trataba del rostro sonriente de Siddharta, el que Govinda rozaba con sus labios en aquel momento.

Así vio Govinda esa sonrisa de la máscara, la sonrisa de la unidad por encima de las figuras, la sonrisa de la simultaneidad sobre las mil muertes y nacimientos; esa sonrisa de Siddharta era exactamente la misma del buda, serena, fina, impenetrable, quizá bondadosa, acaso irónica, siempre inteligente y múltiple, la sonrisa de Gotama que había contemplado cien veces con profundo respeto. Govinda lo sabía: así sonríen los que han alcanzado la perfección.

Sin saber si existía el tiempo, si había pasado un segundo o cien años, desconociendo si eran realidad un Gotama, un Siddharta, si vivía el yo y el tú, alcanzado su interior por una flecha divina cuya herida es dulce, encantado y roto su corazón..., Govinda permaneció todavía un tiempo inclinado sobre el rostro bronceado de Siddharta, el que besara hacía un momento, el que fuera escenario de todas las transformaciones, de todos los orígenes, de todo lo existente.

El rostro de Siddharta no había cambiado tras cerrarse en su superficie la profundidad y la multiplicidad; sonreía serena, suavemente, quizá muy bondadoso, acaso irónico, exactamente como había sonreído el majestuoso.

Govinda se inclinó profundamente: las lágrimas rodaron por sus mejillas arrugadas, sin que él siquiera lo notara; sintió como fuego su más profundo amor, su más modesta veneración en el alma. Se inclinó ante Siddharta casi hasta el suelo; Siddharta permanecía sentado, sin moverse, y
su sonrisa recordaba que jamás había amado, que nunca en la vida había tenido algo que considerase valioso y sagrado.

Fin