We Will Rock You

| 02 octubre 2009 | 4 Opiniones |
Es sabido por muchísima gente mi gusto por Queen, nunca lo he podido oculta y no me interesa hacerlo. Siempre que veo que hay noticias nuevas sobre el grupo tengo un sobersalto, me dan temor.

Desde la noticia de lanzar un proyecto como Queen+PR, el SingStar Queen, compilatorios [excesivos y repetitivos] de éxitos, rumores sobre la película que abarcaría la vida de Freddie Mercury, el musical, entre otras cosas.

Hoy me entero de que hay planes de hacer la versión fílmica del musical We Will Rock You, y esto me asusta; si el musical fue mucho arriesgue, por la modificación en las letras de las canciones, por ejemplo, Radio Ga Ga a Internet Ga Ga, y el problema de hacer una adaptación del catálogo de Queen al teatro a pesar de tener demasiados tintes reatrales, si no, sólo basta escuchar Bohemian Rhapsody, It's A Hard Life, etc. El proyecto teatral contaba, mas bien, cuenta con el respaldo de un productor de renombre, al menos como actor: Robert De Niro, imagino que al momento de realizar la película [si es que el rumor es cierto] sea el mismo Robert parte de la producción.

Y lo de siempre, la gente diciendo que 'basta de lucrar con el nombre de Queen' [el mismo grupo lucró con su nombre durante 20 años de carrera], este proyecto [musical y supuesta película] se llama 'We Will Rock You', no se lucra con el nombre del grupo porque no aparece por ningún lado [al menos no en el título], y la canción es de la autoría de Brian May, así que, el argumento de lucro con el nombre es absurdo. Aunque la asociación es inevitable, al fin y al cabo, el trabajo fue realizado por Queen.

Desde mi punto de vista, el musical ha sido la propuesta más acertada y fresca realizada por Brian y Roger, a pesar de los inconvenientes mencionados antes, ya tiene mucho tiempo presentándose en teatros europeos según dicen, con mucho éxito, y es éste el motivo por lo cual la idea de la película me parece menos tentadora y más arriesgada, pues no han probado si ésta obra es del gusto de la gente fuera del viejo continente, a menos que sepan hacer una buena adaptación [de la adaptación] del guión y probar fuera de Europa el éxito que pueda tener el musical en su versión cine. Otra cosa a considerar es el elenco que participaría, si se busca a gente conocida en el mundo de las películas [como sucedió con Mamma Mia!] o respetar al elenco base del musical. No lo sé, habrá que esperar noticias en la web de May.

Brian May: ‘Tenemos planes de hacer una película de We Will Rock You’
21 Sep, 2009 - 12:27:39


El guitarrista de Queen confirmó que está trabajando en una versión fílmica del musical de Queen, luego de presentarse en la puesta teatral que se estrenó este fin de semana en Bristol.

En declaraciones a la BBC, May dijo que el éxito de Mamma Mia! incrementó el interés en hacer una película de We Will Rock You.

Ben Elton, escritor de la puesta, completó el guión, que en palabras de May es más 'rasposo' que la versión teatral.

Por otra parte, May sorprendió a la audiencia que había ido a ver el estreno de la puesta teatral de We Will Rock You. El musical, que se lleva a cabo en el Hippodrome de Bristol, estará en cartel por seis semanas.

El músico subió al escenario para hacerse cargo de las guitarras de Rapsodia Bohemia, en una performance que fue muy elogiada por la crítica y el público.

Según el Weston Mercury, su solo de guitarra eléctrica fue 'para volar mentes' y volvió loca a la gente, que lo ovacionó de pie durante 15 minutos.

deGuate.com
Cheers!

Siddharta 4/4

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EL HIJO

El niño había presenciado el funeral de su madre con timidez y lloriqueos; asustado y sombrío había escuchado a Siddharta, que le saludaba como hijo y le daba la bienvenida a la choza de Vasudeva.

Durante varios días quiso permanecer en la colina de su madre muerta; se hallaba demacrado, sin apetito. Cerraba los ojos y el corazón; se rebelaba obstinadamente contra su destino. Siddharta le trató con tacto y le dejó hacer: respetó su duelo. Comprendió Siddharta que su hijo no le conocía, y por lo tanto, no podía amarle como a un padre. Paulatinamente, también se dio cuenta de que ese niño, que ya tenía once años, era una personilla mimada, pues fue criado entre algodones, educado en las costumbres de los adinerados: comidas exquisitas, cama blanda, órdenes a los criados. Siddharta comprendió que entre sus hábitos y la pena, no podía contentarse de repente, con buena voluntad, ante la pobreza.

No le obligó a hacer nada, le sirvió paciente y le guardó siempre la mejor ración. Esperaba ganarle poco a poco, con amable paciencia.

Cuando llegó el niño, Siddharta se creyó rico y feliz. Sin embargo, al observar que el tiempo pasaba y el chico continuaba siendo extraño y sombrío, al ver que mostraba un corazón orgulloso y terco, que no quería trabajar ni respetar a los viejos, pero sí robar de los árboles frutas de Vasudeva, entonces Siddharta empezó a entender que con su hijo no le había llegado la paz y la felicidad, sino la pena y la preocupación.

No obstante, Siddharta amaba al muchacho, y prefería los disgustos del amor, a su anterior paz y
felicidad sin el pequeño.

Desde que el joven Siddharta vivía en la cabaña, los viejos se habían tenido que repartir la tarea.
Vasudeva cumplía el deber de barquero, otra vez solo, y Siddharta hacía el trabajo de la vivienda y del campo, para mantenerse cerca de su hijo.

Durante mucho tiempo, incluso largos meses, Siddharta esperó inútilmente que su hijo le comprendiera, que aceptara su amor, que quizá le correspondiera. Vasudeva esperó durante muchos meses; confiaba y callaba. Un día el joven Siddharta vejó una vez más a su padre con su testarudez y sus caprichos, y le rompió dos fuentes de arroz; aquella noche, Vasudeva llamó a su amigo y habló con él.

-Perdóname -empezó-. Te hablo con el corazón de un amigo. Veo que tienes preocupaciones, problemas. Tu hijo amado te preocupa, y también me inquieta a mí. El joven pájaro está acostumbrado a otra vida, a otro nido. No se ha escapado, como tú, de la riqueza y de la ciudad por hastío o aburrimiento, sino que lo ha abandonado en contra de su voluntad. Pregunté al río, amigo; muchas veces le he interrogado. Pero la corriente se ríe de mí y de ti, y se burla de nuestra necedad. El agua quiere estar junto al agua, la juventud con la juventud. Tu hijo no se encuentra en el lugar apropiado para poder desarrollarse bien. ¡Pregunta también al río, y sigue su consejo! Siddharta observó el amable semblante, en cuyos innumerables surcos se albergaba una continua serenidad.

-Pero, ¿puedo yo separarme de él? -preguntó Siddharta en voz baja, avergonzado-. ¡Deja que pase un tiempo, amigo! Mira, yo lucho por ganar el corazón de mi hijo, me esfuerzo con paciencia y amor, quiero conseguirlo. También el río llegará a hablarle a él.; también tiene vocación. La sonrisa de Vasudeva se hizo más afectuosa.

-Pues claro, también el pequeño tiene vocación y sirve para la vida eterna. No obstante, ¿sabemos nosotros, tú y yo, qué vocación tiene, qué vida le espera, qué obras y qué sufrimientos?
Sus dolores no serán pocos, ya que su corazón es orgulloso y duro, y esas personas tienen que sufrir mucho, equivocarse infinidad de veces, cometer innumerables injusticias, pecar una y otra
vez. Dime, amigo, ¿no educas a tu hijo? ¿No le obligas? ¿No le pegas? ¿No le castigas?

-No, Vasudeva, no hago nada de eso.
-Me lo imaginaba. No le obligas, ni le pegas, ni le mandas, y es que sabes que lo blando es más fuerte que lo duro, que el agua es más potente que la roca, que el amor es más vigoroso que la violencia. Conforme, y te elogio. Sin embargo, ¿no te equivocas pensando que no le obligas ni castigas? ¿No te atas con tu amor? ¿ No le avergüenzas día a día y le dificultas sus obras con tu bondad y paciencia? ¿No obligas al muchacho arrogante y mimado a vivir en una choza con dos viejos que se alimentan de plátanos y para los que un plato de arroz es un bocado exquisito? Nuestros pensamientos nunca podrán ser los suyos, igual que nuestro corazón viejo y quieto lleva
otra marcha, que no es la suya. ¿No crees que ya ha sido bastante castigado con todo ello? Siddharta bajó la cabeza, consternado. En voz baja preguntó:

-¿Qué me aconsejas que debo hacer?
Vasudeva continuo:
-Llévale a la ciudad, a casa de su madre. Allá todavía estarán los criados; déjale con ellos. Y si no los hay, condúcelo a casa de un profesor, no por lo que le pueda enseñar, sino para que se halle junto a otros chicos y chicas de su edad, en ese mundo que es el suyo. ¿Nunca lo pensaste? -Tú lees en mi corazón -repuso Siddharta-. A menudo lo pensé. Pero oye, ¿cómo puedo trasladarlo a ese mundo, si tiene débil el corazón? ¿No se volverá disoluto, no se perderá entre los placeres y el poder? ¿No repetirá los errores de su padre? ¿No se hundirá para siempre en el sansara?

La sonrisa del barquero se iluminó. Suavemente oprimió el brazo de Siddharta y declaró:
- ¡Pregunta al río, amigo! ¡Escucha su risa! ¿Realmente crees que has cometido tú esas necedades para ahorrárselas a tu hijo? ¿Acaso puedes protegerlo contra el sansara? ¿Y cómo? ¿Con la doctrina, con oraciones, advertencias? Amigo, ¿has olvidado totalmente aquella historia, la del hijo de un brahmán, llamado Siddharta, que me contaste aquí mismo? ¿Quién ha protegido del sansara al samana Siddharta? ¿Quién del pecado, de la codicia, de la necedad? ¿Le pudo custodiar la piedad de su padre, las advertencias de los profesores, sus propios conocimientos, su propia búsqueda? ¿Qué padre o qué profesor han conseguido evitar que él mismo viva la vida, se ensucie con la existencia, se cargue de culpabilidad, beba el brebaje amargo, encuentre su camino? Amigo, ¿ acaso crees que ese camino se lo podías ahorrar a alguien? ¿Quizás a tu hijo, porque le amas y desearías ahorrarle penas, dolor y desilusiones? Aunque te murieras diez veces por él, no conseguirías apartarle lo más mínimo de su destino.

Jamás Vasudeva había gastado tantas palabras. Siddharta se lo agradeció amablemente; preocupado, regresó a la cabaña y durante mucho tiempo no logró conciliar el sueño. Vasudeva no
le había dicho nada que antes no hubiera advertido y reflexionado. Pero era una idea que no podía poner en práctica; el amor hacia el muchacho era más fuerte que el conocimiento de la realidad, su cariño era más fuerte que el temor a perderlo. ¿Se había preocupado antes su corazón tan profundamente por algo? Jamás había amado a una persona tan ciegamente, nunca sufrió tanto por nadie, encontrándose feliz y desdichado a la vez.

Siddharta no era capaz de seguir el consejo de su amigo: no podía abandonar a su hijo. Se dejó mandar y despreciar por el muchacho. Callaba y esperaba; diariamente empezaba la lucha silenciosa de la amabilidad, de la paciencia. También Vasudeva se callaba y esperaba, amable, sabio, indulgente. Ambos eran maestros en la paciencia.

En una ocasión, como las facciones del muchacho le recordaran mucho a Kamala, Siddharta se vio obligado a pensar en una frase que le dijo Kamala una vez.

«Tú no sabes amar», le había manifestado.
Y Siddharta le había dado la razón. Y entonces se comparó con una estrella, y a los humanos con las hojas secas que se desprenden de los árboles; mas a pesar de todo, Siddharta advirtió en aquella frase un reproche. Realmente, nunca había podido perderse ni entregarse totalmente a una persona; olvidarse de sí mismo y cometer necedades por amor a otro; no, jamás supo hacerlo y ésta -así se lo parecía- había sido la gran diferencia que le separaba de los pueriles humanos. No obstante, ahora, desde que tenía a su hijo, también Siddharta se había convertido en un ser humano: sufría por una persona ajena, la amaba, y perdido por su amor se había convertido en un necio. También Siddharta sentía ahora, por primera vez en su vida, aunque tarde, aquella pasión, la más fuerte y especial pasión; sufría por ella, penaba extraordinariamente, y sin embargo, a la vez experimentaba una felicidad, una renovación, una nueva riqueza.

Se daba perfecta cuenta de que ese amor ciego hacia su hijo era una verdadera pasión; algo muy humano, un sansara, una fuente turbia, un agua oscura. A pesar de ello, a la vez sentía que le era valioso, necesario, como su propio ser. También se tenía que satisfacer aquel placer, también se tenían que probar esos dolores, también se debían cometer esas necedades.

Mientras tanto, el hijo le dejaba cometer esas necedades, y consentía que se humillara diariamente ante sus caprichos. Ese padre no poseía nada que pudiera admirar el muchacho, nada que le hiciera temer. Era un buen hombre, bondadoso, amable, quizá piadoso, o un santo..., pero estas cualidades no podían convencer al joven. Le aburría ese padre que le encerraba en aquella miserable choza; se cansaba que a cada grosería suya le contestara con una sonrisa, a cada insulto con un gesto de amabilidad, a cada malicia con bondad. Eso era precisamente lo que más odiaba del viejo. El muchacho habría preferido que le amenazara, que le maltratase.

Y llegó el día en que estallaron los sentimientos del joven Siddharta, y se dirigieron directamente
contra su padre. Le había dado éste una orden que recogiera leña. Pero el chico no salía de la choza; permaneció allí testarudo y furioso; pataleó, apretó los puños, y en pleno acceso arrojó todo su odio y desprecio a la cara del padre.

-¡Busca tú mismo la leña! -le gritó excitado-. Yo no soy tu criado. Ya sé que no me pegas, que no te atreves; ya sé que con tu piedad y paciencia continuamente me quieres castigar y seducir. ¡Deseas que sea como tú: piadoso, amable, sabio! Sin embargo, escúchame: ¡Prefiero ser un ladrón o un asesino e irme al infierno, antes que ser como tú! ¡Te odio! ¡No eres mi padre, aunque hayas sido diez veces el amante de mi madre!

La ira y el disgusto le desbordaron, cien palabras funestas se lanzaron contra el padre. Seguidamente el muchacho desapareció corriendo y no regresó hasta la última hora del crepúsculo. Sin embargo, a la mañana siguiente, había desaparecido; Tampoco hallaron el pequeño cesto de mimbre de dos colores en el que los barqueros guardaban las monedas de plata y cobre que recibían, como paga de su trabajo. Igualmente se había perdido la barca. Siddharta la vio en la otra orilla del río. Su hijo se había escapado.

-Debo seguirle -se dijo Siddharta, que todavía temblaba por los insultos del muchacho, el día anterior-. Un niño no puede cruzar solo el bosque. Se perderá. Tendremos que construir un bote,
Vasudeva, para llegar a la otra orilla.

-Haremos una lancha -contestó Vasudeva- para ir a buscar la barca que el joven se ha llevado. Pero a él deberías dejarle correr, amigo. Ya no es un niño, sabrá arreglárselas. El muchacho busca el camino de la ciudad, y tiene razón, no lo olvides. Hace lo que tú mismo has olvidado hacer. Se preocupa por sí mismo, sigue su camino. Siddharta, veo que sufres, pero son tormentos de los que uno puede reírse, y tú te burlarás de ellos muy pronto. Siddharta no contestó.

Ya tenía el hacha entre las manos y empezó a construir un bote de bambú. Vasudeva le ayudaba
para atar las cañas con cuerdas de hierbas. Entonces abandonaron la orilla, la corriente los llevó río abajo; en la otra ribera arrastraron al bote corriente arriba.
-¿Para qué te has traído el hacha? -inquirió Siddharta.
Vasudeva contesto:
-Podría ocurrir que el remo de nuestra embarcación se hubiera perdido.
Sin embargo, Siddharta sabía lo que su amigo pensaba. Creía que el muchacho habría roto o
arrojado el remo para vengarse, y a la vez impedir que le siguieran. Y, realmente, en la barca no
había remo.

Vasudeva señaló el suelo de la barca y fijó la mirada en su amigo con una sonrisa, como si
quisiera decir:

«¿No ves lo que tu hijo desea decirte? ¿No te das cuenta de que no quiere que le sigas?»
Pero no lo expuso con palabras.

Tomó el hacha y empezó a cortar un nuevo remo. No obstante, Siddharta se despidió para ir a
buscar al fugitivo. Vasudeva no se lo impidió.

Cuando Siddharta llevaba ya mucho tiempo en el bosque, se dio cuenta de la inutilidad de la búsqueda. Pensó que el zagal ya se le habría adelantado mucho, llegando entonces a la ciudad, o bien, si todavía estaba en camino, se escondía de él. Al seguir reflexionando comprendió que realmente no se preocupaba de su hijo; en su interior tenía la certeza de que no le había sucedido nada y que en el bosque no le amenazaba ningún peligro. A pesar de ello, corría sin descanso, no ya para salvarle, sino sólo por el fuerte deseo de verle una vez más. Y así llegó hasta la ciudad. En la carretera ancha, cerca de la población, se detuvo ante la entrada del hermoso parque que antes fuera propiedad de Kamala, allí donde la vio por primera vez, sentada en su litera. Su alma despertó. De nuevo se vio allí de joven, un samana barbudo y desnudo, con el cabello polvoriento.
Siddharta se quedó durante mucho tiempo ante la puerta y observó el interior del jardín. Pudo ver allí monjes de hábito amarillo paseándose bajo los frondosos árboles.

Permaneció en el mismo lugar un buen rato; pensó, recordó la imagen, escuchó la historia de su vida. Mucho tiempo contempló a los monjes, pero viendo a los jóvenes Siddharta y Kamala bajo los altos árboles. Con claridad observó cómo Kamala le entregaba el primer beso; vio a Siddharta que sentía desprecio y orgullo por su antigua vida de brahmán, y buscaba afanosamente y con vanidad la vida mundana.

También pudo percibir a Kamaswami, a los criados, vio las fiestas, los jugadores de dados, los músicos; sintió que el pájaro de Kamala vivía otra vez, respiró el sansara, volvióse a encontrar viejo y cansado, hastiado, deseoso de suicidarse. Y por segunda vez le salvó el Om.

Después de permanecer junto a la puerta del parque, Siddharta comprendió que era necio el deseo que le había conducido hasta aquel lugar: no podía ayudar a su hijo, no debía atarse a su hijo.

Dentro de su corazón sentía el profundo amor hacia el muchacho, como si se tratara de una herida; pero, a la vez, esa herida no era dolorosa, sino que se convertiría en una brillante flor. Se puso triste porque hasta entonces aún no había brotado la flor, ni siquiera brillaba. Ahora tan sólo existía el vacío en aquel mismo lugar en el que había ido a buscar a su hijo. Se sentó tristemente, experimentó como si algo muriese en su corazón; un vacío, una desilusión, una falta de objetivo. Se encontraba allí ensimismado, esperando. Lo había aprendido del río: aguardar, tener paciencia, escuchar.

Y se hallaba allí, contemplando el polvo del camino, atendiendo a su corazón triste y cansado: esperaba la voz. Durante muchas horas permaneció aguardando; ya no podía ver ninguna imagen, estaba hundido en el vacío, se hundía sin ver el camino.

Y cuando sentía el dolor de la herida, hablaba en silencio con el Om se llenaba del Om. Los monjes del jardín le vieron; al notar que se quedaba allí durante horas y horas y que en su cabello gris se depositaba el polvo, uno de ellos se le acercó y le colocó a su lado dos frutos del bananero. El anciano no los vio.

Una mano que tocó su hombro le despertó del sueño. Inmediatamente reconoció aquel contacto cariñoso; avergonzado volvió en sí. Se levantó y saludó a Vasudeva, que le había seguido a distancia. Al ver la cara cordial de Vasudeva, con sus ojos serenos, arrugados por la sonrisa, también sonrió Siddharta.

Ahora advirtió los frutos del bananero; los levantó, dio uno al barquero y se comió el otro. En silencio regresó con Vasudeva al bosque, a la barca. Ninguno de los dos habló sobre lo sucedido, nunca más nombraron al muchacho; jamás se mencionó la fuga, en ningún momento se renovó la
herida.

Al llegar a la cabaña, Siddharta se tendió encima del lecho. Poco después, Vasudeva se le acercó para ofrecerle una copa de leche de coco, pero Siddharta ya dormía.

OM

Durante mucho tiempo aún se resentía de la herida. Siddharta tuvo que pasar por el río muchos viajeros que iban acompañados de un hijo o una hija. Le era imposible fijarse en ellos sin sentir envidia, sin pensar:

«Tantas personas, tantos miles de personas poseen la más dulce felicidad. ¿Y por qué yo no? Incluso son personas malas, bandidos y ladrones, y tienen hijos y los aman, y son amados por ellos. Unicamente yo no lo tengo.»

Pensaba con tanta simpleza, que Siddharta ahora se parecía a esos seres humanos que nunca pierden el fondo infantil.

Ahora observaba a las personas desde otro ángulo distinto; quizá menos inteligente y menos orgulloso, pero más cálido, mas carinoso, con más interés. Cuando cruzaban viajeros corrientes, gentes infantiles, comerciantes, guerreros, mujeres..., ya no se mostraba tan asombrado de esas personas como antes. Los comprendía y se interesaba por su vida, que no se guiaba por raciocinios y conocimientos, sino únicamente por instintos y deseos. Ahora sentía igual que ellos.

Aunque Siddharta se encontraba cerca de la perfección, llevaba consigo la última herida; ahora le
parecía que esos humanos pueriles eran sus hermanos; sus vanidades, deseos y absurdos perdían
ante él lo ridículo, se volvían comprensibles, simpáticos e incluso venerables. El amor ciego de una
madre hacia su hijo, el orgullo estúpido de un padre presumido por su único vástago, el afán ofuscado de una mujer joven y frívola por las joyas, por la mirada de admiración de los hombres..., todos esos instintos y pasiones simples y necias, pero de enorme fuerza, se imponían ahora ante Siddharta con un poder avasallador; ya no eran chiquilladas. Se daba cuenta de que por todo ello la gente vivía, deseaba lograr una infinidad de metas, efectuaba viajes, combatía en guerras, sufría infinitamente, soportaba hasta lo indecible. Por ello, Siddharta los amaba; veía en ellos la vida, la existencia, lo indestructibIe; el Brahma se hallaba en cada una de sus pasiones, de sus obras. Esos seres le eran simpáticos y admirables por su ciega fidelidad, por su ofuscada fuerza y resistencia. No les faltaba nada; y sin embargo, el sabio y el filósofo sólo les aventajaba en un detalle diminuto: la conciencia, la idea consciente de la unidad de toda la vida.

Y Siddharta llegaba a veces a dudar de si esa idea o conocimiento tenía valor, o si quizá se trataba también de otra necedad de los humanos pensadores. En todo lo demás, los seres mundanos eran iguales a los sabios, incluso a menudo los superaban, como también los animales, al obrar con fortaleza y sin dejarse inmutar.

Poco a poco maduraba en Siddharta la plena conciencia de saber lo que realmente era sabiduría,
la meta de su larga búsqueda. Sin embargo, no se trataba más que de una disposición de alma, de
una capacidad, de un arte secreto de poder pensar la teoría de la unidad en cualquier momento, en medio de la vida, de poder sentir y respirar esa unidad.

Paulatinamente se abría esa flor en su interior, se reflejaba en el arrugado rostro aniñado de Vasudeva: armonía, conocimiento de la eterna perfección del mundo, sonrisa, unidad. No obstante, la herida le dolía aún; Siddharta pensaba en su hijo con ansiedad y amargura, mantenía su amor y afecto dentro de su corazón, permitía que el dolor le consumiera, cometía todas las necedades del amor. La llama no se podía apagar por sí sola.

Y un día, cuando la herida le desgarraba, Siddharta cruzó la otra orilla del río con ansiedad, se bajó de la barca y se encontró dispuesto a dirigirse a la ciudad, en busca de su hijo. El río se deslizaba suavemente, en silencio, ya que era el tiempo de la sequía. Sin embargo, su voz sonaba
de manera extraña: ¡Reía!

Sencillamente, el río se reía. Evidentemente se reía del viejo barquero. Siddharta se detuvo, se inclinó hacia el agua para poderla escuchar mejor, y vio reflejado su rostro; aquella cara le recordaba cosas pasadas, y se dio cuenta de lo siguiente: aquel rostro se parecía mucho a otro que
él había conocido, amado e incluso temido. Se parecía al de su padre, el brahmán. Y recordó que hacía mucho tiempo, de joven, había obligado a su padre a que le dejara marcharse con los ascetas; y luego fue su despedida, su marcha y su aplazado regreso. ¿No había sufrido su padre la misma pena que hoy sufría Siddharta por su hijo? ¿No había muerto su padre hacía tiempo, solo, sin haber visto a su hijo una vez más? ¿Por qué no tenía que esperar Siddharta la misma suerte? ¿No se trataba de una farsa, de una circunstancia rara y estúpida, esa repetición, ese recorrer el mismo círculo fatal?

El río se reía. Sí, así era; todo lo que no se había terminado de sufrir y solucionar, regresaba de nuevo. Siempre se volvían a sufrir las mismas penas. Y Siddharta regresó a la barca, volvió a la choza y siguió pensando en su padre, en su hijo, en el río que se burlaba, en su enemistad consigo mismo. Iba a desesperarse, incluso a echarse a reír, con el propio río, de sí mismo y de todo el mundo.

Sí, todavía no florecía la herida; el corazón aún se defendía contra el destino. Todavía no brillaba la serenidad y la victoria del sufrimiento. Pero Siddharta sentía la esperanza, y al regresar a la choza un deseo irresistible le obligó a abrir su alma ante Vasudeva, a mostrarle todo, a contarle todo al maestro de audiencia.

Vasudeva se encontraba en la cabaña trenzando un cesto. Ya no conducía la barca, pues sus ojos empezaban a volverse débiles; y no tan sólo le fallaba la vista, sino también los brazos y las manos.

Lo único que no cambiaba era su floreciente alegría y la serena benevolencia del rostro. Siddharta se sentó junto al anciano y empezó a hablar lentamente. Ahora contaba lo que nunca había dicho: sobre su camino hacia la ciudad, de la herida dolorosa, de su envidia al ver a otros padres felices, de su conocimiento, de la necedad ante tales deseos, de su inútil lucha contra todo aquello. Lo contó todo; podía decirle todo, incluso lo más delicado; a Vasudeva se le podía explicar todo, mostrárselo, narrárselo. Le mostró su herida, le contó su última fuga: cómo hoy se había dirigido al otro lado del río, como un niño fugitivo, dispuesto a ir a la ciudad. Y de cómo el río se le había burlado.

Habló durante largo tiempo. Mientras se desahogaba. Vasudeva escuchaba con su cara sonrosada; Siddharta sentía que esa atención de Vasudeva era más fuerte que nunca. Notó que sus dolores y temores se le transmitían, y cómo Vasudeva se los devolvía.

Mostrar la herida a ese oyente era como bañarla en el río hasta que se refrescara la herida y el cuerpo que la padecía. Y Siddharta continuó hablando, reconociendo, confesando; cada vez se percataba que el que le escuchaba ya no era Vasudeva, ya no era aquel hombre inmóvil, que se impregnaba de su confesión como el árbol se empapa con la lluvia; ese ser inmóvil era el propio río, el dios mismo, la eternidad. en persona.

Y a la vez que Siddharta dejaba de pensar en sí mismo y en su herida, empezaba a comprender el cambio de Vasudeva; cuanto más lo sentía y penetraba, menos sorprendente le parecía; percatá- base entonces de que todo era natural. Vasudeva ya hacía tiempo que estaba así, casi desde siempre, únicamente que Siddharta no se había dado cuenta. También a Siddharta le faltaba muy poco para llegar a ser igual que Vasudeva. Sentía que ahora le miraba como el pueblo observa a los dioses, y que esa situación no podía durar; su corazón comenzó a despedirse de Vasudeva, mientras su boca continuaba hablando sin detenerse.

Cuando terminó, Vasudeva dirigió a él su mirada amable, ya algo débil; no pronunció una palabra, su rostro silencioso expresaba amor y serenidad, comprensión y sabiduría. Tomó la mano de Siddharta, la condujo al banco junto a la orilla del río, y se sentó con él. Vasudeva sonrió a la corriente.

-Le has oído reír -comentó-. Pero no lo has oído todo. Escuchemos y verás cómo dice más cosas. Y prestaron atención. El canto polífono del agua se oía suavemente. Siddharta tenía la mirada fija en el río y en la corriente se le aparecieron imágenes: su padre solitario, llorando por el hijo; Siddharta mismo, también solitario y atado a su hijo con los lejanos brazos del anhelo; también su hijo, el joven Siddharta, ansioso, corriendo por la ardiente senda de los jóvenes deseos. Cada uno se hallaba dirigido hacia su meta, obsesionado con su fin, sufriendo por su objetivo. El río lo narraba todo con voz de sufrimiento, con cantos ansiosos, tonalidades tristes, corrientes curiosas.

«¿Lo oyes?», preguntó la mirada silenciosa de Vasudeva.
Siddharta negó con la cabeza.
-¡Escucha mejor! -susurró Vasudeva.
Siddharta se esforzó por atender mejor. La imagen de su padre, la suya y la de su hijo se juntaban; también se le apareció la figura de Kamala, pero se deshizo; igualmente vio la imagen de Govinda y de otros, y todas se entremezclaban y terminaban por desaparecer en el agua; todas corrían como el río, hacia su meta, ansiosos, sufriendo. Y la voz del río resonaba llena de ansiedad, de dolor, de un deseo insaciable.

El río corría hacia su meta. Siddharta observaba a ese río forjado por él, por los suyos, por todas las personas a las que jamás había visto. Todas las corrientes de agua se deslizaban con prisa, sufriendo, hacia sus fines, y en cada meta se encontraban con otra, y llegaban a todos los objetivos, y siempre seguía otro más; y el agua se convertía en vapor, subía al cielo, se transformaba en lluvia, se precipitaba desde el cielo, se convertía en fuente, en torrente, en río, y de nuevo se deslizaba corriendo hacia su próximo fin.

Pero aquella voz ansiosa había cambiado. Aún sonaba con resabios de sufrimiento y ansiedad, pero a ella se le unían otras voces de alegría y sufrimiento, sonidos buenos y malos, que reían y lloraban. Cien voces, mil voces.

Siddharta escuchaba. Ahora tan sólo permanecía atento, totalmente entregado a esa sensación; completamente vacío, sólo dedicado a asimilar, se daba cuenta de que acababa de aprender a escuchar. Ya, en muchas ocasiones, había oído las voces, el río, pero hoy sonaban diferentes. Ya no podía diferenciar las alegres de las tristes, las del niño y las del hombre: todas eran una, el lamento, el anhelo y la risa del sabio, el grito de ira y el suspiro del moribundo. Todo era uno, todo
permanecía estrechamente enlazado, y mil veces entremezclado.

Y todo aquello unido era el río, todas las voces, los fines, los anhelos, los sufrimientos, los placeres; el río era la música de la vida. Y cuando Siddharta escuchaba con atención al río, podía oír esa canción de mil voces; y sino escuchaba el dolor ni la risa, si no ataba su alma a una de aquellas voces y no penetraba su yo en ella ni oía todas las tonalidades, entonces percibía únicamente el total, la unidad. En aquel momento, la canción de mil voces, consistía en una sola palabra: el Om, la perfección.

«¿Lo oyes?», le preguntó nuevamente la mirada de Vasudeva.
Su sonrisa era clara; todas las arrugas de su vetusto rostro brillaban, como cuando el Om flota sobre todas las voces del río. Su sonrisa era diáfana cuando se dirigía al amigo; y ahora también el
rostro de Siddharta brillaba con la misma clase de sonrisa. Su herida florecía, su sufrimiento se iluminaba, su yo había entrado en la unidad.

En aquel momento, Siddharta dejó de luchar contra el destino, terminó el sufrir. En su cara se dibujaba la serenidad que da la sabiduría, a la que ya no se opone ninguna voluntad, la que conoce
toda la perfección, la que está de acuerdo con el río de los sucesos, con la corriente de la vida, lleno de igualdad de sentimientos, entregado a la corriente, perteneciente a la unidad. Cuando Vasudeva se levantó de su asiento junto a la orilla, miró a los ojos de Siddharta y observó en ellos el brillo y la serenidad de la sabiduría; suavemente le tocó el hombro con la mano, con cariño y cuidado, y declaró:

-He estado esperando este momento, amigo. Ahora que ha llegado, por fin, dejad que me marche. Durante mucho tiempo he aguardado; ya he sido bastante tiempo el barquero Vasudeva.
¡Adiós, río! ¡Adiós, choza! ¡Adiós, Siddharta!
Siddharta se inclinó profundamente ante Vasudeva.
-Lo sabía -manifestó en voz baja-. ¿Te irás a los bosques?
-Me voy a los bosques, hacia la unidad -contestó Vasudeva, y su rostro resplandecía.
Se alejó con rostro refulgante; Siddharta le siguió con la mirada llena de profunda alegría, de honda serenidad; contempló su caminar lleno de paz, observó su cabeza rodeada de resplandor, vio su cuerpo rebosante de luz.


GOVINDA

En una ocasión se encontraba Govinda con otros monjes descansando en el jardín que la cortesana Kamala había regalado a los discípulos de Gotama. Oyó hablar de un viejo barquero que vivía junto al río, a la distancia de una jornada, y que era considerado como un sabio. Cuando llegó el día en que tuvo que continuar su camino, Govinda eligió el camino en dirección a la barca, ya que deseaba conocer a aquel barquero. Pues, a pesar de que él había vivido toda su existencia según las reglas, y aunque los monjes jóvenes le respetaban por su edad y modestia, dentro de su corazón no se había apagado la llama de la inquietud y la búsqueda.

Llegó al río, rogó al viejo que le llevara al otro lado, y cuando bajaron de la barca, declaró:
-Mucho bien nos has hecho a nosotros, los monjes y peregrinos, ya que a la mayoría nos cruzaste
por este río. ¿No eres tú también, barquero, uno de los que buscan el camino de la verdad?
Los ojos viejos de Siddharta sonrieron al contestar:

~Te encuentras también tú entre los que buscan, venerable? Mas, ¿no tienes ya muchos años y
llevas el hábito de los monjes de Gotama?
-Aunque soy viejo -repuso Govinda-, no he dejado de buscar. Jamás dejaré de hacerlo: ése
parece ser mi destino. Y creo que tú también has buscado. ¿Quieres darme un consejo, venerable?
Siddharta declaró:

-¿Qué podría decirte, venerable? Quizá que has buscado demasiado. Que de tanto buscar, no tienes ocasión para encontrar.
-¿Cómo es eso? -preguntó Govinda.
-Cuando alguien busca -continuó Siddharta-, fácilmente puede ocurrir que su ojo sólo se fije en lo
que busca; pero como no lo halla, tampoco deja entrar en su ser otra cosa, ya que únicamente piensa en lo que busca, tiene un fin y está obsesionado con esa meta. Buscar significa tener un objetivo. Encontrar, sin embargo, significa estar libre, abierto, no necesitar ningún fin. Tú, venerable, quizás eres realmente uno que busca, pues persiguiendo tu objetivo, no ves muchas cosas que están a la vista.
-Todavía no te comprendo muy bien -objetó Govinda-. ¿Qué quieres decir?

Y Siddharta contestó:
-Hace tiempo, venerable, hace muchos años, que ya estuviste aquí una vez, junto a este río, y en su ribera hallaste a una persona durmiendo; entonces te sentaste a su lado para velar su sueño. Pero no reconociste a la persona que dormía, Govinda. Sorprendido, y como hechizado, el monje miró a los ojos del barquero.

-¿Eres tú, Siddharta? -preguntó con voz temblorosa-. ¡Tampoco esta vez te habría reconocido!
¡Te saludo de corazón, Siddharta, y me alegra profundamente volverte a ver! Has cambiado mucho, amigo... ¿Así que te has convertido en barquero?
Siddharta sonrió amablemente.

-Pues, sí, en barquero. Hay que cambiar mucho, Govinda. Hay quien debe llevar muchos hábitos,
y yo soy uno de ellos, amigo. Sé bien venido, Govinda, y quédate esta noche en mi choza. Govinda permaneció aquella noche en la cabaña y durmió en el lecho que antes fuera de Vasudeva. Interrogó mucho a su amigo de juventud, y Siddharta se vio obligado a contarle su vida. Cuando a la mañana siguiente había llegado la hora de empezar la marcha diaria, preguntó vacilante Govinda:

-Antes de continuar mi camino, Siddharta, permíteme una pregunta. ¿Tienes una doctrina? ¿Tienes una fe o una creencia que sigues, que te ayuda a vivir y a obrar bien? Siddharta declaró:

-Tú ya sabes, amigo, que de joven, cuando vivía con los ascetas, en el bosque, llegué a creer que debía desconfiar de las doctrinas y los profesores, y darles la espalda. No he cambiado de opinión. No obstante, he tenido muchos otros maestros desde entonces. Incluso una bella cortesana fue mi
instructora por un largo tiempo, así como un rico comerciante y unos jugadores de dados. También lo ha sido en una ocasión un discípulo de Buda; estaba sentado a mi lado, en el bosque, cuando yo me había adormecido en mi peregrinar. También aprendí de él, y le estoy agradecido, de veras. Sin embargo, de quien aprendí más fue de este río y de mi antecesor, el barquero Vasudeva. Era una persona muy sencilla; no se trataba de ningún filósofo, y sin embargo, sabía tanto como Gotama: era perfecto, un santo.

Govinda exclamo:
-¡Me parece, Siddharta, que todavía te gusta la burla! Te creo y sé que no has seguido a ningún profesor. ¿Pero, acaso no has encontrado tú mismo esta doctrina, con algunos razonamientos o conocimientos tuyos, que te ayuden a vivir? Si quisieras decirme alguna de esas teorías, alegrarías mi corazón. Siddharta repuso:

-He tenido ideas, sí, e incluso razonamientos de vez en cuando. En alguna ocasión he creído sentir en mí cómo se percibe la vida en el corazón, pero tan sólo por una hora o un día. Eran muchas las ideas, y me sería difícil comunicártelas. Mira, Govinda, ésta es una de las cuestiones que he descubierto: la sabiduría no es comunicable. La sabiduría que un erudito intenta comunicar, siempre suena a simpleza.

-¿Bromeas? -inquirió Govinda.
-No. Digo lo que he encontrado. El saber es comunicable, pero la sabiduría no. No se la puede hallar, pero se la puede vivir, nos sostiene, hace milagros: pero nunca se la puede explicar ni enseñar. Esto era lo que ya de joven pretendía, y lo que me apartó de los profesores.

«He encontrado otra idea que tú, Govinda, seguramente tomarás por broma o chifladura, pero, en realidad, se trata de mi mejor pensamiento. Es éste: ¡Lo contrario a cada verdad es igual de auténtico! O sea: una verdad sólo se puede pronunciar y expresar con palabras si es unilateral. Y
unilateral es todo lo que se puede expresar con pensamientos y declarar con palabras; todo lo unilateral, todo lo mediocre, todo lo que carece de integridad, de redondez, de unidad».

«Cuando el venerable Gotama enseñaba el mundo por medio de palabras, lo tenía que dividir en sansara y nirvana en ilusión y verdad, en sufrimiento y redención. No es posible otra forma para el que desea enseñar. No obstante, el mundo mismo, lo que existe a nuestro alrededor y en nuestro propio interior, nunca es unilateral. Jamás un hombre o un hecho es del todo sansara o del todo nirvana nunca un ser es completamente santo o pecador. Nos parece que es así porque nos hacemos la ilusión de que el tiempo es algo real. Y el tiempo no es real, Govinda, lo he experimentado muchísimas veces. Y si el tiempo no es real, también el lapso que parece existir entre el mundo y la eternidad, entre el sufrimiento y la bienaventuranza, entre lo malo y lo bueno, es una ilusión».

-¿Qué quieres decir? -preguntó Govinda angustiado.
-¡Escucha bien, amigo, escucha bien! El pecador, que lo somos tú y yo, es pecador, pero algún día volverá a ser Brahma, llegará a nirvana será buda..., y ahora fíjate bien: ese «algún» es una ilusión. ¡Es sólo metáfora! El pecador no está en camino hacia el budismo, no se encuentra en un desarrollo, aunque no nos lo podemos imaginar de otra forma. No; en el pecador, ahora y hoy, ya está presente el buda futuro, todo su futuro, en él, en ti, en todo se debe respetar el posible buda escondido.

«EI mundo, amigo Govinda, no es imperfecto, ni se encuentra en un camino lento hacia la perfección. No; él es perfecto en cualquier momento. Todo pecado ya lleva en sí el perdón, todos los lactantes, la muerte; todos los moribundos, la vida eterna. Ningún ser humano es capaz de ver en el otro en qué situación se halla dentro de su camino: en el ladrón y en el jugador espera el buda, en el brahmán espera el ladrón».

«En la profunda meditación existe la posibilidad de anular el tiempo, de ver toda la vida pasada, presente y futura a la vez, y entonces todo es bueno, perfecto: es brahma. Por ello, lo que existe me parece bueno; creo que todo debe ser así, tanto la muerte como la vida, el pecado o la santidad, la inteligencia o la necedad; todo necesita únicamente mi afirmación, mi buena voluntad, mi conformidad de amante: entonces es bueno para mí, y nunca podrá perjudicarme».

«He experimentado en mi propio cuerpo, en mi misma alma, que necesitaba el pecado, la voluptuosidad, el afán de propiedad, la vanidad, y que precisaba de la más vergonzosa desesperación para aprender a vencer mi resistencia, para instruirme a amar al mundo, para no compararlo con algún mundo deseado o imaginado, regido por una perfección inventada por mí, sino dejarlo tal como es y amarlo y vivirlo a gusto».

«Estas son, Govinda, algunas de las ideas que se me han ocurrido».
Siddharta se inclinó, levantó una piedra del suelo y la sopesó en la mano.
-Esto -declaró mientras jugaba-, es una piedra, y dentro de un tiempo quizá sea polvo de la tierra, y de la tierra pasará a ser una planta, o animal o un ser humano. En otro tiempo hubiera dicho:

«Esta piedra sólo es piedra, no tiene valor, pertenece al mundo de Maja; pero como en el circuito de las transformaciones también puede llegar a ser un ente humano y un espíritu, por ello le doy valor». Así, quizás, hubiera pensado antes. Pero ahora razono: esta piedra es una piedra, también
un animal, también un dios, también un buda; no la venero ni amo porque algún día pueda llegar a ser esto o lo otro, sino porque todo esto lo es desde hace tiempo, desde siempre. Y, precisamente, esto que ahora se me presenta como una piedra, que ahora y hoy veo que es una piedra, justamente por ello la amo y le doy un valor y un sentido en cada una de sus líneas y huecos, en el amarillo, en el gris, en la dureza, en el sonido que produce cuando la golpeo, en la sequedad o humedad de su superficie.

»Hay piedras que al tocarlas parecen aceite o jabón, y otras semejan hojas o arena, y cada una es diferente y roza el Orn a su manera; cada una es Brahma, pero a la vez es una piedra, está grasienta o jabonosa, y precisamente esto es lo que me gusta y me parece maravilloso y digno de
adoración.

»Pero no me hagas hablar más sobre todo ello. Las palabras no son buenas para el sentido secreto; en cuanto se pronuncia algo ya cambia un poquito, se lo falsifica..., sí, y también esto es muy bueno y me gusta asimismo, estoy muy de acuerdo que lo que es tesoro y sabiduría de una persona, parezca a otra una locura. Govinda escuchaba en silencio.

-¿Por qué me has dicho lo de la piedra? -preguntó vacilante, tras una pausa.
-Lo dije con intención. O quizás he querido declarar que amo precisamente a la piedra y al río, a
esas cosas que contemplamos y de las que podemos aprender. Govinda, puedo amar a una piedra, a un árbol o a su corteza. Son objetos que pueden amarse. Pero no a las palabras. Por ello, las doctrinas no me sirven, no tienen dureza, ni blandura, no poseen colores, ni cantos, ni olor, ni sabor, no encierran más que palabras. Acaso sea eso lo que te impide encontrar la paz, quizá sean
tantas palabras. También redención y virtud, lo mismo que sansara y nirvana son sólo palabras, Govinda. Fuera del nirvana no existe nada más: únicamente palpita el vocablo nirvana.
Govinda exclamó:

-Amigo, nirvana no es tan sólo un término. Nirvana es un pensamiento.
Siddharta continuó:
-Un pensamiento, puede ser así. Amigo, he de hacerte una confesión: no me gusta diferenciar mucho entre pensamientos y palabras. Para serte sincero, tampoco soy partidario de las teorías. Me gustan más los objetos. Aquí, en esta barca, por ejemplo, mi antecesor fue un hombre, un santo que durante muchos años creyó simplemente en el río, en nada más. Notó él que la voz del río le hablaba; de ella aprendió, pues el agua le educó y enseñó; el río le parecía un dios. Durante muchos años ignoró que todo viento, nube, pájaro o escarabajo, es igual de divino, y sabe tanto que también puede enseñar como el río. No obstante, cuando ese santo se marchó a los bosques, lo sabía todo, más que tú y yo, y sin profesor, ni libros; únicamente porque había creído en el río.

Govinda replicó:
-Pero, lo que tú llamas «objeto», ¿es realmente algo que tiene sustancia? ¿No se trata sólo de un engaño de Maja: únicamente imagen y apariencia? Tu piedra, tu árbol, tu río..., ¿son realidades? -Tampoco eso me preocupa mucho -repuso Siddharta-. ¡Qué más da que las cosas sean engaños o no! Y silo son, también yo lo seré entonces, y de ese modo nunca me importará. Este es el motivo que me obliga a tenerles tanto aprecio y veneración: son mis semejantes. Por ello puedo amarlos.

»Y ahora voy a exponerte una teoría de la que te vas a reír: el amor, Govinda, me parece que es lo más importante que existe. Penetrar en el mundo, explicarlo y despreciarlo, puede ser cuestión de interés para los grandes filósofos. Pero para mí, únicamente me interesa el poder amar a ese mundo, no despreciarlo; no odiarlo ni aborrecerme a mí mismo; a mí sólo me atrae la contemplación del mundo y de mí mismo, y de todos los seres, con amor, admiración y respeto.

-Eso sí que lo comprendo -interrumpió Govinda-. Pero precisamente fue este punto lo que el majestuoso reconoció como engaño. Gotama ordena benevolencia, respeto, compasión, tolerancia, pero no amor; nos prohibió atar a nuestro corazón en el amor hacia lo terrenal.

- Lo sé -repuso Siddharta. Y su sonrisa tenía un brillo dorado-. Lo sé, Govinda. Y mira, ya nos encontramos en medio de la espesura de las opiniones, en la discusión por palabras. No puedo negarlo: mis palabras sobre el amor contradicen, mejor dicho, parece que contradicen a las palabras de Gotama. Esa es la causa que me hace desconfiar de los términos, pues sé que esta contradicción es un engaño. Sé que estoy de acuerdo con Gotama. ¡Es imposible que el majestuoso no conozca el amor! ¡El, que ha llegado a conocer todo lo humano en su carácter transitorio y vanidoso, y que a pesar de ello amó tanto a los seres humanos! ¡El, que empleó toda su larga y penosa vida únicamente para ayudarles, para enseñarles!

»También en Gotama, tu maestro, prefiero sus hechos antes que sus palabras. Sus actos y su vida me parecen más importantes que sus oraciones, el gesto de su mano es más interesante que
sus opiniones. No veo su grandeza en el hablar, ni en el pensar, sino en sus obras y su existencia. Durante mucho tiempo permanecieron callados los dos ancianos. Entonces Govinda dijo al despedirse:

-Te agradezco, Siddharta, que me hayas comunicado tus pensamientos. Por un lado son extraños, y no todos los entendí de primera intención. Pero sea como sea, te lo agradezco y deseo que pases tus días en paz.

«Sin embargo -pensó para sus adentros-, este Siddharta es una persona extraña, habla de raras teorías y su doctrina me suena a locura. La del majestuoso se ve más clara, distinta, pura, comprensible; no contiene nada de rarezas, ni locuras o ridiculeces. Pero ya no me parecen tan distintos al majestuoso, las manos y los pies de Siddharta, ni su frente, su aliento, su sonrisa, su saludo, su manera de andar. Jamás nadie, después de que nuestro majestuoso buda entrara en el
nirvana me obligó a exclamar: ¡Este es un santo! Sólo ante Gotama, y ahora ante Siddharta. Aunque su doctrina sea extraña y sus palabras suenen a locura, la mirada, la mano, la piel, el cabello, todo él respira una pureza, una tranquilidad, una serenidad y clemencia y santidad que no he visto en ningún otro hombre, después de la muerte de nuestro majestuoso profesor.»

Mientras Govinda pensaba así, en su corazón mantenía un conflicto, y de nuevo se sintió atraído a Siddharta por amor. Se inclinó profundamente ante aquel hombre que se hallaba sentado, lleno de serenidad.

-Siddharta -empezó-, hemos llegado a ser hombres viejos. Difícilmente en esta vida volveremos a
encontrarnos. Veo, amigo, que has hallado la paz. Yo te confieso que no la he conseguido. ¡Dime, venerable, una palabra más! ¡Dame algo para el camino, algo que pueda entender y comprender!
Concédeme algo para ese camino. Frecuentemente mi marcha es difícil y sombría, Siddharta. Siddharta no pronunció palabra; le miró con sonrisa tranquila, siempre igual. Govinda clavó su vista fijamente en su rostro, con temor, con anhelo. Su mirada expresaba sufrimiento y una búsque- da eterna y un eterno rastrear. Siddharta le observó y sonrió.

- ¡ Acércate a mí! - susurró al oído de Govinda -. ¡ Acércate a mí! ¡Así, más cerca! ¡Muy cerca! Y
ahora, ¡besa mi frente, Govinda!

Y sucedió algo maravilloso mientras Govinda obedecía sus palabras, entre un presentimiento y el
amor que le atraía: se le acercó mucho y rozó su frente con los labios. Todo ocurrió mientras sus pensamientos se ocupaban todavía de las extrañas palabras de Siddharta, mientras se esforzaba aún por quitar el tiempo en vano y con resistencia de sus pensamientos, y de imaginarse el nirvana y sansara como una misma cosa, a la vez que sentía desprecio por las palabras de su amigo y luchaba en su interior con un enorme respeto y amor. Así fue.

Ya no contemplaba el rostro de su amigo Siddharta, sino que veía otras caras, muchas, una larga hilera, un río de rostros, de centenares, de miles de facciones; todas venían y pasaban, y sin embargo, parecía que todas desfilaban a la vez, que se renovaban continuamente, y que al mismo
tiempo eran Siddharta. Observó la cara de un pez, de una carpa, con la boca abierta por un inmenso dolor, de un pez moribundo, con los ojos sin vida..., vio la cara de un niño recién nacido, encarnada y llena de arrugas, a punto de echarse a llorar..., divisó el rostro de un asesino, le acechó mientras hundía un cuchillo en el cuerpo de una persona..., y al instante vislumbró a este criminal arrodillado y maniatado, y cómo el verdugo le decapitó con un golpe de espada..., distinguió los cuerpos de hombres y mujeres desnudos y en posturas de lucha, en un amor frenético..., entrevió cadáveres quietos, fríos, vacíos..., reparó en cabezas de animales, de jabalíes, de cocodrilos, de elefantes, de toros, de pájaros..., observó a los dioses, reconoció a Krishna y a Agni..., captó todas estas figuras y rostros en mil relaciones entre ellos, cada una en ayuda de la otra, amando, odiando, destruyendo y creando de nuevo. Cada figura era un querer morir, una confesión apasionada y dolorosa del carácter transitorio; pero ninguna moría, sólo cambiaban, siempre volvían a nacer con otro rostro nuevo, pero sin tiempo entre cara y cara... Y todas estas figuras descansaban, corrían, se creaban, flotaban, se reunían, y encima de todas ellas se mantenía continuamente algo débil, sin sustancia, pero a la vez existente, como un cristal fino o como hielo, como una piel transparente, una cáscara, un recipiente, un molde o una máscara de agua; y esa máscara sonreía, y se trataba del rostro sonriente de Siddharta, el que Govinda rozaba con sus labios en aquel momento.

Así vio Govinda esa sonrisa de la máscara, la sonrisa de la unidad por encima de las figuras, la sonrisa de la simultaneidad sobre las mil muertes y nacimientos; esa sonrisa de Siddharta era exactamente la misma del buda, serena, fina, impenetrable, quizá bondadosa, acaso irónica, siempre inteligente y múltiple, la sonrisa de Gotama que había contemplado cien veces con profundo respeto. Govinda lo sabía: así sonríen los que han alcanzado la perfección.

Sin saber si existía el tiempo, si había pasado un segundo o cien años, desconociendo si eran realidad un Gotama, un Siddharta, si vivía el yo y el tú, alcanzado su interior por una flecha divina cuya herida es dulce, encantado y roto su corazón..., Govinda permaneció todavía un tiempo inclinado sobre el rostro bronceado de Siddharta, el que besara hacía un momento, el que fuera escenario de todas las transformaciones, de todos los orígenes, de todo lo existente.

El rostro de Siddharta no había cambiado tras cerrarse en su superficie la profundidad y la multiplicidad; sonreía serena, suavemente, quizá muy bondadoso, acaso irónico, exactamente como había sonreído el majestuoso.

Govinda se inclinó profundamente: las lágrimas rodaron por sus mejillas arrugadas, sin que él siquiera lo notara; sintió como fuego su más profundo amor, su más modesta veneración en el alma. Se inclinó ante Siddharta casi hasta el suelo; Siddharta permanecía sentado, sin moverse, y
su sonrisa recordaba que jamás había amado, que nunca en la vida había tenido algo que considerase valioso y sagrado.

Fin

Siddharta 3/4

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Primero, cuando perdía en el juego de los dados reía demasiado fuerte. Su rostro aún parecía más inteligente y sereno que el de los otros. Pero luego empezó a reír poco y adoptó uno tras otro quellos gestos que se veían con frecuencia en los rostros de los potentados, los gestos de descontento, de dolor, del mal humor, de desidia, de dureza del corazón. Paulatinamente le atacó la enfermedad de los hombres ricos.

Lentamente el cansancio cubría a Siddharta como un velo, con una niebla fina; cada día un poco más turbia, cada año algo más pesada. Como un vestido nuevo que con el tiempo se vuelve viejo, pierde su color brillante, se mancha, se arruga, se gasta en los dobladillos y muestra algunos deshilachados, así fue la vida que Siddharta empezó tras la separación de Govinda; había envejecido, y al compás de los años perdía su brillo, se manchaba y se arrugaba, escondiendo en el fondo el desengaño y el asco. Siddharta no lo advertía. Sólo notaba que aquella voz clara y segura de su interior, la que le acompañó en los tiempos de brillantez desde que se despertara, habíase
silenciado ahora.

Le habían capturado el mundo, el placer, las exigencias, la pereza y, por último, también, aquel vicio que por ser el más insensato, siempre había despreciado más: la codicia. Por fin, las ansias de posesión y de riqueza se habían apoderado de Siddharta; ya no era un juego, sino una carga y una cadena.

Siddharta había llegado a esta triste servidumbre por un camino raro y lleno de sinsabores: el juego de los dados. Desde el momento en que su corazón dejó de ser el de un samana, empezó a jugar por dinero y por objetos valiosos, con pasión, con furia creciente; era el mismo juego que antes había considerado, entre sonrisas e ironías, como una costumbre más de los seres humanos.

Como jugador le temían; pocos se atrevían con él; a tanta altura habían llegado sus atrevidas apuestas. Jugador, inducido por la miseria de su corazón, al malgastar el dichoso dinero experimentaba una salvaje alegría; de ninguna otra forma podía demostrar con más claridad y sarcasmo su desdén por la riqueza, la diosa de los comerciantes.

Así, pues, jugaba mucho y sin miramientos; se odiaba a sí mismo, se burlaba del dinero; ganaba a miles, perdía por millares; disipaba el dinero, las joyas, una casa de campo; y volvía a resarcirse, y volvía a perder. Le gustaba aquel miedo, aquella angustia terrible que sentía en el juego de los dados, tras haber apostado mucho; buscaba poder renovarlo siempre, aumentarlo cada vez más, pues sólo esa sensación
le producía algo parecido a una felicidad, a un entusiasmo, a una vida elevada en medio de la mediocridad, de la existencia gris e indiferente. Y después de una gran pérdida buscaba nuevas riquezas, hacía los negocios con más diligencia, obligaba a saldar las deudas con más severidad,pues quería seguir jugando, malgastando, demostrando su desprecio por el dinero. Mas cuando le iba mal en el juego, perdía la tranquilidad, agotaba su paciencia contra los mendigos, ya no poseía el placer de regalar ni de prestar cómo antes.

¡Siddharta, el que en una sola jugada perdía diez mil, y además se reía, ahora en los negocios cada vez se volvía más severo y pedante! ¡Y por la noche soñaba con dinero! Y Siddharta huía cada vez que se despertaba de ese espantoso letargo, cuando veía su cara envejecida y fea reflejada en el espejo de la pared de su dormitorio, y le atacaban la vergüenza y la repugnancia; huía hacia nuevos juegos de fortuna, hacia el embeleso de la lujuria y del vino; y de ahí regresaba otra vez al principio del círculo vicioso, para ganar y amontonar riquezas. En esa noria sin sentido se agotaba, envejecía y enfermaba.

Un día tuvo un sueño fatídico. Había pasado las horas de la tarde con Kamala, en el hermoso parque. Se habían sentado bajo los árboles, a conversar; Kamala pronunció palabras melancólicas, detrás de las que se escondía la tristeza y el cansancio. Le había rogado que le hablara de Gotama, y no se cansó de escuchar sobre la pureza de su mirada, la bella tranquilidad de sus labios, la bondad de su sonrisa, la paz de su andar. Durante mucho tiempo le había tenido que contar los hechos del majestuoso buda; Kamala suspiró y manifestó:

-Algún día, quizá pronto, también yo seguiré a ese buda. Le regalaré mi parque y me refugiaré en su doctrina. Sin embargo, volvió después a seducir a Siddharta en el juego del amor. Le cautivó con vehemencia dolorosa, entre mordiscos y lágrimas, como si quisiera exprimir, una vez más, la última y dulce gota de ese placer vano y pasajero.

Nunca, como entonces, Siddharta se había dado cuenta con tanta claridad del cercano parentesco que hay entre la voluptuosidad y la muerte. Entonces sentóse junto a Kamala, su cara junto a la de ella; bajo sus ojos y cerca de los labios había notado un trazo inquietante, más diáfano que nunca, como una escritura de finas líneas, de leves arrugas, un alfabeto que recordaba el otoño y la vejez..., igual que había notado Siddharta alguna cana en sus cabellos negros, a pesar de que sólo tenía cuarenta años. El cansancio escribía ya en el rostro de Kamala; era la fatiga de un largo camino sin objetivo concreto; el agotamiento que llevaba consigo el principio de la decadencia y un temor escondido, todavía no muy pronunciado, quizá ni siquiera conocido: el temor a la vejez, al otoño, a la muerte. Siddharta se había despedido de Kamala sollozando, con el alma repleta de hastío y de recóndito temor.

Después Siddharta había pasado la noche en su casa, bebiendo vino con las bailarinas; le gustaba representar el papel de personaje superior a sus semejantes, aunque en realidad no lo era; bebió demasiado vino, y pasada la medianoche, cansado y excitado a la vez, buscó el lecho con ansias de llorar, queriendo desesperarse. Durante largo tiempo procuró en vano conciliar el sueño, pero su corazón se encontraba repleto de una pena insoportable, de un asco profundo por el vino demasiado fuerte, por la música demasiado suave y monótona, por la sonrisa frágil de las bailarinas, el perfume
dulzón de sus cabellos y sus senos. No obstante, lo que más le repelía era su propia persona, su pelo perfumado, su boca con olor a alcohol, su piel cansada, marchita, deshidratada.

Como cuando uno come y bebe excesivamente y con facilidad vomita sintiéndose después contento y aliviado, así también Siddharta, sin conseguir conciliar el sueño, deseaba en medio de multitud de hastíos, deshacerse de esos placeres, esas costumbres, de toda su vida inútil, e incluso de sí mismo. Por fin, al amanecer, cuando la vida empezaba a desperezarse en la calle, en su ciudad, consiguió dormirse. Poco después tuvo un sueño. Era así:

Kamala poseía en una jaula de oro un exótico pajarillo cantor. Soñó con ese pájaro. De madrugada, ~ pájaro se encontraba en silencio; le llamó la atención, pues siempre cantaba a esa hora; se acercó y vio el pequeño pájaro muerto en el suelo de la jaula. Lo sacó, lo acarició un momento entre sus manos y seguidamente lo arrojó a la calle; en ese mismo instante se asustó terriblemente y sintió que el corazón le dolía tanto como si con el pájaro muerto hubiera arrojado todo lo bueno y valioso de su vida.

Al despertarse del sueño le invadió una profunda tristeza. Le parecía sin valor y sin sentido toda su vida pasada. No le había quedado nada viviente, nada que poseyera exquisitez, nada que mereciese la pena de guardar. Se encontraba solo y vacío, como un náufrago en una desierta orilla.

Tristemente, Siddharta se marchó a un parque que le pertenecía, cerró la puerta y se sentó bajo un árbol; se hallaba sentado allí y sentía que en su interior habitaba la muerte, existía lo marchito, el fin. Paulatinamente concentró sus pensamientos; recorrió con su mente todo el camino de su vida, desde los primeros días que aún podía recordar. ¿Cuándo había disfrutado de felicidad, de una auténtica alegría? Sí, varias veces. En sus años de adolescente la había probado cuando ganaba el elogio de los brahmanes, al adelantarse a todos los chicos de su misma edad para recitar los versos sagrados; o en las discusiones con los sabios, o como ayudante en los sacrificios. Entonces oía decir a su corazón:

«Hay un camino ante ti, y es tu vocación; los dioses te esperan.» Y también sintió ese gozo con más fuerza, cuando sus meditaciones, cada vez más elevadas, le habían destacado de la mayoría de los que como él buscaban la felicidad, cuando luchaba con ansia por sentir a Brahma, cuando a cada nuevo conocimiento se le despertaba una sed mayor en su interior. Entonces, en medio de aquella sed, en medio del dolor, había escuchado las mismas palabras:

«¡Adelante! ¡Adelante! ¡Es tu vocación!»
Esta voz la había oído al abandonar a sus padres para elegir la vida de samana y, otra vez, al ir de los samanas hacia aquel ser perfecto, y nuevamente al ir del majestuoso hasta lo inseguro.

Contento con los pequeños placeres, pero nunca satisfecho, había pasado mucho tiempo sin oír la voz, sin llegar a ninguna cumbre; durante largos años el camino había sido monótono y llano, sin elevado objetivo, sin sed, sin elevación. Sin saberlo siquiera el propio Siddharta se había esforzado por parecer un ser humano como todos los que le rodeaban, como esos ninos; pero la vida de ellos era mucho más mísera y pobre que la suya; sus fines no eran los de él, ni tampoco sus preocupaciones. Todo aquel mundo de Kamaswami, para Siddharta tan sólo había sido un juego, un baile, una comedia.

Unicamente había apreciado y amado a Kamala. Pero, ¿aún la necesitaba, o Kamala le necesitaba a él? ¿No jugaban un juego sin fin? ¿Era necesario vivir para eso?

¡No, no lo era! Ese juego se llamaba sansara, un juego de niños, quizá grato de jugar una vez, dos, diez veces... ¿Pero una y otra vez para siempre? Siddharta se daba cuenta de que el juego ya había terminado, y que ya no podía jugar. Estremecióse y sintió en su interior que algo había muerto.

Todo aquel día lo pasó sentado bajo el árbol, pensando en su padre, en Govinda, en Gotama. ¿Había tenido que abandonar a aquéllos para convertirse en un Kamaswami? Aún estaba allí cuando se hizo de noche. Al levantar la mirada y observar las estrellas, pensó:

«Aquí estoy sentado bajo el árbol, bajo el mango, en mi parque.»
Sonrióse un poco.
«¿Pero es necesario? ¿No es un juego necio el poseer un mango un jardín?» También murieron estas palabras en su interior. Se levantó y despidióse del mango y del parque.

Como se había pasado el día sin comer, sentía un hambre feroz; pensó en su casa de la ciudad, en su habitación, en su cama, en su mesa llena de viandas. Cansado sonrió, se agitó un poco y despidióse de todo ello. No hacía una hora que Siddharta abandonara el jardín, cuando también abandonó la ciudad, y nunca más volvió a ella. Durante mucho tiempo Kamaswami ordenó buscarle, pues creía que había caído en manos de los bandoleros.

Kamala no le buscó. Cuando supo que Siddharta había desaparecido, ni siquiera se sorprendió. ¿No esperó eso siempre? ¿No se trataba de un samana, de un hombre sin patria, de un peregrino? Se dio cuenta perfectamente de ello en el último encuentro; y en medio del dolor por aquella pérdida, se alegraba de que todavía la última vez la hubiera estrechado con ardor contra su pecho, y de haber sentido una vez más cómo Siddharta la poseía y cómo Kamala se fundía con él.

Cuando recibió la noticia de la desaparición de Siddharta, se acercó a la ventana en que tenía la jaula de oro con el exótico pájaro cantor. Abrió la portezuela, sacó el pájaro y lo dejó volar libremente. Durante mucho tiempo siguió con la mirada el vuelo del ave.

A partir de ese día, Kamala ya no recibió más visitas, y cerró la casa. Después de un tiempo se dio cuenta de que había quedado encinta después del último encuentro con Siddharta.
JUNTO AL RÍO
Ya lejos de la ciudad, Siddharta caminó por el bosque. Sólo sabía una cosa con certeza: que no podía volver, que la vida que había llevado durante años había pasado, concluido, y que la había gozado hasta hastiarse. Había muerto el pájaro cantor con el que soñara. El ave de su corazón había dejado de existir. Fue un profundo cautivo del sansara, se embebió de asco y muerte por todas partes, como una esponja absorbe agua hasta empaparse. Siddharta estaba lleno de fastidio, de miseria y muerte; ya no existía nada en el mundo que pudiese alegrarle o consolarle. Con ansiedad deseaba no saber nada de sí mismo, permanecer tranquilo, muerto.

«¡Que caiga un rayo y me mate! -pensaba-. ¡Que venga un tigre y me coma! ¡Que tome un vino, un veneno que me adormezca, que haga olvidar y dé un sueño sin final! ¿Queda alguna suciedad con la que todavía no me haya manchado? ¿Un pecado o una necedad que no haya cometido? ¿Un vacío del alma sin sentir? ¿Era posible respirar y aspirar una y otra vez, sentir hambre, volver a comer, dormir, permanecer junto a una mujer? ¿No se había agotado ya ese círculo para Siddharta?»

Llegó junto a la orilla del gran río del bosque, el mismo que le hizo cruzar un barquero cuando todavía era joven y venía de la ciudad de Gotama. Se detuvo vacilante a la orilla del río. El cansancio y el hambre le habían debilitado. ¿Para qué seguir adelante? ¿Hacia dónde ir? ¿A qué destino? No, ya no existían objetivos; lo único que palpitaba era una ansiedad profunda y dolorosa de arrojar ese sueño confuso, de escupir ese vino soso, de zanjar esa vida miserable y vergonzosa.

Un árbol se inclinaba sobre la ribera del río: era un cocotero, en cuyo tronco apoyó Siddharta el hombro; Siddharta abrazó luego el tronco y observó el agua verde que se deslizaba a sus pies; miró hacia abajo y sintió deseos de soltarse y de desaparecer bajo el agua. Un vacío estremecedor se reflejaba entre las ondas, al que replicaba el terrible hueco de su alma. Sí, estaba acabado. Sí, para Siddharta, con la vida destrozada y sin meta, con su formación malograda, ya no quedaba otra solución que lanzar su existencia a los pies de los dioses con una sonrisa irónica.

Ese era su deseo: ¡La muerte, la destrucción de la forma odiada! ¡Que los peces devoren ese perro de Siddharta, ese demente, ese cuerpo desmantelado y podrido, esa alma decadente! ¡Que los cocodrilos se lo coman! ¡Que los demonios lo descuarticen!

Con el rostro desencajado clavó su vista en el agua: al ver el reflejo de su cara escupió en el agua. Lleno de abatimiento separó el brazo que apoyaba en el tronco y se volvió un poco para deslizarse y hundirse de una vez para siempre. Se hundía hacia la muerte con los ojos cerrados. En ese instante sintió una voz llegar desde remotos lugares de su alma, del pasado de su agotada existencia. Era una palabra, una sílaba que repetía maquinalmente una voz balbuciente; se trataba de la vieja palabra, principio y fin de todas las oraciones de los brahmanes: el sagrado Om, que
significa «lo perfecto» o «la perfección». Y en el momento en que la palabra Om alcanzó el oído de Siddharta, de repente despertóse su espíritu adormecido y reconoció la necedad de su intención.

Siddharta se asustó profundamente, y pensó cómo había podido llegar a aquel punto; se encontraba perdido, confuso, abandonado de toda sabiduría. Había intentado buscar la muerte. Un deseo tan pueril había podido crecer en su interior: ¡Encontrar la tranquilidad apagando su vida! Lo que no habían logrado en todo ese tiempo la tortura, el despecho y la desesperación, lo consiguió el Om al penetrar en su conciencia. Siddharta reconoció su miseria y su error.

-Om -repetía-. ¡Om!
Y de nuevo volvió a tener conciencia del Brahma, del carácter indestructible de la vida... que había llegado a olvidar. Pero ese momento tan sólo duró un segundo, como un rayo. Siddharta se desvaneció al pie del cocotero, quedó su cabeza junto a la raíz y durmió profundamente.

Su sueño era hondo y libre de pesadillas; hacia mucho tiempo que no conseguía dormir así. Cuando despertó, después de varias horas, le pareció que habían pasado diez años: escuchó el ruido del agua; no recordaba dónde se encontraba ni cómo había llegado hasta allí. Abrió los ojos y con asombro observó sobre su cabeza los árboles y el firmamento; lo pasado parecía estar cubierto por un velo inmensamente lejano e indiferente.

Sólo sabía que la vida abandonada había sido una encarnación pasada, anterior a su actual yo; comprendía que había conseguido apartarse de su anterior existencia, y se hallaba tan lleno de asco y de miseria que hasta había pretendido quitarse la vida; allí, junto a un río, bajo un cocotero, volvió en sí. Se había quedado dormido con la palabra sagrada Om, en los labios, y ahora se despertaba y contemplaba el mundo como un ser nuevo.

Con voz baja pronunció el vocablo, con el que se había quedado adormecido; le pareció que en todo su largo sueño no hizo otra cosa que hablar del Om, pensar en el Om, hundirse y penetrar en el Om, en lo indecible, en lo perfecto.

¡Qué sueño tan maravilloso! ¡Jamás le había refrescado tanto un sueño, y renovado y rejuvenecido! ¿Acaso estaba muerto realmente, o se había hundido y había vuelto a nacer con una nueva encarnación? Pero no, Siddharta se reconocía: sus manos y sus pies, el lugar donde se encontraba, el yo en su interior, el Siddharta caprichoso, raro; no obstante, Siddharta había cambiado, se había renovado, se encontraba descansado, despierto, alegre y curioso.

Siddharta se incorporó y vio frente a él a una persona: un forastero, un monje vestido con la túnica amarilla y la cabeza afeitada, en postura de meditación. Contempló al hombre, que no tenía cabello ni barba, y no tardó mucho en advertir que el monje era Govinda, el amigo de su juventud. Govinda, el que se había refugiado con el majestuoso.

También había envejecido Govinda, como él, pero su rostro aún mantenía los mismos rasgos, expresaba diligencia, lealtad, búsqueda y temor. Y cuando Govinda levantó la mirada al sentirse observado, Siddharta se dio cuenta inmediatamente de que su amigo no le reconocía. Govinda se alegró al verle despierto; evidentemente, hacía mucho tiempo que esperaba que despertase, aunque no le conocía.

-Me he dormido -manifestó Siddharta-. ¿Cómo has llegado hasta aquí?
-Sí, ya te he visto dormir -contestó Govinda-. Y no es muy recomendable hacerlo en estos sitios, pues a menudo hay serpientes, y además éste es el camino de los animales del bosque. Yo, señor, soy un discípulo del majestuoso buda, del Sakia Muni, pasaba por aquí, con otros de mis compañeros, cuando te vi dormir en lugar tan peligroso. Por ello intenté despertarte, señor, y al comprobar que tu sueño era muy profundo, me rezagué y me senté a un lado. Y mientras deseaba vigilar tu sueño, creo que yo también me he dormido. Mal cumplí mi servicio, pues el cansancio me venció. Pero ya que ahora estás despierto, dame licencia para reunirme con mis compañeros.

-Te agradezco mucho, samana, que vigilaras mi sueño -continuó Siddharta-. Los discípulos del majestuoso sois muy amables. Ahora ya puedes irte.

-Me marcho, con tu permiso. Que el Señor proteja tu salud.
-Gracias, samana.
Govinda hizo la señal del saludo y declaró:
-Adiós.
-Adiós, Govinda -contestó Siddharta.
El monje se detuvo.
-Permíteme, señor. ¿De dónde conoces mi nombre? Siddharta sonrió.
-Govinda, te conozco de la casa de tu padre y de la escuela de los brahmanes, de los sacrificios, de nuestro viaje con los samanas, y de aquella hora cuando tú, en el bosque de Jetavana, te refugiaste en el majestuoso.
-¡Eres Siddharta! -exclamó Govinda-. Ahora te reconozco, y no comprendo cómo antes no me he dado cuenta inmediatamente. Bien venido, Siddharta. Siento un gran gozo al volver a verte.
-También yo me alegro de verte otra vez. Has sido el vigilante de mi sueño: una vez más te doy las gracias, aunque no hubiera necesitado una custodia. ¿Adónde vas, amigo?
-No me dirijo a ninguna parte, en concreto. Los monjes siempre caminamos, mientras no es la estación de las lluvias; vamos siempre de un sitio a otro, vivimos según la regla, pregonamos la doctrina, recibimos limosnas y continuamos nuestro viaje. Siempre así. ¿Pero tú, Siddharta, adónde vas?
Contestó Siddharta
-Yo hago lo mismo que tú, amigo. No voy a ninguna parte. Sólo estoy en camino. Soy un peregrino.

Govinda replicó:
-Dices que eres un peregrino, y te creo. Pero, perdóname, Siddharta, no tienes aspecto de peregrino. Llevas el atuendo de un hombre rico, calzas zapatos de aristócrata, y tu cabello perfumado no es el de un samana.
-Muy bien, amigo, has observado con agudeza, no has perdido detalle. Pero yo no he dicho que sea un samana. Tan sólo dije: soy un peregrino. Y así es.
-Es posible -respondió Govinda-. Pero pocos peregrinan con esas ropas, con esos zapatos, con esos cabellos. Jamás he encontrado un peregrino así, en todos los años que camino. –Te creo, Govinda. Pero hoy has encontrado un peregrino con estos zapatos y así vestido. Acuérdate, amigo, que el mundo de las formas es pasajero, temporal, sobre todo con nuestros vestidos, nuestro cabello y todo nuestro cuerpo. Llevo el ropaje de un rico, te has fijado bien. Lo llevo porque he sido rico. Y llevo el pelo como la gente mundana y los libertinos, porque he sido también uno de
ellos.
-¿Y ahora, Siddharta? ¿Qué eres ahora?
-No lo sé. Lo ignoro tanto como tú. Estoy en camino. He sido un potentado, y ya no lo soy. Y no sé lo que seré mañana.
-Te has arruinado?
-He perdido las riquezas o ellas me arruinaron a mi. Digamos que se me han extraviado.

Govinda, la rueda de lo ingrato gira con extremada rapidez. ¿Dónde se halla el brahma Siddharta?
¿Dónde se encuentra el samana Siddharta? ¿Dónde quedó el rico Siddharta? Lo temporal cambia muy aprisa, Govinda. Tú bien lo sabes.
Govinda contempló durante largo tiempo al amigo de su juventud, y en sus ojos apareció una duda. Entonces le saludó como se saluda a los aristócratas, y se puso en marcha. Siddharta, con el rostro sonriente, le siguió con la mirada. ¡Todavía amaba a ese hombre fiel y temeroso! ¡Cómo habría sido posible no amar a nadie o a nada, después de un sueño tan maravilloso, tan lleno del Om! Precisamente el encantamiento estaba allí: en el sueño se le había preparado para amarlo todo; se encontraba lleno de amor hacia todo lo que contemplaba. Y justamente ésa fue su enfermedad anterior, según le parecía ahora: el no saber amar a nada ni a nadie.

Sonriente, continuaba observando Siddharta al monje que se alejaba. El sueño le había devuelto las fuerzas, pero le seguía molestando el hambre, ya que ahora hacía dos días que no comía y el tiempo en que solía ayunar se encontraba muy lejano. Con preocupación, pero feliz, recordó aquel pasado.

Fue entonces cuando recordó cómo había glorificado ante Kamala tres artes que antes había dominado perfectamente: ayunar, esperar, pensar. Esta había sido su fortuna, su poder y su fuerza.

Había aprendido esas artes en los años penosos y difíciles de su juventud, nada más. Y ahora le habían abandonado, ninguna de las tres artes le pertenecía ya: ni el ayunar, ni el esperar, ni el pensar. ¡Las había trocado por lo más miserable y más pasajero, por los deleites de los sentidos, el bienestar físico, las riquezas! Realmente le había sucedido algo extraño. Y ahora parecía que de nuevo se había convertido en un ser humano.

Siddharta reflexionó acerca de su situación. Le costó meditar; en el fondo no le apetecía, pero se obligó a sí mismo. Pensó:

«Ahora que por fin han sucumbido todas las cosas pasajeras, ahora que vuelvo a estar bajo el sol, como cuando fui un chiquillo, me doy cuenta de que no sé nada, de que no soy capaz de nada, de que no he aprendido nada. ¡Qué raro es todo esto! ¡Ahora voy a empezar de nuevo, como un niño, a pesar de que ya no soy joven y que mis cabellos empiezan a encanecer -sonrió otra vez-. Sí, tu destino será muy singular.»

Siddharta se perdía, pero ahora volvía a encontrarse en este mundo y se veía vacío, desnudo e ignorante. Y sin embargo, no podía sentir pena por lo sucedido. No. Al contrario, tenía deseos de reír, de burlarse de sí mismo, de chancearse de todo ese mundo tan necio y tan absurdo.

«¡Estás en decadencia!», se acusó a sí mismo., y seguidamente echóse a reír. Al pronunciar estas palabras, miró al río, que también se deslizaba por una pendiente, siempre hacia abajo, sin dejar de estar alegre y de canturrear. Eso gustó a Siddharta que sonrió amablemente al río. ¿No era el mismo río en el que había querido ahogarse, hacía ya tiempo, quizás unos cien años? ¿O tal vez lo soñó?

Siddharta continuó meditando: «Realmente mi vida ha seguido un curso muy espécial, dando muchos rodeos. De chiquillo sólo oía hablar de dioses y sacrificios. De mozo sólo me entretenía con ascetas, pensamientos, meditaciones, buscando a Brahma, venerando al eterno atman. Ya de joven seguía los ascetas, viví en el bosque, sufrí calor y frío, aprendí a pasar hambre, aprendí a apagar mi cuerpo. Entonces la doctrina del gran buda me pareció una maravilla; sentí circular en mi interior todo el sabor de la unidad del mundo, corno si se tratara de mi propia sangre. No obstante, tuve
que alejarme del mismo buda y del gran saber. Me fui y aprendí el arte del amor con Kamala, el comercio con Kamaswami; amontoné dinero, malgasté, aprendí a contentar a mi estómago, a lisonjear a mis sentidos. He necesitado muchos años para perder mi espíritu, para olvidarme del pensar y la unidad.

«¿No parece que he precisado dar grandes rodeos para convertirme paulatinamente en un hombre, para dejar de ser filósofo y vivir como una persona vulgar?» Y, a pesar de todo, ha sido un buen camino, no ha muerto completamente el pájaro que se alberga en mi interior. Pero, ¡qué camino es ése! He tenido que sobrevivir a tanta ignorancia, vicio, error, asco y desengaño, tan sólo para volver a ser un hombre que no piensa, como los niños, y así, poder empezar de nuevo. No obstante, todo ha ido bien, mi corazón se alegra, mis ojos ríen. He tenido que sufrir con desesperación, me he visto obligado a rebajarme hasta la idea más necia, la del suicidio, para poder recibir la gracia de sentir el Om, para volver a dormir bien y a despertarme mejor. Tuve que
convertirme en un ignorante para poder encontrar al atman en mi interior. He tenido que pecar para volver a resucitar.

«¿Hacia dónde me seguirá llevando este camino? Mi sendero sigue un itinerario absurdo, da rodeos, y quizá también vueltas. ¡Que siga por donde quiera! ¡YO lo seguiré!»

Sintió en su pecho una alegría maravillosa.
«¿De dónde sale esa alegría tan grande? -preguntó a su corazón-. ¿Acaso te viene de ese largo sueño, que tanto bien te hizo? ¿O proviene de la palabra Om, que pronuncié? ¿O acaso es porque he conseguido escapar, he logrado la fuga y por fin me encuentro otra vez libre, como un chiquillo bajo el cielo?

«¡Qué maravilla es poder huir, ser libre! ¡Qué aire más limpio y puro se respira aquí! ¡ Qué delicia aspirarlo! Allí, de donde escapé, todo olía a cremas, especias, vino, saciedad, ocio. ¡Cómo odiaba ese mundo de ricos, vividores y jugadores! ¡Cómo me aborrecía, me robaba, envenenaba, torturaba, envejecía y maldecía! ¡No, jamás creeré en mí, como antes, cuando me gustaba pensar que Siddharta era un sabio! Sin embargo, ahora sí que he obrado bien; ¡me gusta, puedo elogiar mi obra! ¡Ahora termina el odio contra mí mismo, contra esa vida necia y monótona! Te felicito, Siddharta, ya que después de tantos años de ocio has vuelto a tener una nueva idea, has obrado, has oído cantar al pájaro en tu pecho, ¡y le has seguido!»

De esta forma se elogió y se sintió satisfecho de sí mismo, a la vez que oía los rugidos del hambre en su estómago. Un retazo de pena, un mendrugo de miseria: eso era lo que ahora percibía; en los últimos días había apurado hasta el máximo y luego lo escupió todo; se sació hasta la desesperación y la muerte. Así era mejor. Hubiera podido quedarse mucho más tiempo con Kamaswami, ganar dinero, malgastarlo, hinchar su barriga y dejar que su alma muriese de sed; habría podido vivir todavía mucho tiempo en aquel infierno suave y bien acolchado, si no le hubiera llegado el momento del desconsuelo total, de la desesperación. Fue aquel instante, cuando se balanceaba por encima de la corriente del agua, dispuesto a destruirse. Había sentido esa desesperación, esa profunda repugnancia, pero no se dejó vencer; el pájaro, la fuente y la voz de su interior continuaban con vida. Esa era su alegría, su risa; por eso brillaba su rostro bajo las canas.

«Es bueno -pensó- probar personalmente todo lo que hace falta aprender. Desde niño, desde mucho tiempo, sabía que los placeres mundanos y las riquezas no acarrean ningún bien; pero ahora lo he vivido. Y ahora lo sé, no sólo porque me lo enseñaron, sino porque lo han visto mis ojos, mi corazón, mi estómago. ¡Qué bello es saberlo!»

Mucho tiempo permaneció meditando acerca del cambio que se había producido en su ser. Escuchó al pájaro que trinaba alegre. ¿No había muerto el pájaro en su interior, no había sufrido su muerte? No; en Siddharta había muerto algo muy distinto, que desde hacía tiempo deseaba sucumbir. ¿No era lo mismo que en sus ardientes años de asceta había querido apagar? ¿No era su yo, el yo pequeño, temeroso, orgulloso, con que había luchado durante tantos días, el que siempre le vencía, el que después de cada penitencia, volvía a surgir, y le quitaba la alegría, y le daba temor? ¿Acaso no era eso lo que por fin hoy había encontrado la muerte, allí en el bosque, junto a ese río idílico? ¿No era esa muerte por lo que Siddharta había vuelto a ser un niño, y sintió confianza, alegría y temeridad?

Ahora también comprendió por qué había luchado inútilmente contra ese yo, mientras era brahmán o asceta. ¡Se lo había impedido el exceso de sabiduría, de versos sagrados, de reglas para sacrificios, de mortificaciones, la excesiva ambición! Con arrogancia, siempre había sido el primero, el más inteligente, el más sabio, el más diligente; siempre se encontraba un paso más delante de los demás compañeros, sabios, sacerdotes o eruditos. Su yo se había escondido en ese sacerdocio,
en aquella erudición e intelectualidad; estaba allí y crecía, mientras Siddharta creía apagarlo con ayunos y penitencias. Ahora se daba cuenta y observaba que la voz secreta tenía razón: ningún profesor se lo hubiera podido reprimir jamas.

Por ello tuvo que lanzarse al mundo, perderse entre los placeres y el poder, la mujer y el dinero; se había tenido que convertir en comerciante, jugador, bebedor, glotón, hasta que el brahmán y el samana de su interior se murieran. Por tal causa había tenido que soportar esos años monstruosos, ese hastío, vacío y absurdo de una vida monótona y perdida, hasta que por fin, como una desesperacion, el vividor y el Siddharta ávido habían llegado a sucumbir. Muerto, un nuevo Siddharta había resucitado. También este se volvería viejo, también tendría que morir algún día; Siddharta era transitorio, como pasajera es toda formación. Pero hoy se hallaba en plena forma, joven como un chiquillo, un nuevo Siddharta. Estaba lleno de alegría. Meditaba todas estas ideas, escuchaba sonriente su estómago y agradecía el zumbido de una abeja. Miraba con alegría la corriente del río: jamás un agua le había gustado tanto, jamás había percibido la voz y el ejemplo de la corriente con tanta fuerza. Le parecía que ese río poseía algo especial, algo que aún desconocía, pero que le esperaba. En ese río se había querido ahogar Siddharta, y en él había sucumbido el Siddharta viejo, cansado, desesperado. Sin embargo, el nuevo Siddharta sentía por esa corriente un profundo amor que le obligaba a no abandonarla con prisas.

EL BARQUERO

«Junto a este río deseo quedarme -pensó Siddharta-. Es el mismo por el que un amable barquero me condujo al camino de los humanos, de los niños. Me dirigiré a su vivienda. Desde su choza me encaminó entonces hacia una nueva vida, que ahora ya está vieja y muerta. ¡Que mi nuevo camino también empiece desde allí.»

Observaba la corriente con cariño, su verde transparencia, sus ondas cristalinas, con dibujos llenos de misterio. Contempló las perlas claras que subían desde el fondo, las burbujas que flotaban en la superficie, el espejo del azul del cielo. El río también le miraba con sus mil ojos, verdes, blancos, ambarinos, celestes. ¡Cuánto amaba aquella corriente! ¡Cuántas cosas le agradecía! Desde el interior de su corazón escuchaba la voz que despertaba de nuevo y le decía:

«Ama a este río! ¡Quédate con él! ¡Aprende de él!»
¡ Oh, sí! Siddharta quería aprender del río, deseaba escucharlo. Le parecía que el que comprendiera a esta corriente y sus secretos, también entendería muchas otras cosas, muchos secretos, todos los misterios. Hoy únicamente podía conocer un secreto del río: el que se apoderó de su alma. Se daba cuenta de que el agua corría y corría, siempre se deslizaba y, sin embargo, siempre se encontraba allí, en todo momento. ¡Y no obstante, siempre era agua nueva! ¿Quién podía comprenderlo? Siddharta, no; tan sólo tenía una vislumbre, escuchaba un recuerdo lejano, unas voces divinas.

Siddharta se levantó. El rugido del hambre en el estómago se hacía insoportable. Mientras sufría, continuó su camino a lo largo de la ribera, contra la corriente, escuchando el rumor y los alaridos de su estómago. Cuando llegó a la lancha de cruce, la halló dispuesta para la salida.

A su lado estaba el mismo barquero que había conducido al joven samana. Siddharta le reconoció al momento; también el barquero había envejecido mucho.
-¿Quieres pasarme? -preguntó.
El barquero se sorprendió al ver a un hombre tan distinguido viajar solo y a pie. Le acogió en su barca y abandonó la orilla.
-Has elegido una vida muy bella -declaró el viajero-. Debe de ser muy hermoso vivir junto a estas aguas y deslizarse por su superficie.
El remero se balanceó sonriente y repuso:
-Es hermoso, señor, como tú dices, ¿pero acaso no es bella la vida toda y todos los trabajos?
-Quizá. Pero yo envidio el tuyo.
-¡Oh! Pronto te cansarías. Esto no es para gentes elegantes.
Siddharta sonrió.
-Ya me miraste una vez por mis ropajes y además, con desconfianza. ¿No te gustaría aceptarlos, barquero, puesto que a mí me molestan? Debes saber que no tengo con qué pagarte.
-El señor bromea -dijo el barquero, festivo.
-No bromeo, amigo. Mira, ya una vez crucé en tu barca por el río, gracias a tu bondad. Hazlo también hoy y acepta mis vestidos como pago.
-¿Y el señor piensa seguir su viaje sin vestidos?
-Lo que me gustaría es no proseguir el viaje. Lo que más me apetecería, barquero, es que me dieras un delantal, y así podría quedarme como ayudante tuyo, o mejor, como tu aprendiz, pues primero debo aprender a llevar la barca.

Durante largo tiempo el barquero observó al forastero, como si buscara algo.
-Ahora te reconozco -manifestó por fin-. En otra ocasión dormiste en mi choza, hace mucho tiempo, quizá más de veinte años. Yo te llevé al otro lado del río y nos despedimos como buenos amigos. ¿No fuiste un samana? De tu nombre no me acuerdo.
-Me llamo Siddharta, y era un samana cuando me viste por última vez.
-Bien venido seas, Siddharta. Yo me llamo Vasudeva. Espero que también hoy seas mi invitado, que duermas en mi choza y me cuentes de dónde vienes y por qué te molestan tus elegantes ropas.

Habían alcanzado el centro del río y Vasudeva tuvo que remar con más fuerza para ir contra la corriente. Su trabajo era tranquilo, y él bogaba con su mirada fija en la proa de la barca, con sus brazos curtidos. Siddharta se hallaba sentado y le observaba; recordó entonces que ya en aquel su último día de samana, habíase despertado en su corazón el amor hacia aquel hombre. Agradecido aceptó la invitación de Vasudeva. Cuando llegaron a la orilla le ayudó a atar la barca en los postes; después el barquero le invitó a entrar en la cabaña y le ofreció pan y agua. Siddharta lo comió con gusto, como también los frutos del mango, que le ofreció el barquero. Ya cerca del atardecer se sentaron los dos en un tronco de la orilla y Siddharta contó al barquero su origen y su vida, tal y como la había visto hoy en aquella hora de desesperación. El relato duró hasta altas horas de la noche.

Vasudeva escuchó con suma atención. Lo comprendió todo, el origen, la niñez, todo el aprendizaje, la búsqueda, la alegría y la miseria. Entre las muchas virtudes del barquero, destacaba la de saber escuchar como pocas personas. Sin decir palabras, Siddharta notó que Vasudeva asimilaba todas sus explicaciones, sosegado, abierto, esperando sin perder una sola palabra, sin impaciencias, sin críticas ni elogios: únicamente escuchaba. Siddharta sintió la felicidad de confesarse a tal oyente, de hundir en su corazón su propia vida, la propia búsqueda, el propio sufrimiento.

Al finalizar el relato, sin embargo, cuando habló del árbol junto al río y de su profundo desfallecimiento, del sagrado Om y de cómo después del sueño se había sentido mucho mejor, el barquero escuchó con doble atención, totalmente entregado, con los ojos cerrados. No obstante, Siddharta enmudeció, transcurrió un largo silencio hasta que Vasudeva empezó a decir:

-Es lo que yo me imaginaba. El río te ha hablado. También es amigo tuyo, también él te habla. Esa es una buena señal, muy buena. Quédate conmigo, Siddharta, amigo. Tenía una esposa, su cama está junto a la mía; pero ha muerto ya hace mucho tiempo, y vivo solo. Convive conmigo: hay sitio y comida para ambos.
-Te lo agradezco -declaró Siddharta-. Te lo agradezco y acepto. Y también te doy las gracias por haberme escuchado tan bien. Hay pocas personas que sepan escuchar, y no encontré a nadie que lo hiciera como tú. También quiero aprender esto de ti.
-Lo aprenderás -contestó Vasudeva-, pero no de mí. Yo lo aprendí del río, a ti también te lo enseñará. El río lo sabe todo y todo se puede aprender de él. Mira, ya te has enterado por el agua de que es necesario dirigirse hacia abajo, descender, buscar la profundidad. El rico y distinguido Siddharta se convierte en remero; el sabio brahmán Siddharta se convierte en barquero; también eso te lo ha enseñado el río. Progresarás asimismo con el resto. Después de una larga pausa, preguntó Siddharta:

-¿Qué resto, Vasudeva?
-Se ha hecho tarde -contestó-. Vayamos a dormir. No te puedo decir yo el «resto», amigo. Ya lo sabrás, quizá ya los has estudiado. Mira, yo no soy un sabio, y no sé hablar y tampoco pensar. Sólo sé escuchar y ser piadoso: no he aprendido otra cosa. Si lo supiera decir y enseñar, quizá fuera un sabio; así, sin embargo, sólo soy un barquero y mi deber es cruzar a la gente por este río. He cruzado a muchos, a miles, y para todos ellos mi río sólo ha sido un obstáculo en sus itinerarios. Viajaban por dinero y negocios, iban a bodas y romerías; el río se interponía en su camino y el barquero estaba allí para pasarlos rápidamente sobre ese obstáculo. Pero para algunos entre miles, para muy pocos, el río dejaba de ser un obstáculo; ellos han oído su voz, la han escuchado, y el río se ha convertido para ellos en algo sagrado, igual que para mí. Y ahora vámonos a descansar, Siddharta.

Siddharta se quedó con el barquero y aprendió a manejar la barca; y si no tenía trabajo con la barca, ayudaba a Vasudeva en el campo de arroz, recogía la madera, cosechaba los frutos del bananero. Aprendió a construir un remo, y a reparar la embarcación, y a trenzar cestos. Estaba alegre por todo lo que aprendía y los días y los meses pasaban con rapidez. Pero, más de lo que podía enseñarle Vasudeva, le instruía el río. De él aprendía continuamente. Sobre todo le enseñó a escuchar, a atender con el corazón tranquilo, con el alma serena y abierta, sin pasión, sin deseo, sin juicio ni opinión.

Le gustaba vivir al lado de Vasudeva, y a veces cambiaba unas palabras, pocas, pero bien pensadas. Vasudeva no era amigo de palabras: pocas veces lograba hacerle hablar.

-¿También has aprendido tú -le preguntó una vez-, has aprendido del río el secreto de que no existe el tiempo?
El rostro de Vasudeva se iluminó con una radiante sonrisa.
-Sí, Siddharta -contestó-. ¿Quieres decir esto: que el río está en todas partes a la vez? ¿ En su fuente y en la desembocadura, en la cascada, en la balsa, en la catarata, en el mar, en la montaña, en todas partes a la vez? ¿Y que para él sólo existe el presente y desconoce la sombra del futuro?
-Eso es -repuso Siddharta-. Y cuando lo conocí, descubrí mi vida, que también era un niño, y el niño Siddharta, el hombre Siddharta, el viejo Siddharta sólo estaban separados por sombras, por nada real. Y tampoco los nacimientos anteriores de Siddharta eran pasado, ni su muerte y su renacimiento al Brahma han sido futuro. Nada fue, ni será; todo es, todo tiene esencia y presente.

Siddharta hablaba encantado: la inspiración le había producido una profunda felicidad. Mas, ¿no era tiempo todo el sufrimiento? ¿No era todo él temor y tortura, el tiempo? ¿No se superaba y alejaba todo lo difícil y hostil en el mundo, si se superaba el tiempo, si se lo anulaba? Había hablado gozoso. Pero Vasudeva le sonrió con el rostro iluminado e hizo un gesto de afirmación. En silencio pasó su mano por el hombro de Siddharta y regresó a su trabajo. Y otra vez, cuando en la estación de las lluvias el río crecía y el rugido aumentaba poderoso, manifestó Siddharta:

-¿Verdad, amigo, que el río tiene muchas, muchísimas, voces? ¿No posee la voz de un rey y de un guerrero, la de un toro y la de un pájaro nocturno, la de una pantera y la de un hombre que suspira, y otras voces más?
-Así es -declaró Vasudeva-. Todas las voces de la creación están en el río.
~Y puedes descifrar lo que dicen -continuó Siddharta- cuando oyes sus diez mil tonos a la vez?

El rostro de Vasudeva sonreía feliz, se inclinó hacia Siddharta y le dijo al oído lo que el sagrado Om le había comunicado: lo mismo que antes había dicho a Siddharta. La sonrisa de Siddharta se parecía cada vez más a la del barquero; era casi igual de brillante, expresaba casi la misma felicidad, brillaba igual en sus mil pequeñas arrugas; era equivalente en inocencia y en madurez.

Muchos de los viajeros, al ver a los dos barqueros, los tenían por hermanos. A menudo se sentaban por la noche en el tronco, junto a la orilla; en silencio escuchaban el susurro del agua, que para ellos ya no era la corriente, sino la voz de la vida, de la existencia, de lo que siempre será. Y a veces ocurría que al escuchar ambos al río, pensaban en las mismas cosas, en una conversación de anteayer, en un viajero cuya cara y destino les interesaba, en la muerte, en su niñez; y los dos, en el mismo instante que habían escuchado del río algo bueno, se miraban mutuamente, pensando
ambos exactamente igual, se sentían felices ante la misma contestación por idéntica pregunta.

Algunos de los viajeros percibían que de la barca y de los barqueros emanaba algo especial. A veces ocurría que un viajero, después de haber observado la cara de los barqueros, empezaba a narrar su vida, sus pesares, confesaba sus pecados y terminaba pidiendo consuelo y consejo. En otras ocasiones, les pedían permiso para quedarse una noche con ellos y así poder escuchar la voz del río. También sucedía que llegaban curiosos a los que les habían contado que en ese lugar vivían dos sabios, o magos, o santos. Los curiosos preguntaban entonces, pero no recibían ninguna
contestación; y tampoco encontraban que fueran magos ni sabios, y sólo hallaban a dos ancianos amables, que parecían mudos, extraños y seniles. Los curiosos se reían y comentaban entre sí la buena fe y la necedad de la plebe, que propagaba rumores sin fundamento.

Los años pasaban y nadie se entretenía en contarlos. Un día llegaron unos monjes, discípulos de Gotama, del buda, y pidieron que les cruzaran a la otra orilla del río; los barqueros se enteraron por ellos que les había llegado la noticia de que el majestuoso estaba enfermo de gravedad y pronto moriría su última muerte humana, para entrar en la redención.

No pasó mucho tiempo, y llegó un nuevo grupo de monjes hasta la barca, y otro, y monjes y viajeros no hablaban de otra cosa sino de Gotama y su próxima muerte. De todas partes llegaba la gente atraída como por arte de magia, para presenciar la muerte del gran buda, como si se tratara de ir a una campaña o a la coronación de un rey; todos dirigían sus pasos hacia el lugar en donde debería suceder algo prodigioso, donde el más perfecto de ese tiempo debía entrar en la gloria.

Durante esos días, Siddharta pensaba frecuentemente en el moribundo, en el gran profesor cuya voz había avisado a los pueblos, había despertado a millares de gentes; en ese tono que también escuchó Siddharta, igual que contempló su sagrado rostro. Pensaba en él como en un viejo amigo, veía el camino de perfección ante sus ojos, y sonriendo recordaba las palabras que de joven había dirigido al majestuoso. Ahora le parecían términos orgullosos e impertinentes: los recordaba sonriente. Hacía ya mucho que no se sentía separado de Gotama, cuya doctrina no había querido aceptar. No, el que realmente quiere encontrar, y por ello busca, no puede aceptar ninguna doctrina. Pero el que ha encontrado, ya puede aceptar cualquier doctrina, cualquier camino u objetivo; a éste ya no le separa nada de los miles restantes que viven en lo eterno, que respiran lo divino.

Uno de esos días, cuando tantos peregrinaban hacia el buda moribundo, también lo hizo Kamala, que en otros tiempos fue la más bella cortesana. Hacía ya tiempo que se había retirado de su vida anterior; había regalado su jardín a los monjes de Gotania, se había refugiado en su doctrina y pertenecía al número de las amigas y bienhechoras de los peregrinos. Junto con el pequeño Siddharta, su hijo, se había puesto en camino al recibir la noticia de la próxima muerte de Gotama. Iba a pie y vestida con sencillez. Con su chiquillo andaba por la orilla del río; pero el niño se cansó pronto, quería regresar, descansar, comer. Estaba impaciente y lloriqueaba. Kamala tuvo que detenerse varias veces, el pequeño se hallaba acostumbrado a imponer su voluntad, y Kamala debía darle comida y consuelo. El niño no comprendía por qué tenía que hacer aquella penosa y triste peregrinación con su madre, hacia un lugar desconocido, hacia un hombre extraño, pero que era un santo y se estaba muriendo. ¿Qué le importaba al chiquillo que se muriera?

Los peregrinos no se hallaban lejos de la barca de Vasudeva cuando el pequeño Siddharta obligó a descansar otra vez a su madre. También Kamala se encontraba fatigada, y mientras el muchacho se comía un plátano, sentóse ella en el suelo, cerró un poco los ojos y se dispuso a descansar. Pero de improviso, Kamala lanzó un grito de dolor; el muchacho la miró asustado y vio cómo las mejillas de su madre estaban pálidas de horror. Debajo de su vestido asomó una pequeña serpiente negra, que acababa de morder a Kamala.

Los dos juntos echaron a correr en busca de otros seres humanos, y pronto llegaron cerca de la barca. Allí se desplomó Kamala, pues no pudo continuar en pie. El niño abrazó y besó a su madre mientras no cesaba de gritar; también Kamala pidió socorro hasta que sus gritos llegaron a oídos de Vasudeva, que se encontraba junto a la barca. Se les acercó rápidamente, cogió a la mujer entre sus brazos y la llevó a la barca, mientras el pequeño corría a su lado. Pronto llegaron a la choza donde se encontraba Siddharta encendiendo el fuego de la cocina.

Levantó la vista y lo primero que vio fue al niño, que le recordaba de una manera extraña cosas pasadas. Seguidamente contempló a Kamala, a la que reconoció inmediatamente, a pesar de encontrarse desmayada en brazos del barquero. Ahora comprendió también que el rostro del pequeño le llamó la atención porque era su propio hijo, y el corazón le saltó dentro del pecho.

Lavaron la herida de Kamala, pero ya estaba negra, el vientre de la mujer se había hinchado. Le dieron a beber una tisana. Poco a poco Kamala volvió en sí; yacía en el lecho de Siddharta, en la choza. Inclinado a su lado se encontraba Siddharta, el que en otros tiempos la había amado tanto.

Le parecía un sueño. Sonriente miró el rostro de su amigo; únicamente percatóse de su situación poco después. Recordó la mordedura... y llamó temerosa al pequeño.
-No te preocupes, está aquí -declaró Siddharta. Kamala le miró a los ojos. Empezó a hablar con lengua pesada, debido a la paralización del veneno.
-Te has vuelto viejo, querido -dijo-. Tus cabellos ya son grises. Pero aún pareces el joven samana que se acercó a mi jardín sin vestido y con los pies polvorientos. Te asemejas más a él ahora que cuando nos abandonaste a Kamaswami y a mí. Sobre todo en los ojos, Siddharta. Sí, yo también me he vuelto vieja... ¿Me has reconocido? Siddharta sonrío.

-Al momento, Kamala querida.
Kamala señaló a su hijo y continuó:
-¿Y a él? Es tu hijo.
Siddharta desvió la mirada y cerró los ojos.
El pequeño echóse a llorar. Siddharta lo sentó en sus rodillas y le dejó que llorase. Acarició sus cabellos y al contemplar el rostro infantil, se acordó de una oración de los brahmanes que había aprendido siendo niño. Empezó a pronunciarla lentamente, como un cántico; el pasado y la niñez le dictaban los versos. Y con ese canto monótono el niño se tranquilizó. De vez en cuando todavía lloriqueaba, pero por fin se durmió.

Siddharta lo depositó en la cama de Vasudeva. El barquero se hallaba en la cocina y preparaba un poco de arroz. Siddharta le miró y Vasudeva contestó con una leve sonrisa.
-Morirá -balbuceó Siddharta, en voz baja.
Vasudeva afirmó con la cabeza. Su amable rostro se hallaba iluminado por el fuego de la cocina. Kamala volvió en sí otra vez. El dolor le contraía el semblante, los ojos de Siddharta notaban el sufrimiento en su boca y en sus pálidas mejillas. Lo leía en silencio, con atención, esperando, entregado al sufrimiento. Kamala se percató y buscó su mirada.

Luego manifestó:
-Ahora me doy cuenta de que tus ojos también han cambiado. ¿En qué conozco que tú eres Siddharta? Lo eres y no lo eres.
Siddharta no habló. En silencio fijó sus ojos en los de Kamala.
-¿Lo has conseguido? -preguntó Kamala-. ¿Has encontrado la paz?
Siddharta sonrió y colocó su mano sobre la de Kamala.
-Ya me doy cuenta -continuó Kamala-. Ya lo veo. Yo también encontraré la paz.
-La has hallado -repuso Siddharta, en un susurro.
Kamala continuaba con la mirada fija en los ojos de Siddharta. Pensó que había querido peregrinar hacia Gotama para ver el rostro de una persona perfecta, para respirar la paz, y en vez de Gotama se había encontrado con Siddharta. Pero todo había salido bien, como si hubiera visto al perfecto e iluminado. Quiso decírselo a Siddharta, pero la lengua ya no le obedecía. Continuó Siddharta mirándola en silencio, y notó cómo la vida se apagaba en sus ojos. Cuando el último dolor estremeció sus ojos y los veló al contraerse sus miembros por última vez, Siddharta le cerró los párpados con los dedos.

Durante mucho tiempo permaneció sentado mirando la cara de Kamala. Contempló su boca, cansada y vieja, con sus labios delgados, y se acordó de que en la primavera de su vida la había comparado con un higo recién abierto. Durante mucho tiempo leyó en el rostro pálido las arrugas del cansancio, se llenó de esa imagen y vio entonces su propia cara, igual de blanca y de marchita; a la vez pudo observar los dos rostros jóvenes, de labios rojos, de ojos ardientes..., y la sensación de presente y simultaneidad le llenó totalmente, con un sentimiento de eternidad.

En ese momento sentía más profundamente que nunca el carácter indestructible de toda la vida, de la eternidad de cada instante. Cuando se levantó, Vasudeva había preparado un poco de arroz. Pero Siddharta no comió. Prepararon un lecho en el establo, donde se hallaba la cabra, y Vasudeva se marchó a dormir.

Siddharta, en cambio, salió y pasó toda la noche delante de la cabaña, escuchando al río que bañaba el pasado, rodeado a la vez de todos los tiempos de su vida. De vez en cuando, se acercaba a la puerta de la cabaña para saber si dormía el niño.

Muy pronto, de madrugada, aun antes de salir el sol, salió Vasudeva de la cuadra y se acercó a su amigo.
-No has dormido -le dijo.
-No, Vasudeva. He permanecido aquí y he escuchado la voz del río. Me ha dicho muchas cosas, me ha llenado profundamente con la idea de la unidad.
-Has sufrido, Siddharta, pero veo que la tristeza no ha entrado en tu corazón.
-No, amigo. ¿Cómo podría estar triste? Yo, que he sido rico y feliz, ahora lo soy todavía más. Me han regalado a mi hijo.
-Bien venido sea tu hijo. Pero ahora, Siddharta, empecemos a trabajar, pues hay mucho por hacer. Kamala ha muerto en el lecho en que murió mi esposa. También haremos fuego en la misma colina en que encendí la hoguera para mi mujer.
Y mientras el niño seguía dormido, levantaron la pira.